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El poeta, el escultor y la lluvia: Memorias de la amistad eterna de Jorge Debravo y Néstor Zeledón

Son muchas las anécdotas que podemos narrar de amigos entrañables, así que esta vez hemos escogido la cercana amistad de un poeta y un escultor, así como la solidaridad que hubo entre ellos, para contar algunos de esos relatos que pondrán un poco de sal y pimienta a la historiografía del arte costarricense.

A principios de la década de los años 60, el joven escultor Néstor Zeledón tuvo la idea de hacer un Vía Crucis expresado únicamente en el lenguaje de las manos, que ha sido para él un elemento expresivo como ninguno. Por suerte, como él mismo nos lo narra, se encontró con unos sacerdotes y comenzó el trabajo en el seminario en construcción de los padres franciscanos en Taras de Cartago. Como nos cuenta una nota del Diario de Costa Rica, en marzo de 1963, Néstor ya había hecho la primera escultura de las manos del Vía Crucis y éste planeaba hacer las estaciones completas rodeando la montaña en el jardín del convento. Recordando esa época, el escultor nos explica que “era una sensación bellísima hacer arte para las nubes y para el viento”, sin embargo, también se queja de que solamente una de esas esculturas que planeó para el Vía Crucis se realizó por motivos presupuestarios.

He aquí mi mano es un poema que Jorge Debravo escribiera a la luz de la fascinante fuerza creadora que le inspirara su amigo de generación, el escultor Néstor Zeledón, cuando estaba realizando precisamente la talla de las manos de la que hablábamos en el párrafo anterior. Este documento escrito en una vieja máquina de escribir y con algunas correcciones, se lo entrega a Néstor, el cual lo guarda entre sus recuerdos más íntimos.

“He aquí mi mano

He aquí mi mano, amigos, padeciendo

rasgaduras de parto,

reconociéndose a sí misma para sacar la luz

como un raigón dorado.

Esta cruel nervadura que le veis

es un diario trabajo,

el movimiento, el grito, la batalla…

mi mano, toda ella, está llena de pasos.

Vedla aquí, esclavizándose a su amor,

saliendo de mi vieja contextura de mano,

soltándose del polvo y de la muerte,

desvistiéndose el barro.

Vedla aquí, hermanos míos, devorada

por millones de manos,

sacando la esperanza como un rifle,

chorreando furia de sus dedos mansos,

desgajando los huesos de los dioses,

dirigiendo comandos libertarios,

para arrojar el oro, anunciando su piel

sacando gajos de su propia mano,

golpeando los nervios que la amarran,

rompiendo los sobornos que la habían sepultado.

Por amor a vosotros está ardiendo

sudando y trabajando,

haciéndose de piedra,

de batalla y de canto,

elevándose abierta y guerrillera

como si estuviera esperando.

He aquí mi mano libre,

rompiendo el viejo corazón esclavo,

he aquí mi mano dulce, poderosa,

doliendo como un ojo, sollozando

en las fraguas del grito, desgarrado

nuestras antiguas, esclavizadas manos”.

Voy a hacer una digresión. Debido a un mal entendido con respecto a este poema inédito, que Jorge Debravo le dedicó a Néstor Zeledón, y el cual había atesorado por tres décadas, debemos dar su versión de los hechos: Cuenta Néstor, indignado, que el Día Nacional de la Poesía de 1993 y, precisamente, cuando se conmemoraba el aniversario del poeta, que él trajo al acto el poema inédito que Debravo le había dedicado y tenía guardado con mucho celo. En ese momento, José León Sánchez se lo pidió para verlo y sin una razón explicable se adelanta al escenario y anuncia que él tenía guardado ese poema y que se lo va a entregar a Néstor como un gesto de amistad. El escultor se quedó mudo de cólera y cuenta la anécdota con mucho malestar, ya que era un recuerdo de su amigo poeta que siempre tuvo consigo.

Vuelvo a retomar el hilo. Cuando ya habían pasado cuatro años desde que Néstor acometió el proyecto del Vía Crucis y también acababa de terminar el enorme Monumento de Plaza Víquez, su amigo, el poeta Debravo, escribe una carta en nombre de Asociación de Autores de Costa Rica al presidente José Joaquín Trejos Fernández, para solicitarle la restitución de Néstor en su puesto de maestro de obras del Ministerio de Transportes, con el fin de que pueda continuar haciendo el Monumento al Trabajador de caminos, que el anterior Gobierno le había encargado realizar y, muy lamentablemente, no se llegó a efectuar por miopía institucional.

“Señor Presidente, la Asociación de Autores Costarricenses ha considerado este caso de suma gravedad para el porvenir artístico de este país, pues se ha dejado una obra de valor sin terminar, se ha despedido a un artista de su trabajo…” , decía Debravo en esa misiva escrita en 1967, sin embargo, no habría contestación para la misma, ni voluntad política para realizar dicho monumento.

Debo decir que unos meses antes de que Debravo escribiera esa carta, cuando Zeledón estaba por terminar el Monumento a Cleto González Víquez y debido a la presión a la que somete su cuerpo, sufre una ruptura en la muñeca y queda inhabilitado para trabajar la talla en piedra. Es por esa razón, que el artista busca otra técnica que le exija menos esfuerzo de su mano y a su vez poder seguir expresándose estéticamente. Entonces empieza a investigar sobre ensamble y soldadura en metal. De ahí en adelante realiza varias obras de este tipo, como la llamada Mundo, hombre, caída. Precisamente, Jorge Debravo se entusiasma con el contenido de esta escultura y, en dos días, el 19 y 20 de julio, hace un poema que titula En este territorio. Según Néstor Zeledón, quien guarda estas estrofas con mucho cariño, éste fue el último poema que hizo en su vida Debravo y añade que también es el más largo de su producción. Vamos a citar algunos ciclos de los trece que se compone el mismo:

(II) “De un hierro de dolor nacemos todos.

Con un hierro en la entraña maduramos.

Creemos ser un árbol y no somos

sino el hacha y la herida derribándolo”.

(XIII) “… ¿qué trabajo podrá justificarnos?

Por nosotros,

Por ellos,

Tenemos que volar, yo no sé cómo

Con todos estos muertos”.

Al morir su amigo Jorge Debravo, Néstor realiza otra escultura, esta vez en piedra, para marcar la tumba del poeta y así sellar lo que será una amistad de estos amigos entrañables para y por siempre.

Mucho tiempo después, cuando ya habían pasado 21 años del deceso de Debravo, cuando ya habían pasado 21 años desde que el poeta escribiera este poema que por así decirlo era premonitorio; ahora es Néstor el que a su vez escribe un hermoso y crudo relato que le es publicado en Áncora, de La Nación, en el que el escultor se luce como un muy agudo y ameno narrador, pero también grabador.

“Los cielos se abrieron. Hacía mucho tiempo que no se desataba un aguacero de tanta magnitud. Empezaba a oscurecer y lo que un principio era un gran gentío llegado de todas partes, como nunca se había visto en un entierro, empezó a desperdigarse; unos se refugiaban en los aleros, otros en las casas y los demás en las cantinas y pulperías que se encontraban en el camino hacia el cementerio.

Aquella abigarrada multitud de la que aún hoy queda recuerdo en Turrialba, llegó apresurada de todos los rincones del cantón y del Valle Central, estaba formada por gentes de diversas clases: campesinos, obreros, condiscípulos, escolares, vecinos del pueblo, poetas, escritores, artistas, jóvenes y viejos, consagrados y promesas, admiradores todos ellos y amigos, además, del muerto.

La noticia del desgraciado accidente que segó la vida del poeta más talentoso y polémico del país conmovió y reunió, bajo una sola consigna, a los intelectuales que, si bien pugnaban como siempre de manera acre entre sí, estaban de acuerdo todos en reconocer su enorme valía y querían rendirle un último tributo acompañándole en su viaje postrero.

Dos o tres cuadras de gente embargada de desconsuelo comentaba la confluencia de oscuros designios que lo acompañaron hasta después de su muerte.

Los problemas habían empezado ya delante de la puerta de la iglesia, donde el cura párroco, con los brazos extendidos en cruz, gritaba desaforado: ¡Ese hombre no entra en este sagrado recinto porque le ha hecho mucho daño a nuestra santa madre iglesia!

En ese momento me entraron como saetas los recuerdos de las noches en que él, imbuido de un profundo amor por el ser humano y su destino, escribió: “Dios no quiere rodillas humilladas en los templos…” y ese maravilloso poema, según el cura, era una ofensa a la religión.

Hubo confusión, ruegos, súplicas, discusión de parte de los familiares y amigos, llanto, consternación, pero nada ablandó al cruzado, al adalid de la fe que, convertido en juez supremo, le otorgaba, según su inteligencia, una sentencia funesta entre las categorías del más allá.

La nutrida comitiva tuvo que dar marcha atrás y cargar con una desazón más en su camino al cementerio.

Después se desató el aguacero, un diluvio turrialbeño.

En un primer momento, el grupo se mantuvo solidariamente unido, luego una pareja, más adelante otro, después tres, y luego no hubo contención, el aguacero y la gente se desbordaron en todas direcciones.

Todo tiene un límite, la admiración por el difunto era grande, pero el agua copiosa y tenaz ablanda los más sólidos principios. Al final sólo quedaron unos cuantos familiares muy cercanos y cuatro abnegados amigos que lo cargaron en esa noche cerrada hasta la tumba.

El ataúd se tornó pesado e insoportable, y cuando al fin llegamos a la fosa nos encontramos con que sobre el cúmulo de tierra había cuatro palas clavadas y un rollo de mecate, pero no los enterradores; los buscamos, pero fue en vano. En vista de ese problema decidimos enterrarlo nosotros. Recuerdo que la tierra, removida esa misma tarde y por motivo del aguacero, se había convertido en un lodazal en el que nos hundíamos hasta las rodillas. Con los mecates bajamos el ataúd, pero éste no llegó al fondo porque se quedó flotando en el agua que allí se había empozado; aun así empezamos a cubrirlo con el barro hasta que fue quedando poco a poco sepultado.

Cuánta pena y zozobra me embarga cuando pienso en aquel triste momento. Recuerdo muy vívidamente la mezcla de sentimientos que se agitaron en mí. Tirábamos desesperada y rabiosamente paladas de barro al hueco, llenos de una incontenible ira por los acontecimientos de la tarde.

Los cuatro enterradores fuimos Laureano Albán, Alfonso Chase, José León Sánchez y yo.

Al final, y como despedida, uno de los compañeros, bajo un paraguas y alumbrándose con un encendedor de cigarrillos, hizo una breve alocución y declamó un poema de Jorge Debravo.

Después, cada quien siguió su propio camino”.

Santo Tomás de Santo Domingo. Heredia, 19 de noviembre de 1987″.

(Zeledón, 1988).

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