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La caída de un tirano es siempre una buena noticia

Almudena Ariza ha contado la alegría del pueblo por el final de la tiranía de los Asad, la liberación de los presos políticos en lugares tan siniestros como el matadero de Sednaya, el regreso de los exiliados desde Líbano y Turquía, todo lo positivo, todo lo exaltante, todo lo gozoso que hay en el final de una dictadura

Percibo en el periodismo contemporáneo cierta incapacidad para celebrar las buenas noticias, para saborearlas con su público, aunque solo sea por un día, por unos cuantos días. Se produce una novedad sorpresiva y regocijante como la caída del tirano Bashar Al Asad y nuestro periodismo titula de inmediato con los muchos riesgos que acarrea este hecho, con las graves incertidumbres que pesan sobre Siria, con el recuento de los malvados locales, regionales e internacionales que pueden sacar tajada del asunto. Pues bien, yo no tengo el menor empacho en decir que me ha alegrado la caída del autócrata sirio. Tuve que sufrir el ominoso régimen del clan Asad en mis viajes profesionales a Damasco, con el indisimulado acoso de los mujabarats, y en mis años en Beirut, cuando la sombra amenazante de Damasco se añadía a los peligros de la ciudad.

Así que me ha gustado la cobertura para RTVE del final del régimen sirio realizada por Almudena Ariza. Sobre el terreno, no desde un despacho madrileño, Ariza ha contado la alegría del pueblo por el final de la tiranía de los Asad, la liberación de los presos políticos en lugares tan siniestros como el matadero de Sednaya, el regreso de los exiliados desde Líbano y Turquía, todo lo positivo, todo lo exaltante, todo lo gozoso que hay en el final de una dictadura hereditaria de más de medio siglo de duración. Sí, compañeros, esto también son hechos noticiables.

Comparto asimismo la visión expresada por Juan Carlos Sanz en El País: la huida de Bashar Al Asad es el punto final de la Primavera Árabe, una conclusión retrasada una década. Tras el derrocamiento del tunecino Ben Alí, el egipcio Mubarak, el yemení Saleh y el libio Gadafi por protestas democráticas callejeras, el sirio Bashar Al Asad se situó en el punto de mira de esa especie de revolución de 1848 del mundo árabe. Pero Asad reprimió a sangre y fuego las iniciales manifestaciones pacíficas de sus jóvenes y ello abrió la puerta a la oposición armada de islamistas y yihadistas, y a una feroz, larga y confusa guerra civil con la intervención de agentes exteriores como Irán, Turquía, Rusia, Hezbolá, Israel, Estados Unidos y el Sursuncorda. Últimamente se daba por hecho que Asad había logrado escapar a la tormenta y moriría en el poder como su padre Hafez, pero no ha sido así, ya lo ven. Nada está escrito en las estrellas.

El 8 de mayo de 1945, los países aliados celebraron el Día de la Victoria sobre las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial. Si repasan los periódicos del momento, verán que sus portadas reproducían fotos de ciudadanos abrazándose y besándose con jolgorio en las calles de Nueva York, Londres y París. Y comprobarán que los titulares eran igualmente felices, el periodismo de entonces no tenía complejos a la hora de alegrarse. Sin embargo, el de hoy, obsesionado por las predicciones agoreras, ese mismo día hubiera subrayado las amenazas que se cernían sobre la humanidad tras la ejecución de Mussolini y el suicidio de Hitler: la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, las terribles armas de destrucción masiva, el extraordinario coste de la reconstrucción… Cualquier cosa menos la alegría.

Alguien tiene que decirlo: la desaparición de un déspota siempre es una buena noticia, aunque abra un período de incertidumbre. En lo imprevisible siempre hay más razones para la esperanza que en la certeza de la cárcel o el cementerio. Y no importa demasiado la causa de esa buena noticia. Yo no hubiera lamentado que la dictadura de Franco se hubiera acortado unos cuantos años por el desplome de un meteorito sobre el palacio de El Pardo, disculpen la franqueza.

Pero en mi oficio se ha generalizado la idea de que solo las malas noticias son reseñables. Lamento que el periodismo esté contribuyendo con su pesimismo y su milenarismo apocalíptico al malestar de nuestro tiempo, que ya tiene bastantes ansiedades reales como para añadirles otras futuribles o imaginarias. El periodismo que me gusta es el luminoso, no el oscuro. El que arroja luz sobre los sombríos rincones de las desigualdades, las corrupciones y los atropellos, sí, pero también sobre los posibles caminos a tomar para salir de la cueva.

Y cuando el periodismo se dice progresista y parece lamentar la desaparición de personajes como Bashar Al Asad, no puedo sino enfadarme. Lo ha escrito aquí mismo Alberto Garzón: “Lo más absurdo e hiriente es ver a gente que defiende los más profundos y bellos ideales incluso en sus asambleas de vecinos envuelta de repente en la justificación de la tortura y encarcelación de sus pares a miles de kilómetros de casa”. Estoy muy de acuerdo: es repugnante que, desde la izquierda, se apoye a personajes como Asad o Putin tan solo porque se enfrenten a Estados Unidos. La izquierda no está obligada a escoger entre Putin y Trump, Asad y Netanyahu, Daniel Ortega y Javier Milei. La izquierda está contra todos ellos. La izquierda de Mandela, Lula da Silva o José Mujica está a favor de la libertad, la igualdad y la fraternidad para todos y en todas partes.

Cuánto hay de eurocentrismo en aquellos supuestamente progresistas que aceptan la existencia de dictaduras en países árabes, latinoamericanos y africanos siempre y cuando su retórica sea antiimperialista. Eso son meras masturbaciones geopolíticas. No, la izquierda verdadera siempre estará con los demócratas de todos y cada uno de los continentes. Compartiendo el júbilo de esos damascenos que, en los reportajes de Almudena Ariza, celebraban la huida del monstruo.

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