Afantasmarse en un mundo poblado de espectros
Fantasma: Alguien a quien habiéndole dicho muchas veces: –muérete– persiste en estar vivo(Ida Vitale, Léxico de afinidades)Hay una escena de la serie Mad Men que me ha rondado la cabeza por años. A punto de escapar de la ciudad por un fin de semana, Don Draper le pide a una de sus amantes que espere un par de minutos en el auto mientras regresa a casa por algo que olvidó. Al entrar, Don se encuentra a Betty, su esposa, que lo confronta sin concederle tiempo para defenderse. La escena es interminable, y vemos cómo la tarde declina, mientras una mujer espera inquieta en un auto a un hombre que no llegará. De pronto todo es claro: la mujer sale del auto y se pierde en la noche. Ella no vuelve a saber de Don, y nosotros, espectadores, no volvemos a saber de ella.Desde hace un tiempo hay en algunas conversaciones y medios un término de moda: ghosting. Un anglicismo que denota una acción (o, en cierto sentido, el cese de una acción). El ghosting habla de una condición espectral súbita; se vuelve fantasma quien se ausenta de la inmediatez del contacto digital. Una búsqueda sencilla en Google arroja más de tres millones de resultados, desde formas de identificarlo hasta cómo lidiar con sus efectos, pasando por los tipos psicológicos de quienes ghostean. Quien ghostea desaparece de la vida del otro, de la otra, sin explicación alguna y de imprevisto. Rostros y voces conocidas, recurrentes mensajes e invitaciones que de pronto cesan: lábiles espectros.Aunque hay otras formas de devenir fantasma, de afantasmarse. Procesos más cercanos al duelo, al ritmo lento de lo que crece —casi sin ruido— en nuestro interior. Y sabemos que bajo la manta blanca hay siempre algo, aunque no sea visible.Cada vida está cifrada en una serie de nombres, voces, relaciones. Tantas y tantos que pasan por nuestro camino y que apenas dejan rastro, vis a vis aquellas, aquellos, cuya sola evocación nos hace retroceder en el tiempo a la manera proustiana. En El llanto, de César Aira, un hombre despierta en medio de la noche y, al ir por un vaso de agua a su sala, rompe de pronto en un inmenso y angustioso llanto. No pasa nada en apariencia, pero sobre su cabeza se ciñe el pesado fardo de la vida no vivida, con sus promesas incumplidas y los anhelos frustrados. También un nombre: el de aquella mujer que fue su esposa y que hoy no está. Fantasma ella, fantasma su silueta marcada en una cama donde no se acuesta.En La separación de los amantes, el psicoanalista Igor Caruso proponía pensar el fin de una relación amorosa en términos de un duelo. Esto, que tan común puede parecernos, era novedoso. Caruso decía que había que hacer como si: como si el otro, la otra, hubiese muerto, esa era la única forma sensata de seguir viviendo, de conservar algo de sensatez. Entonces el otro ya no es una presencia concreta, una voz y un aroma (lo primero que de hecho se olvida). Ese otro, cuyo nombre sigue en la punta de nuestra lengua, cuyo rostro conocemos con los ojos cerrados, es fantasma.El ghosting sigue una lógica parecida: quien lo hace —y quien lo sufre— aparentan que el otro no existe, que se ha cerrado un ciclo. Basta el cese de los mensajes, de las salidas, para dar por terminada una relación, o el conato de una: se afantasman el uno al otro. Pero lo que parece una salida fácil es un pensamiento triste: en tantos casos la ausencia determina que el objeto de deseo perdure, precisamente, en esa condición (¿qué otra cosa es la Comedia de Dante sino una oda, una forma de hacer presente a la fenecida Beatriz?).Hay una película de Jim Jarmusch que siempre me ha sorprendido. Acaso porque retrata tan finamente lo que son las parejas en nuestra vida, lo que podemos ser en las suyas. En Flores rotas (2005), vemos a Don Johnston (Bill Murray), un rico empresario dedicado a la computación, que acaba de romper con su pareja. Impasible, inalterado, su vida transcurre con la normalidad del hastío, hasta que recibe una extraña carta: una ex anónima le confiesa que hace 19 años dio a luz un hijo suyo; ahora ese hijo, con las pocas pistas que tiene, ha ido a buscarlo. La noticia lo obliga a hurgar en ese sótano oscuro de la memoria, en ese panteón íntimo de las relaciones pasadas, de los como si: fantasmas todas ellas. El periplo tiene sus matices. A Johnston, carismático donjuán, lo reciben de distintas maneras: con alegría y sorpresa; con indiferencia; con amor contenido —amor que nunca se fue—; con rencor. Es una sola escena la que me quiebra. Don, ese insensible, ese apático, se reclina sobre una tumba, llueve calladamente. Son apenas unas palabras las que dice a quien no puede contestarle: “Hola, preciosa”.No hay nada sobrenatural, el mundo está poblado de espectros, son el súbito recuerdo en medio de la noche, una carta encontrada en medio de un libro o el encuentro casual con alguien a quien preferíamos pensar ya fuera de este mundo. Hace algunos días, por ejemplo, vibró mi celular, vi una notificación y un nombre. No me asusté, sé que se trata de un fantasma.AQ