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Crítica de 'Oh, Canadá' (**): confesiones ante la cámara y la muerte

Abc.es 
Si algo distingue al cine de un hombre tan especial como Paul Schrader es su voluntad de llevar a él a tipos muy complejos y de dudoso atractivo, casi fulanos que provocan más rechazo que otra cosa. Como guionista, construyó junto a Martin Scorsese al Travis Bickle de 'Taxi Driver' o el Jake La Motta de 'Toro salvaje', y como director a Julian Kay ( Richard Gere en 'American Gigolo'), al desgarrado Nick Nolte de 'Aflicción', a Mishima y a muchos más. Los sentimientos de culpa, la voluntad de autodestrucción, su acentuada educación calvinista y la necesidad de que su cine gotee ascetismo y misantropía son su marca de agua. Y esta película, ' Oh, Canada ' está impregnada de todos esos desafectos. Schrader se propone plantear con su historia asuntos como la muerte, la verdad, la memoria, la infidelidad y, naturalmente, la culpa que hay que expiar, y lo hace a través de un personaje al que cuesta trabajo apreciar, un prestigioso documentalista canadiense , Leo Fife, que saborea los momentos que preceden a la muerte y concede una entrevista que pretende ser una confesión ante todo el mundo y especialmente su mujer. Los papeles los interpretan Richard Gere y Uma Thurman, muy bien aliñados para esos momentos graves de la enfermedad y de las tareas paliativas. La película es, pues, la memoria de Leo Fife y sus esquinas, y el argumento es un paseo por su vida llena de claroscuros e infidelidades, con lo que abundan los flashback (al joven Fife lo interpreta Jacob Elordi con algo menos de golpe de cintura que cuando fue Elvis Presley en 'Priscilla') y el desorden de recuerdos e interpretaciones de la verdad. Tiene un gran fondo dramático, la total y desnuda confesión, pero Schrader no consigue transmitirlo con grandeza, ni mitificar ni desmitificar al personaje, ni implicar sinceramente al espectador con él; es decir, que uno se queda como mero espectador. Y no es un problema de interpretación, pues Richard Gere se abandona con profesionalidad a la antipatía que supura el personaje, y de hecho es él, el actor, el que consigue fijar la mirada en la historia. Más bien parece un problema de orden, de laberinto narrativo, de falta de intensidad, como si Schrader quisiera pisar el freno no fuera a ser que vieran ahí una clara autoconfesión suya o de Russell Banks , su amigo y escritor de la novela en que se basa.

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