La incómoda necesidad de elegir entre derecha e izquierda
¿Qué une a esa nueva derecha tan dispar? Algunos elementos mayormente cosméticos, como las alharacas contra la inmigración; una guerra contra la cultura; el aprecio por los pasados presuntamente gloriosos y por el folclore más rancio
El fin del “consenso socialdemócrata”, una era iniciada en 1945 y hoy en vías de extinción, ha abierto un gran agujero en el centro de la gobernanza —o gobernanzas— del mundo que llamamos “occidental”. Aquel eje sólido, basado en unos principios mayoritariamente compartidos (Estado del Bienestar, fiscalidad redistributiva y “valores democráticos”, fuera lo que fuera esto último), ya no existe.
La consecuencia de esta desaparición es un retorno, con las diferencias que impone un siglo de distancia, a las décadas previas al “consenso socialdemócrata”. Es decir, a los años 20 y 30 del siglo XX, cuya principal característica —dejemos de lado el militarismo de entonces y la digitalización de ahora— consistía en la quiebra del “statu quo” y en la necesidad de elegir entre derecha e izquierda. Se trata de una elección rotunda, sin la opción de recurrir a consensos centristas. O lo uno, o lo otro. Como entonces.
(Para su desgracia y probablemente la nuestra, la Unión Europea está enteramente basada en aquel consenso socialdemócrata: no resulta descabellado especular sobre las posibilidades de supervivencia de un proyecto que acaso termine sin ver su conclusión).
La incómoda necesidad de elegir, decíamos. La obligación de apostar por un futuro u otro, dado que el presente se funde bajo nuestros pies. Un buen escenario para contemplar la actualidad es Francia, donde un aventurero sin escrúpulos como Emmanuel Macron amalgamó a los partidos del viejo consenso en un movimiento personalista cuyo fracaso ha acelerado la destrucción del centro: parece probable que la próxima campaña presidencial enfrente a la izquierda-izquierda de Jean-Luc Mélenchon con la derecha-derecha de Marine Le Pen (o Jordan Bardella), y esta última parte con bastante ventaja. Últimamente, el mundo asiste a una cadena de victorias electorales de la derecha extrema.
No es de extrañar que imperara la euforia en la reunión derechista celebrada unos días atrás en Buenos Aires. Por otra parte, cabe preguntarse si toda esa gente que se abrazaba y reía en el Hilton de Puerto Madero sería capaz de unirse en un gobierno. Cabe responderse que no. La derecha emergente (no tiene mucho sentido seguir llamándola “ultraderecha”: es la derecha que hay) engloba partidos y ciudadanos de pelaje muy diverso, con ideas económicas difícilmente compatibles entre sí. Y, aunque los tiempos estén cambiando, los estados siguen necesitando un presupuesto que priorice tal cosa o tal otra.
Veamos. El presidente de Argentina, Javier Milei, es (pese a ciertos comportamientos estrafalarios) quien posee mejor formación económica e ideas más claras. Se considera alumno de Murray Rothbard (1926-1995), el gran teórico del anarcocapitalismo, una doctrina basada casi enteramente en la sacralización de la propiedad privada (ejemplo: los hijos son propiedad de los padres, que pueden enviarlos a la mina con seis años o venderlos en un mercado de niños) y en la abolición de lo público (la defensa de la propiedad privada debe ser asumida, según Rothbard, por cuerpos de policía privados).
Milei proclama su “desprecio” por el Estado, aunque siga necesitando a la policía estatal sufragada con impuestos. Acepta por necesidad un Estado reducido a su condición más represiva. Seguramente sus ideas conectan con las de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, que con sus más de 200.000 millones de dólares podría pagarse una policía propia. Aunque, ay, la paradoja, podría pagarla gracias a las montañas de dinero del contribuyente que recibe su empresa SpaceX.
Musk trabajará como “eliminador de burocracia y funcionarios” para Donald Trump, el dirigente político derechista más poderoso del planeta. Trump, sin embargo, no deja de hablar de proteccionismo y aranceles sobre las exportaciones, pecados mortales para los anarcocapitalistas como Milei (quien, a su vez, mantiene controlado el mercado de divisas: otro pecado mortal). En cuanto a la primera ministra italiana, Georgia Meloni, que procede directamente del fascismo, o sea, de Benito Mussolini, cuesta imaginar que desprecie el Estado y simpatice con algo que pueda llamarse “anarco”, por más capitalista que sea. Y qué decir del húngaro Viktor Orban, un reaccionario casi decimonónico.
Lo que nos lleva al gran padre de la nueva derecha, el hombre que no acude a las reuniones de la pandilla pero lleva años financiándola: Vladimir Putin, presidente de un Estado cleptocrático basado en oligarcas elegidos a dedo, burocracia masiva y una policía política todopoderosa.
¿Qué une a esa nueva derecha tan dispar? Algunos elementos mayormente cosméticos. Como las alharacas contra la inmigración (mientras por necesidad capitalista siguen consumiéndola, igual que la Unión Europea sigue consumiendo gas ruso); como esa “guerra cultural” que viene a ser una guerra contra la cultura; como el nacionalismo y la xenofobia; como el aprecio por los pasados presuntamente gloriosos y por el folclore más rancio (Vox y los toros, para entendernos). Como, en fin, el fomento del miedo y la rabia.
Quizá empecemos a aclararnos sobre la dirección de la nueva derecha a partir del 20 de enero, cuando Donald Trump asuma la presidencia de Estados Unidos. Lo más probable, empero, es que el embrollo se haga aún más espeso.