Seis relatos de rabia y precariedad para encajar el tetris de la vivienda en Madrid: “Ese zulo costaba 100 euros menos”
Comprar o alquilar una habitación en la capital se ha convertido en una carrera de fondo con cásting incluido. Sandra y su pareja querían esperar a tener casa propia para ser padres, pero a este paso no podrán. Iglika, búlgara, lleva un año buscando alquiler. La mayoría de sus mensajes quedan sin respuesta
Una sola persona posee 160 viviendas en Madrid y el 5% de los pisos de la capital son propiedad de grandes tenedores
Accesibilidad y precios asumibles. La última promesa del Ministerio de Vivienda para encarar al gran elefante en la habitación es muy concreta: hay que crear más casas públicas y aflojar la soga que rodea el cuello del inquilino. Cómo hacerlo –de forma efectiva– es la pregunta que ahora resuena entre los contribuyentes. El problema de la vivienda se agrava a cada paso, especialmente cuanto más se ensancha la diferencia entre el precio del metro cuadrado y los salarios medios.
Así, ni el descenso del paro puede frenar esta ola. La futura empresa estatal de vivienda nacerá del SEPES, la Entidad Pública Empresarial de Suelo, según lo poco que adelanta la administración. Y en el epicentro de toda esta vorágine están los inquilinos de Madrid, que en muchos casos subsisten a base de sueldos precarios en un mercado conocido por el control casi absoluto sobre la oferta de las inmobiliarias, la existencia de grandes tenedores (propietarios con más de 10 viviendas a su nombre) o la interferencia de los fondos de inversión en el devenir de la compra-venta.
Si espero a tener una casa, nunca llegaré a madre
En los cinco años que han pasado desde la pandemia, el precio por vivir en la capital se ha incrementado más de un 23%, y ahora un piso cuesta 50.000 euros más que antes. Detrás de las cifras, la realidad en el día a día es desoladora. Un informe conocido esta misma semana y que publica IDRA, el Instituto de Investigación Urbana de Barcelona (Vivir de alquiler: inseguridad garantizada por ley), revela que nueve de cada diez inquilinos en Madrid o Barcelona tiene un contrato temporal de alquiler. Las opciones para adquirir una vivienda propia, más entre millenials y Generación Z, son escasas. Una de estas arrendatarias es Sandra, que vive desde hace más de dos años con su pareja en un piso de Hortaleza, un distrito en la periferia de la capital. Dos habitaciones, un baño, un salón relativamente amplio que da a una acceso a una cocina más estrecha y una zona residencial lejos del centro, pero con buenas conexiones. Pagan 25 euros más con las últimas subidas, pero entraron en 800€.
“Es una ganga, teniendo en cuenta cómo está la cosa. Con nuestro sueldo es lo que nos podemos permitir, y hallar opciones de compra en este rango es más difícil que alquilar”, relata ella. Sandra tiene 34 años y su chico, dos años menos. Los dos trabajan, pero ella hasta hace muy poco cobraba 16.000 euros anuales trabajando a jornada completa para una empresa de comunicación y márketing. Al mes, unos 1.000 euros. Él ganaba algo más, 22.000€, y hacía tiempo que ambos pensaban en tener un hijo. El problema era dónde alojarlo en condiciones mínimamente dignas. “Es cierto que nuestro piso ahora tiene dos habitaciones, pero creo que es arriesgado ser padres sin la certeza de que nuestro bebé vaya a tener siempre un techo”, comenta Sandra, que reconoce que sus sueldos “tampoco son los más prometedores”, pese que ambos tienen carreras universitarias y varios años de experiencia laboral en su sector.
Después de barajar múltiples opciones, decidieron probar suerte con las VPO. La ampliación de la ciudad de Madrid hacia nuevos barrios como Los Berrocales o Los Ahijones ha propulsado más viviendas de protección oficial que la administración pública sorteará entre perfiles necesitados o vulnerables, siempre y cuando estén empadronados en la localidad. Ellos apostaron por intentarlo en la primera de estas zonas, Los Berrocales. “Habíamos descartado buscar casas de obra nueva porque se nos iba de presupuesto. Necesitábamos tres habitaciones y no había por menos de 300.000 euros, y eso con suerte”, reseña esta joven almeriense, que por trabajo emigró a Madrid. El banco no les ofrecía un préstamo superior a los 250.000€ teniendo en cuenta sus nóminas, así que exploraron otras vías.
¿Y si ofrecían un aval familiar? Esta opción es la que usan muchos estudiantes o trabajadores júnior que no ganan por su cuenta lo suficiente como para acceder a alquileres o préstamos en un mercado tan competitivo. La plantearon al banco, pero obtuvieron un 'no' por respuesta. “Nos dijeron que esta fórmula la usa cada vez más gente y por eso los propietarios suelen descartar a quienes presentan avales. Si hay que embargar la casa, prefieren no meter a terceros de por medio”, reproduce Sandra. Por el momento, su plan de tener hijos sigue congelado: “Si espero a comprarme una casa para hacerlo nunca podré ser madre”.
Vivimos de alquiler en una casa pequeña, pero es que encontrar algo siendo inmigrante es muy difícil
Comprar ya es difícil para un joven promedio, más en Madrid. Pero es que si es migrante, las complicaciones se multiplican incluso a la hora de alquilar. Amin da buena fe de ello, pues ha pasado los últimos tres años buscando un piso más grande para vivir con su mujer y sus dos hijas. Es sirio, como toda su familia, y abandonó un país en guerra para llegar a España como refugiado hace cinco años. Trabaja como periodista y su mujer gana algún dinero por su cuenta como diseñadora, pero apenas les da para arrendar una casa de unos 50 metros cuadrados en el barrio de Orcasitas.
Desde hace tiempo han estado buscando en casi todos los distritos de la ciudad –o incluso fuera de ella, en otras zonas de la región– algo amplio y asequible, pero la espera ha sido tan larga que han tirado la toalla. Por el momento, su plan de mudanza se ha quedado en standby. “La oferta es difícil de alcanzar para cualquiera, pero siendo migrante se vuelve todo mucho más difícil”, confiesa Amin, que casi siempre teletrabaja y pasa en casa buena parte del día. Según su testimonio, en casi todas las solicitudes terminaban por descartarles cuando revelaban su nombre o procedencia. Y las visitas rara vez llegaban a concertarse.
“No sé si habrá una razón racista, pero creo que no es eso”, reflexiona él, en un perfecto español: “La lista para alquilar un piso cualquiera es tan larga que hay mucho donde elegir. Una familia con padres que son autónomos y que, encima, viene de un país como Siria no tiene grandes opciones ahí”. A Amin acaban de concederle la nacionalidad española tras años de espera, y en unos meses podrá lucir su DNI y pasaporte. Su mujer aún está en trámite, pero cree que llegarán noticias pronto; y las niñas, con el nuevo permiso de su padre, lo tendrán más fácil para conseguir el suyo propio. La noticia da un rayo de esperanza a la familia: “Quién sabe si enseñar un DNI español nos puede dar ventaja a la hora de buscar opciones mejores para nuestra vida”.
En un piso donde viviría con mi casero y su mujer, él llegó a decirme que podía pasear en sujetador y bragas por el salón
Quien sí tiene ese DNI español desde hace toda una vida es Celia, una chica castellanoleonesa que trabaja como autónoma en Madrid. Se siente afortunada por el piso en el que vive ahora y que comparte con su pareja: una bonita casa al sur de la ciudad que alquilan por 850 euros mensuales. Ninguno de sus sueldos supera los 30.000 euros anuales, pero cada uno paga 425€ más lo que llegue de gastos, unos 100 más. Pero para llegar hasta ahí ha pasado de todo. Sugiere que podría tratarse de una de las personas con “más experiencias locas” en una búsqueda de piso por la capital, ya que ha tenido que mudarse varias veces en los últimos años.
Llegó a Madrid en 2018 y entonces encontró una habitación en Cuatro Caminos por 350 euros al mes. Ahora, una rápida búsqueda en Idealista revela que compartir piso en ese mismo lugar no baja de los 650 mensuales, y ronda los 1.000 en las zonas más acomodadas del barrio. El último piso que tuvo antes de irse a vivir al sur con su novio era otro coliving, esta vez en Madrid Río y por 460 euros mensuales, algo más si sumas gastos. Eran tres personas en una vivienda exterior, con terraza y VPO, pues pasado un tiempo el propietario de una vivienda de protección oficial puede ponerla en alquiler. Uno de sus habitantes era el hijo de los dueños, que terminaron echándoles a ella y su otra compañera para, deduce Celia, subir el precio o instalar un piso turístico. Estos últimos cada vez abundan más en la zona.
Pero la guinda de todas las historia se la llevó una visita a la zona de Nueva Numancia. Contactó con una mujer brasileña que ofrecía una habitación en el piso donde vivía junto a su marido. Entonces Celia tenía 22 años y, aunque era compartir con un matrimonio, las condiciones y el confort que presentaba la casa le convencieron. Hasta el lugar fue acompañada por un amigo, solo “por si acaso”. Ahora se alegra de haberlo hecho. “Desde que el hombre entró por la puerta, la chica se quedó muda y no volvió a abrir la boca, solo hablaba él”, comienza la joven. El marido le comentó que buscaban a alguien que hiciera vida en familia con ellos, con quien cenar o comer en compañía y que no pasara “el día entero fuera o en la habitación”. Ya aquello le pareció precipitado, pero la cosa no acabó ahí. “En un momento, me dijo que si quería podía pasear en sujetador o bragas por el salón, y que el estaba muy acostumbrado a ver culos y tetas”, rememora, confesando que aquellas declaraciones sí que la dejaron “de piedra”. Como era de esperar, no volvió a pisar ese lugar.
Es un cuarto sin ascensor, además de un zulo. Los pagos siempre son en negro
Al otro lado de los problemas de la juventud para tener un techo suele situarse a la tercera edad, especialmente a los pensionistas que pudieron comprar una vivienda en su día a un precio mucho más bajo. Pero este no es el caso de Jorge, un madrileño de 63 años. Ha pasado toda su vida trabajando en la hostelería, tanto en la capital como en Extremadura durante una temporada. Actualmente trabaja como portero y ni siquiera a tiempo completo, sino que hace sustituciones. Aunque pudo pasar unos años viviendo en casa de su hermana porque no encontraba ningún empleo, la convivencia acabó cuando obtuvo el de la portería y le tocó buscar piso de forma precipitada. Todo ello, con un salario más bien ajustado.
Primero encontró un piso compartido en el que vivó durante un tiempo. Pagaba 350 euros mensuales, pero tuvo que abandonarlo cuando la dueña –que también vivía allí– enfermó de gravedad y prefirió alojar a uno de sus familiares en la habitación que hasta entonces ocupaba Jorge. Necesitaba de nuevos cuidados, y este hombre volvió a tener que buscar casa en un corto margen. Así halló el que a día de hoy es su hogar, una habitación por 400€ que describe como “muy pequeña”. Apenas cabe una cama de 1,90 y los dos armarios son empotrados. Hay que subir a un cuarto sin ascensor y “los pagos siempre son en negro”, por lo que los propietarios no tienen que regularizar sus ingresos por el piso.
Jorge es un nombre ficticio. Este testimonio ha preferido no revelar la ubicación del lugar en el que vive ni su nombre real para que sus caseros no puedan identificarle, por miedo a represalias o a que le expulsen de la vivienda. Su sobrina, que le ayudó durante todo el proceso dado que, por su edad, Jorge “no se manejaba con los portales de búsqueda ni los grupos de Facebook” que ahora sirven para colgar ofertas y encontrar casa, lamenta que con su sueldo y a su edad “no pueda permitirse vivir solo y pague cientos de euros por un cuchitril”, pero ella misma ha constatado cómo la inaccesibilidad de la oferta inmobiliaria en Madrid, sumada a la precariedad y temporalidad del trabajo con el que vive su tío, le ha complicado tanto el camino. “Ese zulo costaba 100 euros menos”, concluye con rabia.
La gente ni me responde a las solicitudes. En tantos meses solo he visto seis pisos
Iglika ya cuenta su historia entre risas, como si fuera una broma de mal gusto. Pero en el fondo, la situación la tiene en vilo desde hace demasiado. A diferencia de Jorge, con raíces madrileñas y de avanzada edad, esta chica es joven y viene de Bulgaria. Hace un año que trabaja en España, desde donde forma parte del departamento de recursos humanos de una empresa internacional con sede en Madrid. Su empleo no le exige presencialidad, pero es algo recomendable. Lo más cerca que ha podido encontrar algo no ha sido en Hortaleza o Getafe; ni siquiera en Alcobendas. Iglika lleva todo este tiempo viviendo en León, en otra comunidad autónoma y a casi 350 kilómetros de la capital.
Su caso es particularmente extraño, pues pese a mirar y enviar ofertas recurrentes prácticamente cada mes, las respuestas que ha obtenido se cuentan con los dedos de una mano. En más de 365 días viviendo en España solo ha visitado seis pisos en Madrid, aquellos en los que propietarios o –generalmente– inmobiliarias llegaron a devolver su mensaje. Ella no llegó a darse cuenta de que, incluso siendo difícil acceder a un alquiler en condiciones, no llegar ni a tener la opción de visita era una anomalía. Las pocas personas que conoce en España alguna vez le dijeron que era raro, y que en su caso sí habían recibido opciones aunque tuvieran que pasar unos meses. “¿Unos meses? ¡Ja!”, se sorprende ella, en mitad de una espera mucho más larga.
Iglika narra su agonía para hacerse con una habitación. Muestra muchos de los mensajes que ha dejado en anuncios de pisos tanto de Idealista y otras plataformas de búsqueda, como en Facebook o redes sociales. En los mismos chats se aprecia cómo rara vez son respondidos, dejando un halo de silencio tan largo que decidió irse temporalmente a vivir a León. Allí no conoce prácticamente a nadie, y realmente lo que le gustaría es trasladarse pronto a la capital. La vez que más cerca estuvo de alquilar allí fue cuando una compañera de trabajo, que conocía su situación, le avisó de un amigo de otro amigo suyo que buscaba compañera de piso en una zona del centro. Ella no dudó y le escribió ese mismo día. Tampoco obtuvo respuesta.
Mi único filtro era no salir de la ciudad, pero de no ser por una herencia y algunos ahorros no sé cómo lo hubiera hecho
Los jóvenes rara vez pueden comprarse una casa, pero Miguel Ángel es un caso de éxito. Tiene una hija pequeña, de cinco años, y tras separarse empezó a buscar una opción de compra para darle garantías a la niña o tener algo asegurado que estuviera cerca de su colegio, al que debía llevarla a diario. Él gana algo más de 30.000 euros anuales, unos 2.000 al mes. Aunque no dé mucho margen al derroche, le permite vivir desahogado y guardar algunos ahorros, con los que finalmente pudo adquirir un piso propio en una de las zonas más baratas de Carabanchel. Su único filtro era no salir de la capital y tener buenas conexiones con su trabajo, en Pozuelo de Alarcón.
Ahora para una hipoteca de 540 euros al mes y ha logrado algo de paz. Pero reconoce que, de no ser por una herencia que ingresó hace un tiempo, no habría podido comprar ni en los rincones más asequibles de la ciudad. “Tampoco era gran cosa y, sin ahorros previos, no me hubiera servido, pero me dio el impulso que necesitaba para lanzarme a comprar”, reconoce. Vive en Abrantes, pero antes pasó –siempre de alquiler– por infinidad de barrios como Acacias, La Latina, Metales o Pacífico. Estas zonas le convencen más que su actual hogar, que no fue ni su primera, ni su segunda, ni la tercera opción. Pero sí donde pudo permitirse “un piso en buen estado” y no muy lejos del centro escolar de su hija.
A veces reflexiona sobre qué hubiera pasado si, de casualidad, no hubiera percibido una herencia que le diese ese margen, sin el que no podría haber dado el paso. Luego, él mismo se responde. “Con los precios abusivos y los salarios de mierda, mi ritmo de ahorro nunca hubiera podido superar la cadencia a la que suben los precios de la vivienda. No me quedó otra que comprar”, resume. Finalmente ha encontrado una casa que le convence y que está ya “casi lista” para entrar a vivir. “Sé que sueno muy pesimista, pero cada día me gusta más mi casa. A mi hija también le encanta, así que creo que el esfuerzo ha merecido la pena”, se despide.