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La última humillación

La presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Norma Piña, rindió hace unos días el que fue y quedará para la historia como el último informe de una ministra presidenta independiente.

Lo que vendrá a partir de septiembre del 2025, lo sabemos, es una Corte sometida al poder gobernante de Morena, a la presidenta de la República y al Congreso.

La última humillación, acorde a la mezquindad política de su reforma y la destrucción institucional del Poder Judicial, fue no atender a este informe final de Norma Piña.

La venganza está cumplida. López Obrador una vez más impuso su voluntad sobre un país que destruye lo que edificó para fortalecer una democracia en proceso de consolidación.

Vergonzosa la actitud de Sheinbaum al negarle el mínimo respeto a una servidora pública ejemplar. El pecado de Norma Piña también quedará para la historia: un minúsculo desdén a López Obrador en las formas. Pero en el fondo, dos fallos contrarios a su voluntad y su designio. El traspaso de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, porque violaba aquella Constitución que ya modificaron y destrozaron a su antojo. Y otro más que pretendía someter al INE.

La Corte de Piña cumplió con su papel y su deber constitucional. Defendió la Carta Magna por encima de los vaivenes y los caprichos políticos, como corresponde a los auténticos ministros, magistrados y jueces.

Hoy algunos críticos apresurados señalan que le faltó oficio político para navegar las aguas del morenismo. Sentarse a “pactar” con el poder para evitar el tsunami que los arrasó.

Me niego a aceptarlo. Los jueces y los ministros, parte del problema de fondo, no están para otorgar las complacencias a los poderosos, gobernadores, alcaldes o miembros del gobierno federal.

Los representantes del Poder Judicial están para defender la ley por encima de cualquier partido y cualquier candidato, evitar la presión de los funcionarios, rechazar la amenaza de los congresistas.

El bloque de resistencia en la Corte aguantó hasta el final, hasta que uno se dobló por causas aún desconocidas.

La reforma fue aprobada; el último bastión para declararla inconstitucional —que lo era porque violaba lo que dice nuestra Constitución— se agachó penosamente para dar paso al más grande retroceso democrático en 100 años.

Sheinbaum —que la historia lo registre— lo permitió, respaldó y apoyó hasta el final, para cumplirle al caudillo en un acto de abyección histórica.

Los nuevos presidentes deben corregir los errores de los anteriores. Marcar nuevos rumbos, evitar las pifias que por campañas o excesos se hayan cometido.

Aquí no sucede. Estamos en la continuidad automática de todos los descalabros heredados por López Obrador.

Ahora tendremos, en una elección imposible, jueces y magistrados electos por el voto popular, ese voto ignorante y desconocedor de las leyes. Ellos, los morenistas y la propia presidenta, a eso le llaman democracia. Es falso. Manipular el voto con programas sociales y promesas incumplidas no es una verdadera democracia. Conducir la voluntad popular a ejercer un derecho electoral para construir una judicatura a modo, controlada por el partido, postulada por el mismo movimiento político que gobierna, no es democracia.

No se engañe, señora presidenta, tan temprano y tan errática reforma provocará daños enormes.

Se irán los ministros con la frente en alto por defender el marco de derecho.

Quedarán las tres esbirras del poder (Batres, Esquivel y Ortiz), prestas y listas para rendirse ante el proyecto político dominante, no a cumplir a cabalidad la defensa de la Constitución, que por cierto se ha pisoteado, manoseado y corregido, vamos, descompuesto hasta la ignominia en estos meses del segundo piso.

La Constitución se convirtió en el manual programático de Morena, no en el marco jurídico que otorga derechos y garantías a los mexicanos.

Todos son cómplices. Los que impulsan cambios arrebatados y contradictorios, como hemos visto en tiempos recientes, y la señora que gobierna en Palacio, porque permite el cochinero y la mezquindad legislativa.

El ministro traidor (Pérez Dayán) quedará también para la historia, porque salvó el pellejo de las amenazas del poder, pero se rindió ante la vergüenza de la destrucción.

Adiós Corte —con el probable prestigio que le quedaba—; adiós jueces y magistrados —los honestos y los corruptos; hay de todo— y llegarán los improvisados para aplaudir al partido en el poder, como en Venezuela, en Cuba o en China.

Se acabó la autonomía judicial, y también con la carrera judicial, incluso afirman algunos litigantes de prosapia, con la profesión.

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