Tesoros
Recientemente se ha inaugurado en el Museo de Santa Cruz la exposición Tesoros , una cuidada selección de las obras que custodia esta institución toledana y que el visitante podrá admirar en sus salas temporales durante el tiempo que dure la intervención de refuerzo del forjado del crucero por parte del Ministerio de Cultura. Una nueva oportunidad para disfrutar y ponerle otros ojos a las piezas más destacadas de la colección del antiguo Hospital de Santa Cruz de Toledo. En esta ocasión sólo quiero hablar de una de ellas, su gema más brillante, pieza fundamental de esa corona en la que refulge la belleza de las obras de arte universales: la Inmaculada , pintada por El Greco para la capilla Oballe de la iglesia de San Vicente y considerada como una de sus últimas obras maestras. Ante una obra de arte, decía Schopenhauer , hay que comportarse como ante un príncipe: hay que dejar que ella hable primero. Olvidémonos por un momento de todas nuestras ideas preconcebidas acerca de la historia del arte y contemplemos estos ángeles llameantes que pinta El Greco. Sigan si pueden el impulso ascendente de estos seres etéreos. Con estos ángeles, a través de ellos, el tiempo se dilata y profundiza hasta alcanzar el volátil instante de la eternidad. Con ellos nos levantamos, nos elevamos del suelo para encontrarnos con el abismo, pues, como escribía Rilke, «desde lo alto, el abismo se apoya en ti»; con estos ángeles sonrientes bajamos, nos ahondamos, excavamos en la oscura y pesada tierra para reencontrarnos con el cielo. La luz es el lenguaje de los ángeles-puente, y traducir esta luz en color se ha convertido en la sagrada misión de El Greco . Porque estos pigmentos quieren ser como los ángeles, fibras de luz, partículas aéreas, vehículos transparentes, vínculos propiciatorios conductores de almas. Para la tradición estos aéreos seres son los animadores de los astros, comunicando desde las estrellas la potencia divina hasta los últimos peldaños de la Creación. Allá arriba, en la inmensa redondez de la bóveda celeste, «miríadas de miríadas» (Daniel 7, 10) de ángeles transmiten los dones del Ser. El Greco sabe que su número escapa a toda medida humana (las Escrituras hablan de «mil veces mil y diez mil veces mil») y que su forma es imponderable como criaturas fluidas que son. Al pintor le asombra el poder y la gracia de estas alas y sus violentos escorzos, alas que están hechas de luz en movimiento y que irrumpen oblicuamente en el lienzo, destinadas a iluminar no sólo la capilla de San Vicente sino también la ciudad y el orbe entero. Y advierte que las alas de estos gigantescos ángeles músicos son las del cisne, animal consagrado a Apolo, el dios de la música y la poesía. Siente que sin el vuelo de estos cisnes celestes la poesía perdería toda su fuerza e inspiración; esa inspiración que parece dictada desde arriba pero que encuentra su fuente en las voluptuosas aguas de la tierra, como el sensual ángel que acompaña a María, cuyos pies descansan sobre ramos de rosas y azucenas («rosas como párpados», escribe Rilke en su propio epitafio). El pintor, que eligió la ciudad de Toledo para vivir y, sobre todo, para morir, sabe que estos ángeles están íntimamente ligados al paisaje de Toledo, donde todo resplandece, como escribía el poeta praguense, con «la intensidad de una aparición». En la vieja ciudad castellana, donde la integración entre arquitectura y paisaje es completa, donde historia y naturaleza se compenetran a través del arte y el mito, encuentra El Greco los medios visuales para desarrollar su arte: para trasladarse de un plano a otro, de la visión a la idea o disegno interno , de la idea a la expresión y de ésta, otra vez, a la visión. El candiota, artista independiente y reflexivo, se identificó con la ciudad del Tajo, de manera no inmediata pero sí profunda. Toledo para el cretense era una ciudad lejana, una ciudad extraña y abstracta que, por ello mismo, podía convertirse en todas las ciudades: Toledo es Jerusalén y el Gólgota en sus crucifixiones; Egipto en el San José y el niño de la capilla homónima; Toledo es Troya en el extraordinario Laocoonte , o la ciudad italiana por la que discurre la vida de San Bernadino. Toledo acaba saliendo al encuentro de El Greco como la urbs metafísica y oracular, la ciudad-bisagra entre el cielo y la tierra. Es la ciudad que los ángeles músicos arrastran hacia las alturas en la Inmaculada de la capilla Oballe. Durante las cuatro semanas del frío mes de noviembre de 1912, el poeta Rainer Maria Rilke acudía todos los días a postrarse, en la iglesia desacralizada de San Vicente, a la sazón Museo Provincial, ante este lienzo milagroso, que para él siempre fue una Asunción sin apóstoles, «a la que ‒como escribe a Leo von König‒ vuelvo siempre, y que ha sido desde entonces, y cada vez más, mi último recuerdo de la ciudad». Y mientras el ángel se alarga y expande en todas las direcciones de su existencia sobreabundante, nosotros, desde nuestro aquí y nuestro ahora, también tenemos que volver a esta parte de la realidad iluminada sólo por el tiempo, a nuestra prosaica y angosta parcela del mundo. Seguramente para muchos de nosotros, el último recuerdo de la visita a esta magnífica exposición que se acaba de inaugurar en el Museo de Santa Cruz sea para estos ángeles agitados que pintó El Greco, ardientes en su bella y terrible transparencia.