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Los tiempos de las víctimas, por Pedro Salinas

“Pueden usar esta reunión conmigo y digan que apoyo plenamente a la Misión Scicluna-Bertomeu, y que no los apoyo a ellos (los sodálites)”, sentenció el papa Francisco el pasado 9 de diciembre, al día siguiente del 53.º aniversario del Sodalitium Christianae Vitae (SCV).

Nos lo dijo a Elise Allen, periodista del portal norteamericano Crux, a Paola Ugaz y a mí. Esa fue la frase que quedó adherida en nuestras cabezas, como una grapa.

El día ulterior en el Vaticano no fue menos importante para nosotros. Tuvimos una reunión con sor Simona Brambilla. Para más señas, Brambilla es italiana y fue la superiora general de las Misioneras de la Consolata. Enfermera y psicóloga de profesión, es la primera mujer que asume la gestión del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el ministerio vaticano del que depende el Sodalicio.

Nos recibió en sus oficinas al exsodálite Renzo Orbegozo, a Elise y a Pao, y nos acompañó el nuevo blanco del Sodalitium más rastrero y ponzoñoso: monseñor Jordi Bertomeu. Un dato no menos revelador en esta parte de la historia es que sor Simona fue quien reemplazó al franciscano español José Rodríguez Carballo, “promovido y removido” como repercusión del trabajo de la Misión Papal.

José Rodríguez Carballo fue el cómplice más resolutivo que tuvo el Sodalitium en su peor crisis. Lejos de mantenerse ocioso, Carballo fue quien exudó una teatralidad desmesurada con investigaciones truchas y malhechas. Fue quien designó al patético obispo de Chota, Fortunato Pablo Ursey, “el visitador” que advirtió que no iba a investigar, sino a “tomar lonchecito” con los sodálites. Fue quien designó al entonces arzobispo de Indianápolis Joseph Tobin como acompañante del gobierno de Sandro Moroni, para no exhibir ningún resultado. Fue quien designó como “comisario” al encubridor profesional Noel Antonio Londoño Buitrago. Y en ese plan.

Ninguno de “los hombres de Carballo”, que formó parte de esta gran sinfonía de embustes, encontró nada. Algo totalmente incomprensible, si me preguntan. Pero claro. Cuando un grupo de sujetos estrafalarios conspira para fraguar un encubrimiento, obviamente es porque había mucho que encubrir. Y el mecanismo vaticano de toda la vida, ajustado como un reloj, funcionó nuevamente. Y con eficacia.

Tan grosera fue la cosa que, al salir de la ecuación “el Gallese” del Sodalicio en la aldea vaticana, el franciscano con vocación de arquero para tapar los penales contra la fundación de Figari, todo comenzó a fluir como el agua. Gracias a sor Simona Brambilla.

Su empatía con nosotros, su transparencia como un cristal y su capacidad para resolver problemas sin decir mucho, fue tal, que el lenguaje habitual de la curia, que consiste en dominar la técnica de la supervivencia con lenguaje melifluo y diplomático (como, por ejemplo, el apocado y cobarde comunicado reciente de la Conferencia Episcopal Peruana), fue eliminado de un plumazo hacia el final de la reunión, y nos dejó la sensación de que con ella se reabría la esperanza de devolverles a las víctimas y sobrevivientes de la denominada “familia sodálite” algo de justicia y verdad.

Nítidamente, sor Simona parecía estar muy distante de los entresijos y maquinaciones que se urden en la curia vaticana y a los que están acostumbrados a tratar los encumbrados capitostes del Sodalicio.

A todos nos quedó la sensación de que estábamos, por fin, frente a alguien que no iba a vacilar al momento de ejercer su autoridad contra los perpetradores de los abusos más disímiles durante medio siglo de existencia.

Y si a alguien le queda alguna duda de esto, pues échenle una mirada al corajudo artículo-testimonio de monseñor Kay Schmalhausen, el otro obispo del Sodalicio, en Religión Digital (17/12/24). Ese texto no solo revela que todo, absolutamente todo lo que se ha denunciado en estos años por víctimas y sobrevivientes, es cierto, sino que la urticaria de la Iglesia católica a la transparencia y la rendición de cuentas es lo que impide hasta ahora que la verdad y la justicia encuentren un cauce en la carcasa eclesial.

Probablemente, sea el testimonio que faltaba para culminar esta historia. Hackeo de las comunicaciones. Campañas de descrédito a mansalva. El uso del dinero para lograr cualquier propósito y movilizar voluntades. Y abusos de todo tipo y por doquier, perpetrados con absoluta impunidad.

Soy agnóstico, gracias al Sodalicio. Lo he dicho miles de veces, porque es la pura verdad. No obstante, testimonios como el de Kay Schmalhausen, Simona Brambilla, Jordi Bertomeu, Lucía Caram (silenciosa en esta historia, pero siempre pendiente de que el caso Sodalicio termine satisfactoriamente), y tantas otras personas que pertenecen a la Iglesia católica, me han hecho notar que una cosa es el estilo curial, exageradamente meloso y hueco y falso, como el del actual presidente de los obispos peruanos, y otro, muy distinto, el de aquellos que forman parte de la misma institución, pero se deben a una única misión: la de recordar a Cristo y su mensaje.

Es una lástima nomás que estos últimos sean una minoría ínfima y que, en el corazón del catolicismo, lo que más abunde sea el cinismo y la doblez.

Los abusos de organizaciones sectarias y mafiosas, como el Sodalicio, no son hechos imprudentes que repercuten negativamente en la reputación de la Iglesia católica, si acaso llegan al conocimiento del público por culpa de la prensa, y, en consecuencia, hay que minimizarlos. No. Son delitos. Son crímenes. Son perversiones que no pueden tener cabida ni ser toleradas por ninguna sociedad democrática.

En consecuencia, que la Iglesia católica los apañe o se desentienda de ellos desafía toda comprensión, sobre todo si esta predica valores morales.

En fin. Veamos si lo que dice el papa es cierto y acaba esto bien, como prometió. Pero como le dijimos Renzo Orbegozo y este escriba a sor Simona: los tiempos de la Iglesia no son los tiempos de las víctimas, por lo que, si van a dejar con vida o van a cerrar al Sodalicio, defínanlo ya. Y eso significa ahora. Antes de que termine este año.

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