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Origen del resentimiento y la amargura en los populistas

Fue Nietzsche el primero en atraer la atención de los filósofos sobre el fenómeno del resentimiento y situarlo como punto de partida de la moral.

Para entender el origen del resentimiento, tenemos que comprender el dolor que causan las emociones tristes y el sufrimiento, esa realidad que escapa a las palabras pero que es una constante en los primeros años de vida de los seres humanos. Frente a esta constante, la persona se traumatiza y enferma.

El trauma produce una ruptura en el psiquismo; es decir, en el origen hay una herida, un golpe, una incapacidad inicial de cicatrización. La brecha no rellenada se mantendrá activa, a veces de manera aguda, a veces de forma crónica.

Existe un antes y un después del hecho traumático. El trauma se caracteriza por dejar “sin palabras” a quien lo sufre: un acto que desborda los recursos emocionales disponibles para enfrentarlo. Golpea el cuerpo, produciendo un cortocircuito de la palabra, y aparecen los síntomas.

El dolor sostenido durante mucho tiempo amarga, y la amargura persistente crea resentimiento.

Resentimiento y amargura parecieran caminar juntos. La amargura es un sentimiento mixto entre ira y frustración. La persona se enfoca negativamente en el mundo exterior y piensa que ha sido tratada injustamente. Por tanto, se siente ofendida, humillada e impotente.

Por consiguiente, se encierra en una ofensa porque se siente atacada por los otros.

Es una carga emocional que arrastra, como la melancolía, que no se supera por sí sola y, en ausencia de un tratamiento psicológico, se convierte en el primer paso hacia el terror.

La amargura suele llevar a las personas a un sufrimiento infinito, a caer en un abismo.

La amargura tiene el sabor de lo inevitable, de lo que ya no se puede cambiar: algo con lo que tenemos que vivir, que llena de frustración y no tiene remedio.

Para Nietzsche, la amargura se convierte en aridez; es la pérdida de una ilusión. El filósofo alemán Max Scheler afirmaba que el resentimiento surge en una democracia fallida, cuando no hay igualdad en la distribución de la riqueza, lo que origina un resentimiento colectivo.

De alguna manera, los seres humanos guardan resentimientos, pero no todos quedan atrapados en él.

Características de un resentido

El resentido es un ser débil y solitario, con un yo inexistente e infantil. Su inteligencia emocional es limitada, ya que le resulta difícil aceptar las singularidades del otro.

Tiene miedo de no ser, de “ser nada”, un sentimiento reforzado por la impotencia y la sensación de inferioridad.

Ese sentimiento lo corroe por dentro, y afloran envidia, celos y desprecio hacia los demás, y, finalmente, hacia sí mismo.

El resentido no admira a los demás porque siente que le arrebatan algo. Al no reconocer ningún valor fuera de sí mismo, odia la razón. Karl Popper lo describe como odio a la cultura.

El resentido es incapaz de ser autocrítico y carece de conciencia de lo que le ocurre. Se vuelve impermeable a su enfermedad, se victimiza y encuentra gozo en ello.

Las intenciones hostiles que caracterizan al resentido se manifiestan explícitamente en el uso soez del lenguaje. El resentimiento y el rencor se desbordan y se expresan mediante palabras que buscan ensuciar al otro.

Esta es su apuesta: usar el lenguaje no como un simple vehículo de verbalización de sentimientos o como un instrumento de comunicación, sino como un medio para atacar.

El resentido necesita golpear y, como no puede hacerlo físicamente, recurre al lenguaje. Insultar, vilipendiar, deslegitimar, difamar, calumniar e injuriar se convierten en formas de violencia para desafiar el orden establecido y romper los convencionalismos políticos de manera sonora.

El grito del resentido es brutal. No solo se ataca al otro, sino también al lenguaje mismo, a su capacidad de simbolizar y sublimar.

El lenguaje se convierte en el primer territorio donde el resentido expulsa su bilis para dañar a aquel que supone es la causa de su malestar.

Para satisfacerse, recurre a los llamados troles, quienes se organizan en grupos y ocasionan estragos mediante acoso selectivo.

Difaman con la finalidad de opacar aquello que juzgan demasiado luminoso. Así, canalizan el resentimiento colectivo y polarizan a la sociedad.

El lenguaje se pone al servicio de la desimbolización, dejando de ser un instrumento para el espíritu crítico y degradando la relación con los demás. En lugar de edificar la racionalidad pública, que es garante del Estado de derecho y de una sociedad humanista, el lenguaje se usa para destruirla.

Hoy, ese vómito de resentimiento es casi permanente en las redes sociales, donde el anonimato se ha convertido en una de las reglas que rigen estos espacios.

El objetivo es atacar, dar un golpe lo más violento posible y destruir la imagen del otro, porque, en la actualidad, esa imagen es consustancial con la identidad.

Es innegable que una de las debilidades de la sociedad moderna ha sido consolidar esta falla: permitir que la imagen sea más poderosa que los hechos.

melaguero@yahoo.com

Melania Agüero Echeverría es psicoanalista.

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