Navidad: despertar de lo humano
«Despierta, oh hombre, por ti Dios se ha hecho hombre!». La esencia de la Navidad parece consistir, según esta frase de san Agustín, en mantenerse en vela. Un antiguo villancico del cancionero de Upsala recita: «No la debemos dormir, la noche santa, no la debemos dormir». Para anunciar el nacimiento de Cristo fueron elegidos los pastores y los magos. Pobres unos, ricos otros; unos cerca, otros lejos; a ambos les une un atributo: velaban. Si los ángeles se aparecieron a quienes guardaban vela, es porque venía aquel que quería despertar al hombre. «¡Despierta, oh hombre!». ¿Está aquí la esencia de la Navidad ? ¿Y de qué vela se trata? Vivimos hoy tiempos distraídos. Si el Verbo se hubiera encarnado en el siglo XXI los pastores, absortos en sus redes sociales, tal vez no hubieran atendido a los ángeles. Y a los magos, acaso explorando su 'app' de estrellas consabidas, se les habría escapado el peregrino astro. La inteligencia o lenguaje artificial, que vemos desarrollarse con potencia, parece justificar esta distracción. Si el coche conduce solo, ya no hace falta prestar atención. Ahora bien, este mismo desarrollo técnico puede ser ocasión para descubrir desde otro ángulo lo específicamente humano: vigilar la llegada de lo impredecible, que escapa a la máquina, para responder a ello. Esta vigilancia ante lo no previsto se intensifica en el creyente. Podría pensarse que este queda al resguardo de riesgos, pues tiene una roca en la que anclarse cuando todo quiebra. Pero, desde otro punto de vista, la fe en un Dios personal y creador del mundo rompe la seguridad que nos dan las leyes de la naturaleza, inexorables para muchos no creyentes. Al hombre de fe no le bastan estas leyes para estar seguro, por ejemplo, de que mañana amanecerá, pues el amanecer pende de la libertad personal de Dios. Dios es un factor sorpresa radical en el cálculo del futuro. Con Él se amplía el horizonte de expectativas. La Navidad manifiesta hasta qué punto Dios ha elevado al máximo este factor sorpresa, al implicarse personalmente en el entramado de la historia. Si la Palabra que estableció el orden del mundo entra en el mundo para conversar con los hombres, entonces todo se hace posible para el hombre y para el mundo donde el hombre habita. Y la vigilancia pasa a ser virtud cristiana clave, como enseñó el sabio teólogo dominico Servais Pinckaers y como intuyó Antonio Machado: «¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?/ ¿Amor, verdad, caridad?/ Todas tus palabras fueron/ una palabra: Velad». Para entender el sentido de esta vela nos preguntamos: ¿a qué despierta el hombre cuando Dios se hace hombre? Despierta, primero, a los horizontes de plenitud que la Navidad despliega para lo humano. El cristianismo ha hecho vigente una imagen alta del hombre y de su vocación y destino. La vida humana vale tanto que Dios mismo ha querido vivirla. Y podemos parafrasear a Agustín: despierta a la dignidad de tu cuerpo, oh hombre, pues por ti Dios ha asumido un cuerpo. Y ha agradecido al Padre por ese cuerpo, y ha vivido ese cuerpo como lugar de comunión con los hombres. Despierta a tu trabajo, oh hombre, pues Dios ha trabajado con manos humanas para que el mundo reflejara la gloria de su Artífice. Despierta, oh, hombre, al buen comer, pues por ti Dios ha celebrado banquetes. Despierta a un dolor fecundo, oh, hombre, pues Dios por ti ha asumido el dolor y lo ha llenado de semillas. Pero, ¿cómo puede el hombre apropiarse de esta vida grande que ha vivido Dios hecho hombre? Al hacerse el Hijo de Dios hermano nuestro, ha hecho revivir la comunión entre los hombres, y así Él puede comunicarnos su plenitud. Por eso en Navidad, en segundo lugar, el hombre despierta a la grandeza de una vida juntos. En medio de la epidemia de soledad que vivimos, la Navidad nos despierta porque nos introduce en el mundo común de los que velan, mientras los que duermen y sueñan habitan su propio mundo aislado, como decía Heráclito. Así prosigue nuestra paráfrasis de Agustín: ¡despierta, oh, hermano, y descubre la dignidad de tu hermano pobre, pues Dios se ha hecho pobre por ti! ¡Y despierta, oh pobre, pues Cristo está también en quien atiende tu dolor, para que en su ayuda descubras un camino hacia la fuente de todo bien! Esto nos lleva a un tercer paso del despertar del hombre. Pues, aun despiertos los unos a los otros, pudiera ocurrir que nos durmiéramos juntos. Duerme hoy la familia, que trata de definirse desde las emociones privadas, incapaces de mantener alianzas en el tiempo ni de dar sentido a la generación de los hijos. Y duerme la sociedad, donde la crisis de la política es una crisis del bien común, es decir, de ese bien que nos une hondamente porque viene de más arriba y nos lleva más lejos. Ante esto, la Navidad despierta también nuestras comunidades. ¡Despierta, familia, por ti Dios ha entrado en una familia! Y así ha mostrado la fecundidad asombrosa del plan del Creador, cuando los formó hombre y mujer. ¡Despierta, ciudad de los hombres, y reconoce un fundamento más hondo y una meta más alta! Pues por ti Dios se ha hecho ciudadano del mundo, para hacernos ciudadanos del cielo. Y esta exclamación se dirige también a la Iglesia, para que, ante el jubileo que empieza, no olvide cuál es su fuente y su destino: ¡Despierta, Esposa, por ti Dios se ha hecho tu Esposo! Junto al «despierta, oh, hombre» de san Agustín, la Navidad permite imaginar un «despierta, ¡oh Dios!». Es un grito que encontramos en la Biblia: Israel urge a Dios, que parece dormido, a intervenir y salvarle del peligro. La razón del sueño de Dios puede ser su aburrimiento. Dios se distrae de lo humano porque el hombre es demasiado predecible en sus traiciones a la alianza. Muchos eventos de hoy parecen invitarnos a desesperar, de una vez por todas, de los hijos de Adán, dando por supuesta la banalidad de ellos. La Navidad nos recuerda que el Hijo de Dios se hizo hombre y ha abierto a lo humano rutas insospechadas hacia Dios, reavivando la esperanza en la plenitud de que es capaz el hombre. En Cristo, el hombre vuelve a ser interesante para Dios. Desde la Nochebuena Dios vigila, atento a los nuevos caminos que empiezan para el hombre en Belén. Quienes celebramos la Navidad participamos de esta vigilancia de Dios. Participamos de su confianza en las posibilidades del hombre, confianza fundada en Jesús, para que no se nos escapen las ocasiones de ensayar juntos, ya desde ahora, una vida digna del amor de Dios.