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El regreso del último vaquero que emigró a América: “Yo sabía que lo que estaba haciendo era en beneficio de la ganadería”

Fernando Sánchez García, que se formó en transferencia embrionaria durante casi dos décadas en Estados Unidos y Canadá, fue fichado en 1990 por el Gobierno de Cantabria que presidía Juan Hormaechea para mejorar la cabaña ganadera

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Hubo un tiempo en el que un hombre de sombrero de ala ancha y hebilla de cinturón de plata votó a Jimmy Carter. Y hubo un tiempo en el que la nostalgia por el pueblo que llevaba en la sangre lo atormentó. También hubo un tiempo en el que el hombre que espera sentado en la galería de una cafetería y saluda con vigor se enfadó con Richard Nixon. Esta imagen, moldeada por la imaginación, es exactamente la del hombre de la localidad cántabra de Pechón que ahora, rayando la cima de los 80 años, estrecha la mano en son de amistad: pantalones vaqueros, camisa negra, una chaqueta tostada, frases de aires tex-mex y una amabilidad desbordante. Porque hubo un tiempo en que la mirada de Fernando Sánchez García, que aún no había arrastrado los pies más allá de Madrid o Sevilla ni sabía gota de inglés, sintió la necesidad de seguir la tradición familiar. Se acercó al padre, lo miró fijamente, y le dijo: “Papá, me voy a América”.

Aquella urgencia le picó a comienzos de los años 70 y su padre no le puso obstáculos: rendirse al destino de su linaje no estaba en discusión. “Para mí”, afirma convencido, “la emigración supuso un favor que Dios me dio: la ganadería era mi vocación”. Porque las vacas son su mundo: por las vacas va saludando en inglés a los paisanos, por las vacas viste esos jeans, por las vacas tiene la nacionalidad estadounidense, por las vacas recorrió América de sur a norte, por las vacas sintió nostalgia de su Pechón. Por las vacas, quizás, le asome la cicatriz en el pómulo derecho: “Nunca me he peleado con nadie”, admite, “tan solo en el trabajo con toros y caballos”.

–Las vacas, entonces, han sido tu vida.

–¡Las vacas me lo han dado todo! –responde con fuerza–. Bueno, y mis padres y mis estudios. Y ser fiel a mi vocación. Lo que yo echaba de menos en Madrid era mi vida rural desde que nací.

Su acento universal, pellizcado por la brisa del Cantábrico, delata su sangre de Pechón, aunque su primer año de vida lo pasó entre el asfalto y trajín del barrio madrileño de Legazpi. De regreso a casa, su padre comenzó a conducir un taxi, aunque una década después cogió los bártulos y, junto a su mujer y sus cuatro hijos, regresó a Madrid. Aquel joven pegó el estirón y avanzó en sus estudios al tiempo que ayudaba a su padre en el bar Oliva. Allí hizo el servicio militar, se diplomó como oficial industrial (Rama del Metal y Especialidad de Ajustador-Matricero, según el título de Enseñanza Profesional que cuelga en la pared de su buhardilla) y allí, antes que la resignación consumiera su esperanza, desvistió ante su padre el secreto de migrar: “Entramos en Madrid, pero Madrid no entró en nosotros”.

América estaba esperándolo: esta vez, sí, iba a entrar de lleno en él hasta especializarse en una rama de la ganadería (transferencia embrionaria) que apenas se conocía en España. Él se planta frente a los posibles elogios y dice, la primera de muchas veces en una cronología, que todo lo cuenta con humildad. “Cuando eres fiel a tu vocación…”, añade sin revestir sus comentarios de importancia, encogiéndose de hombros, como uno de esos consejos de Rilke al joven poeta: “Y si de ese retorno hacia dentro, de esa inmersión en su propio mundo, surgen versos, no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos o no”.

Fernando solo escuchó el íntimo pálpito de su sangre.

Entre el campo y el laboratorio

Fernando mezcla en sus palabras años y ranchos, viejas camionetas Chevy, padrinos y favores durante los 18 años que pasó coleccionando estudios en transferencia embrionaria y fecundación in vitro y credenciales para conseguir la nacionalidad estadounidense. En su memoria guarda miles de acres de tierra y diplomas en colleges de Texas, Canadá o Colorado que se alborotan en su boca, aunque el esfuerzo por respetar el cauce de los hechos, entre anécdotas y reflexiones, resulta un galimatías. “Para entenderlo”, asegura, “tienes que estar conmigo un mes”.

Es la primera vez que lo asegura: un mes. 

La biografía que desgrana en su propia boca, en mi recuerdo impreso en la memoria de este hombre paseando con otro sombrero y la misma certeza por las callejuelas de Pechón hace unos años, la cruz de Santo Toribio en la solapa de su chaqueta y las palabras disueltas en fe, los telefonazos de hace varias semanas (y los mensajes de semanas después), entonces, dan paso a una confianza que agrietan al rubor inicial que a veces quiebra la primera impresión. Eso permite, por ejemplo, preguntarle si siempre fue cristiano, aunque lejos de revolverse, él responde con una combinación de agrado e incredulidad: “Pero qué preguntas haces”, dice. “¿Le haces las preguntas así a la gente?”.

La conversación va aflojando las bridas de la formalidad mientras Fernando clama contra los tiempos actuales y la desorientación de los jóvenes, o comparte confidencias y lamenta que los claretanos, recientemente, abandonaron Pechón después de 80 años de presencia. Ahora busca misas en San Vicente de la Barquera porque en Pechón ya solo hay servicios religiosos cada dos semanas, aunque todas las noches, antes de entrar en el nebuloso mundo de los sueños, formula sus oraciones y súplicas. Pero la vida le devuelve otra cosa y él, con la cabeza gacha, vuelve al camino de la fe y la confianza. “Dios te da lo que te conviene”, dice alegre, “no lo que le pides”.

Las vacas, la historia de su pueblo, la insistencia en que sus palabras brotan de la humildad, su certeza en la providencia, el sol que se asoma al mediodía y una conversación que le hace despojarse de la chaqueta. Suenan tambores de hambre y le propongo comer en la cafetería en la que me recibió con su chaqueta, con su nostalgia, con el profundo deseo de transmitir sus vivencias y el conocimiento de su hiperespecialización. “Allí le dicen embrión transfer”, dice antes de preguntarme si sé inglés. La respuesta le arranca una sonrisa.

—Yeah— dice—, you are so lucky.

El largo camino de regreso

Al principio fue Texas. El señor W.W. Callan, propietario de un inmenso rancho en Waco y su primer padrino en Estados Unidos, escribió una carta de recomendación “a quien corresponda” informando de que aquel joven de 27 años acudiría a su granja para aprender sobre el negocio ganadero. Estudiaría en el Texas State Technical Institute y trabajaría los fines de semana en la granja. Aquel apoyo suponía respaldar a Fernando en sus gastos y comenzar la preparación que casi dos décadas después le harían regresar ya convertido en pionero de la transferencia embrionaria. “Nosotros velaremos para que no sea una carga para ninguna agencia pública mientras esté en Callan Ranch”, continuaba el texto de abril de 1972.

Durante su siguiente parada, en Canadá, impulsó su formación y experiencia en transferencia embrionaria antes de regresar a Estados Unidos, trabajar en granjas de Wisconsin (Elm Park Farm, Pinehurs Farm, Kranzdale Farm), Illinois o California y completar su formación en Fort Collins, Colorado, el gozne que le permitiría años después volver a Pechón, aunque antes de replegar las velas, un viejo conocido tentó a su destino. 

Era un día de 1988, Fernando estaba pelando las patas de un animal durante un concurso en Wisconsin, y aquel italiano de castellano alegre, Bruno Rosetti, se le acercó para saludarle y pedirle 30.000 dosis de Sultán, un toro semental. Fernando, extrañado, le dijo que por qué le estaba diciendo eso a él, si aquel portentoso Holstein estaba en Eastern Breeders, en Ontario. El italiano le miró: “No, está en tu pueblo”. Fernando aún se desternilla al recordar aquel momento: el entonces presidente de Cantabria, Juan Hormaechea, lo acababa de comprar por 110 millones de pesetas.

Dos años después, por fin, llegó su momento: a la camioneta en la que recorría el rancho le llegó el graznido de la radio diciendo que alguien había llamado al rancho preguntando por él. El cowboy colgó, puso rumbo a la oficina de administración y devolvió la llamada al teléfono registrado. Era el Gobierno de Cantabria, que quería reunirse con él. El camino de vuelta a casa, después de casi 20 años de dedicación desaforada, se allanaba en el horizonte.

Y siempre la nostalgia

Los hombres y mujeres que, a mediados del siglo XIX, pusieron rumbo a Andalucía, dejaron tiritando muchas zonas del oriente de Cantabria. Aquellas oleadas de hombres y mujeres conocidos como jándalos abrieron bodegas, tabernas y ultramarinos en las ciudades del sur, siempre a cuestas con sus apellidos y el amor a su tierra. Fernando, más de un siglo después, no defraudó a la historia y aún hoy, tantos años después, sigue honrando la vida rural de sus ancestros. 

Esa legión de apellidos —Estrada, Díaz, García— se fueron y a veces volvieron, ya convertidos en reminiscencia de un tiempo en el que la prosperidad jamás estaba en casa. El destino de este Sánchez García no fue muy diferente y, antes de regresar al lugar del que nunca se acabó de marchar, siguió fatigando ranchos que afinaron su formación en la transferencia embrionaria y que devolvió a su tierra de la mano del Centro Primario de Selección y Mejora Genética de Torrelavega. Allí, asegura, se desempeñó con libertad: “Si todas las hijas mías estuvieran juntas no cabrían en Cantabria”, bromea Fernando, cuyas labores de trasplante lo tuvieron realizando transferencias embrionarias de vacas tudancas, monchinas o pasiegas mediante métodos que influyeron en el resto de España. “Yo sabía que lo que estaba haciendo era en beneficio de la ganadería”, admite.

—Y tú aprendiste todos esos conocimientos…

—¡Joder! —me reprende cariñosamente—. En Fort Collins, ¡te lo dije antes!

Y, entre imágenes de ovocitos, la foto dedicada del príncipe Felipe junto a él, vestido de buzo azul en las instalaciones ganaderas del Gobierno de Cantabria, otras de su juventud, racimos de anécdotas y otros tantos de dudas, Fernando vuelve a insistir en el tiempo que necesito para entender su historia: “Tú tienes que estar conmigo un mes”. Captar sus viajes por Colombia, Guatemala, México o escanciar su paso por las asociaciones de vaca frisona de España y la American Embryo Transfer Association, de la que fue socio fundador, requiere zambullirse en el océano de documentos que guarda en carpetas o estudiar los méritos que ordena en las paredes de su buhardilla de Pechón, aunque él lance la misma advertencia: “No te inventes nada ni pongas tonterías de halagos, porque lo mío es lo más humilde que te puedas imaginar. ¿Sabes por qué? Porque he sido fiel a mi vocación”.

Pero las bifurcaciones que tomó siguiendo esa vocación las ha ido comprendiendo con el tiempo. Cuando John Crown, juez de la Corte de Chicago y propietario de Golden Oaks, le dijo que tenía que dejar de trabajar en su granja, Fernando cayó en un súbito desconsuelo que la siguiente frase de Míster Crown aplacó: pero te he conseguido un empleo en el rancho del orfanato de Loyal Order of Moose, y eso te servirá para conseguir la nacionalidad estadounidense. Fernando todavía se emociona al recordar cómo todas las piezas del puzle encajaron en ese momento: a eso se refería cuando me había dicho que Dios te da lo que te conviene, no lo que quieres.

Pero el reverso de su pasión ha sido la soledad. A él se le cae de los labios la “solitude” del emigrante del mismo modo que levanta la mano para saludar en inglés o como le dice al camarero que su plato está “verdaderamente tasty”. Medio siglo después de caer en Texas y comprobar que el inglés era un espejismo en tierras hispanas, las reminiscencias de aquella aleación de español e inglés flotan hoy en su territorio. Son las cosas de la emigración. “Todos, en Pechón, somos emigrantes”, asegura: “Quizá el último emigrante a América haya sido yo. Yo… y mis hermanos”. Su madre había nacido en La Habana y su abuelo paterno estuvo en Cuba muchos años, así que este hombre de alma peregrina y cristiana, nieto y bisnieto de comerciantes, le sigue agitando la ausencia de sus padres durante su etapa americana. Esa fue, admite, “la más grande penuria”.

Fernando, ya sin chaqueta sobre los hombros, posa el sombrero en la mesa, se santigua tímidamente y, antes de dar cuenta de los dos platos, responde a la duda de si, entre tanto amor a América, una tierra cuyo espíritu sorbió, no podría haberse quedado allí. Él responde que la oferta económica de Cantabria era interesante, aunque seguidamente, en el enésimo pescozón verbal a su interlocutor, vuelve al punto de partida: “Joder, te lo dije antes: ¡la nostalgia!”.

Ya en el regazo de Pechón, comenzó a impulsar y recuperar las tradicionales celebraciones de Santa Clara y San Sebastián. Para “sacar lo atrasado”, canta en cuatro corales distintas. Sigue ayudando a quienes le preguntan sobre vacas o acuden a él como un oráculo ganadero. Presume de una nieta frisona, Ariel, campeona de Europa durante tres ediciones. Ha escrito un libro, de venta en el pueblo, titulado Forma de hablar y pensamiento de Pechón, que recoge el lenguaje indescifrable del que ahora expone alguna expresión y que las nuevas generaciones ni hablan ni entienden: “Me engarmé en una árguma y pegué una tambazá por aquel ganzial”, “Jalando del verde con las trencas me di un cutianu con el cuarterón”, “Estaba allí reblagau en aquel resquilu de la moria, en el carreju de la seja voiendo a las gaviotas”.

Entre medias, saluda a cada una de las personas que encuentra a su paso y, a falta de simpatías políticas, elogia a los ganaderos: “Ya podrían ser, los políticos y los funcionarios, como los ganaderos”. También asoma una fugaz muestra de orgullo, y como una excepción u orgullo, dice que puedo preguntar a cualquiera de ellos sobre el “americano de Pechón”: Jesús Ruiz Lavín, de Navajeda, que coincidió con él en alguna reunión, me dirá que era “muy entendido” y José Ramón Gutiérrez Rebolledo, de Argomilla de Cayón, admitirá que Fernando fue un pionero, que hacía el trabajo que harían tres personas y que su descomunal conocimiento le llevaba a impartir conferencias a ganaderos y veterinarios.

Y, sin embargo, a pesar de horas de conversación y de mojar los labios en aperitivo, comida, confesiones y la luz del atardecer, Fernando seguirá diciendo en voz alta que nada de eso será suficiente para atrapar el fiel reflejo de su vida. “Imposible, no lo puedes captar”, concluye antes de continuar con unas mismas palabras que, de tantas veces repetidas, no necesita completar: “Tendrías que estar conmigo…”. ¿Un mes?

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