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La función aplazada

Abc.es 
El teatro quizá sea el arte más civilizado que existe , su surgimiento está ligado al nacimiento de la 'polis' democrática, esa forma de organización social que permitió a los ciudadanos reconocerse como miembros de una comunidad. La propia etimología de la palabra teatro, relacionada con el acto de mirar, sugiere su función esencial: era el espacio en que la ciudadanía se contemplaba a sí misma, donde se reconocía y reflexionaba sobre su identidad colectiva. En escena, los conflictos humanos, la fragilidad de la condición mortal y los dilemas éticos se convertían en un espejo del imaginario compartido por la comunidad. Uno de los rasgos más notables y excepcionales del teatro ateniense radicaba en su capacidad para cuestionar los valores y creencias que sostenían a la sociedad, un ejercicio crítico que no debilitaba su identidad, muy al contrario, constituía el núcleo de lo que definía a aquella Atenas democrática. Esa idea de una comunidad capaz de mantenerse unida pese a las diferencias resuena hoy con melancólica actualidad. Cuando el teatro renuncia a esta función y se convierte en una mera plataforma para la repetición de relatos hegemónicos no solo se empobrece artísticamente al reducirse a un vehículo de propaganda, sino que además contribuye a fracturar la comunidad que debería aspirar a unir. El debate y la controversia, pilares fundamentales del diálogo dramático, se transforman en exclusión y censura moral hacia aquellos que sostienen visiones contrarias, en una suerte de misa destinada únicamente a reafirmar las creencias de los ya convencidos, dejando fuera cualquier posibilidad de interacción con una diversidad de perspectivas; la identificación ciudadana, que debería ser plural y generadora de empatía, queda reducida a una caricatura tribal donde solo los miembros de una determinada ideología logran reconocerse emocionalmente. De este modo, la ausencia de un relato unificador que inspire cohesión y sentido de pertenencia no sólo obstaculiza la construcción de un proyecto común, sino que alimenta las divisiones y las tensiones derivadas de una memoria colectiva que, al ser manipulada por los estamentos oficiales bajo el rótulo de 'histórica', se convierte en motivo de discordia más que en herramienta de reconciliación. El teatro, en su naturaleza más pura, no es un púlpito desde el cual dictar mandatos ideológicos ni un medio para adoctrinar; es, por el contrario, un espacio de encuentro y confrontación, sí, donde la diversidad de perspectivas enriquece el tejido cultural y humano. Convertirlo en un arma al servicio de discursos unilaterales o en un vehículo de confrontación excluyente supone traicionar su función esencial como foro de la polis, un espacio abierto donde cada voz encuentra un eco y cada duda su lugar. Sea como sea, la ceremonia teatral nunca deja de ser un refinado acto civilizatorio donde las personas aceptan de forma consciente y voluntaria formar parte de una convención única: compartir un espacio físico, guardar silencio, y suspender su incredulidad para sumergirse en una ficción que, paradójicamente, les acerca a verdades profundas. Como señala el sofista Gorgias, esta capacidad de aceptar una «aparente mentira» permite al público experimentar emociones intensas que lo conducen, a su vez, hacia una forma de aprendizaje o sabiduría. El teatro se nos presenta pues como un ritual de la ciudadanía genuinamente humano, libre de la mediación solipsista que imponen las pantallas en la era digital, un ágora donde las personas, unidas por el lenguaje universal de la emoción, hallan un espejo de consuelo y pertenencia, una constatación de que comparten un universo simbólico que trasciende lo individual para reafirmar lo comunitario. En Occidente, tal imaginario se configura a través de un constante cuestionamiento de una realidad siempre cambiante y nunca inmutable. En este contexto, el teatro ha desempeñado históricamente un papel de resistencia frente a lo establecido, erigiéndose como un saludable tábano ateniense que incita a la reflexión y al desafío; un catalizador de ideas, un motor que incita a cuestionar las verdades absolutas y a imaginar alternativas al statu quo. Sin embargo, cuando las élites dominantes asumen el teatro como herramienta para combatir o desacreditar las ideas de una parte significativa de la sociedad, no sólo asistimos a una operación propagandística de discutible valor artístico, sino a un atentado flagrante contra su misma esencia. En un tiempo marcado por un individualismo exacerbado, donde la subjetividad se encuentra atrapada en la soledad de un consumidor aislado y las plataformas digitales ofrecen experiencias culturales diseñadas para un espectador solitario, perpetuando una desconexión que socava la posibilidad de imaginar colectivamente, el teatro se levanta como un contrapeso necesario donde las subjetividades se entrelazan, y de ese encuentro surge una conciencia colectiva que trasciende la suma de sus partes. No obstante, la incapacidad de la sociedad española para alcanzar un consenso básico sobre su historia compartida representa un obstáculo para que el teatro pueda desempeñar plenamente su función como conciencia colectiva: el sentimiento de pertenencia en España es profundamente plural y, en ocasiones, contradictorio: una falta de acuerdo sobre la historia reflejada en los currículos escolares, lo que contribuye a que las nuevas generaciones crezcan con visiones divergentes del pasado. La coexistencia de identidades múltiples en muchas ocasiones resulta más una fuente de conflicto que de enriquecimiento mutuo. Se trata de un problema estructural que, como decimos, encuentra grandes dificultades para armonizar lo común con lo particular. Queremos, sin embargo, confiar en que este panorama no es irreversible, y que el teatro, como expresión artística profundamente colectiva, puede y debe contribuir a confrontar, reinterpretar y ofrecer nuevas perspectivas sobre nuestra memoria compartida. Un arte del gesto y la palabra que no tema adentrarse en las tensiones que nos atraviesan, sino que las explore con valentía y profundidad. Para ello, es fundamental recuperar ese «corazón que escucha» que el rey Salomón imploraba a Dios, una idea que el filósofo alemán Hartmut Rosa ha desarrollado perspicazmente en su teoría de la resonancia. Este «corazón que escucha» no se limita a oír las palabras del otro; permite que lo expresado resuene en su interior, generando empatía, comprensión y, en última instancia, una transformación mutua y enriquecedora. Desde esta apertura, nuestro teatro puede convertirse en un espacio donde enfrentemos los desafíos del presente a través de una narrativa que no solo nos reconcilie con nuestro pasado, sino que también exorcice los fantasmas de una memoria instrumentalizada. En esa resonancia, quizás encontremos la clave para redescubrirnos como comunidad. Tal es la función aplazada que aspiramos reactivar: devolver al teatro su originaria capacidad de confrontar , sanar y renovar esa mirada familiar para soñar juntos sueños que nos hagan despertar.

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