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La vuelta al mundo de Ciro Alegría

Por: Eduardo González Vlaña

El muchacho quería escribir una novela y había llevado consigo —bien enrollados— el paisaje, así como los meses y los años que la acción iba a durar. En una alforja aparte, transportaba la lluvia, los balazos, la crueldad, el amor y la pelea. Y, por fin, iban en otra talega los personajes que se darían el trabajo de vivir y morir, hablar y callar, entreverarse y habitar allí.

Se dio cuenta de que, para construir la trama, solo le faltaba mover, en medio de las sombras, la mano protectora de Dios o hacer que se escuchara el conjuro destructor de un ángel malvado que desordenara el mundo o lo echara a volar en el negro vacío.

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¡Desgracia!

Con esa palabra, inició el libro. ¿Tendrían, este día, el dinero suficiente para hacer la compra del mercado? Claro que sí, porque algunos amigos suyos se habían puesto de acuerdo en enviarles una cantidad que los ayudara a sobrevivir mientras él terminaba de escribir El mundo es ancho y ajeno.

Ocurre que La serpiente de oro, su primer libro, había obtenido el premio del concurso de novela convocado por la editorial Nascimento en 1935. Después, en 1939, Los perros hambrientos lo habían hecho merecedor del segundo premio en el concurso convocado por Zig-Zag. Ahora, venía el certamen latinoamericano de novela, convocado en los Estados Unidos por la editorial Farrar & Rinehart y auspiciado por la Unión Panamericana. Si lo ganaba, el texto sería leído en todo el continente y luego en la vastedad del mundo.

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Tenía que terminarla el 31 de octubre, día en que se vencía el plazo del concurso. Ciro Alegría culminó la tarea cuando comenzaba ese día a las 3 a.m.

De acuerdo con las normas establecidas por los organizadores, cada autor representaría a un país. Debido a las influencias políticas, el Perú no estuvo representado por Ciro Alegría ni por José María Arguedas —uno y otros exprisioneros políticos— sino por un contemporáneo de ellos que casi inmediatamente después desapareció de la historia de la literatura. Ciro Alegría pudo participar en el concurso, pero representando a Chile por gentileza de las organizaciones de escritores de ese país.

¡Desgracia!

No podía quedarse sentado porque luego de escribir la palabra inicial, el creador es responsable de todo lo que va a venir después.

Escribió entonces:

“Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella”.

El mundo… iba a ser su tercera novela, y por cierto la más completa. Las dos primeras habían significado la construcción de un río y la maldición de la sequía y el hambre, pero El mundo… tenía que retratar no solo la desgracia de un pueblo y su condena a deambular por la tierra durante más de cuarenta años, sino también su rebelión y su destino.

Frente a jueces vendidos y a gendarmes armados para hacer prevalecer al hacendado, la gente de la comunidad de Rumi iba a perderlo todo.

No era poca cosa ser desposeídos de su nación y de su historia, de sus hazañas y de sus abuelos. Los desposeídos por don Álvaro Amenábar tenían que haber sentido la cercanía del diablo y luego haber llorado a gritos mientras sus voces y sus lágrimas y sus miradas en el desconcierto harían temblar el universo.

Era la gesta de un mundo en el que sonaba la campanada del éxodo. Esta vez no bastaba partir al océano en dos y abrirse el paso con un bastón poderoso. Ahora había que caminar también por los infiernos.

La Remington se detuvo y apareció el rostro bello de su compañera, quien le preguntaba qué era lo que venía después, y abría la ventana para que ingresaran los aires azules y las golondrinas locas de Santiago de Chile. Había empezado el otoño de 1941.

*Escritor. Autor de El poder de la ilusión, sus memorias.

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