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El niño de Guápiles que no sabía qué era un clarinete, pero ahora va rumbo a Juilliard con este instrumento

A la edad de ocho años, Luis Montero Hernández cruzó junto a sus padres la puerta del Sinem de Siquirres, en búsqueda de un pasatiempo. Allí, topó por primera vez con el clarinete, que con el tiempo se convirtió en su fiel compañero de pasión, horas y sueños.

Ahora, a sus 18 años, Luis y su instrumento se preparan fuerte, porque a miles de kilómetros de donde se conocieron, otras puertas los aguardan de par en par: las de la Escuela Juilliard, en Nueva York, Estados Unidos.

Montero se formará como clarinetista profesional en esta academia, que es una de las más prestigiosas e históricas de todo el mundo. Lo hará becado, a partir de agosto de este 2025.

El joven músico, oriundo de Jiménez de Guápiles, conversó con La Nación sobre el importante paso que está a punto de dar en su carrera y, en especial, de la travesía de sacrificios, dudas y cambios que lo llevó hasta este punto.

“A veces no nos creemos que estas cosas estén pasando. Nosotros somos una familia bastante humilde e, incluso, en el camino se generan ciertas dudas de si uno está hecho para ser músico clásico. Entonces, cuando se les dio la noticia (de su admisión a Juilliard), estuvieron muy orgullosos de mí”, comentó el costarricense.

“Ellos también son conscientes del sacrificio que no solo yo, sino todos, hemos hecho. Su objetivo es que yo pueda tener unas mejores condiciones de vida que las que tuvieron en su momento”, añadió.

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La movida sonata que empezó en Guápiles y va por Juilliard

Montero se crio como hijo único de un ingeniero civil y una gerente de recursos humanos, quienes siempre tuvieron la inquietud de que su niño, paralelo a la formación académica, se desarrollara en otras áreas.

Su infancia corrió como la de casi cualquiera, entre mejengas que lo hicieron soñar con dedicarse al fútbol. Además, con una cercanía muy especial con su abuela paterna y dos primas, quienes vivían muy cerca de él.

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Con tan solo dos años, sus papás lo inscribieron en clases de piano en una academia privada, pero terminó abandonando aquel instrumento. En ese momento, lo que en realidad añoraba era verse vestido de pantalón corto, en el césped de un imponente estadio.

“De niño yo quería ser futbolista, nunca soñé con ser músico clásico. Ya casi no juego, pero sí me gusta mucho verlo y espero algún día poder educarme en la dirección técnica de fútbol. Eso sí me interesa mucho”, reveló.

Sin embargo, el tiempo lo cambiaría todo. Fue seis años después que en el Sistema Nacional de Educación Musical (Sinem), ubicado en Siquirres, iniciaron los compases de una trayectoria que ahora apunta a las más grandes orquestas.

“Recuerdo que yo tenía en mi mente un violín o un trombón. Los probé ambos y ninguno me hizo clic. Entonces, el profesor que me estaba ayudando ese día en el Sinem me dijo que él tenía un clarinete en la bodega. Honestamente, no sabía que era un clarinete. Él me dio el chance de probarlo, me gustó y continué con el instrumento”, rememoró el músico.

Posteriormente, debido a que Siquirres se quedó sin profesor especialista en clarinete, se trasladó al Sinem de Guácimo. Más tarde, se formó en la etapa básica de la sede de Limón de la Universidad de Costa Rica.

Pero paralelo a la melodía entusiasta de su vida, las batutas en su familia marcaban cambios: su padre dejó la ingeniería para asumir la crianza y labores domésticas, y su madre se encargó de llevar “el sustento” al hogar.

Esto, que parecería un detalle logístico menor para la historia de Luis, tuvo un impacto contundente; al igual que unos milímetros cambian una nota al trazarla en un pentagrama.

A partir de esta transición familiar, su papá pudo impulsar aún más la formación artística del joven e inscribirlo en el Instituto Nacional de la Música, en San José.

También, fruto de esta nueva dinámica, buscaron matricularlo en el colegio Lincoln. Este proceso fue un éxito, a pesar de que, con humor, Montero confiesa que estuvo a punto de dejar botado el examen de admisión.

“En la Lincoln la única asignatura que no está en inglés es español, entonces los primeros días terminaba ciertamente cansado, con dolor de cabeza, porque uno no está acostumbrado al ritmo. Con el tiempo uno se asienta en el lugar y se acomoda a las situaciones”, comentó el clarinetista.

Su paso por este centro educativo, no solo le aportó en términos académicos, sino que fue el preludio perfecto hacia la Academia de Artes de Interlochen, en Michigan; institución de la que egresó en mayo de este 2025.

Curiosamente, en Interlochen se encontró con otro tico de su edad, el percusionista Julián Jiménez Pardo; su compañero de cuarto en la residencia y amigo íntimo. En él, también encontró un gran espejo, en el que pudo mirar que el arte podía ser un camino de vida.

No obstante, al aterrizar en Estados Unidos, los retos solo fueron in crescendo. De golpe se topó con amaneceres que apenas llegaban a las nueve de la mañana, para ofrecer unos apurados rayos de sol que ya a las cuatro de la tarde desaparecían de nuevo.

En suelo estadounidense, la nostalgia familiar y los cuestionamientos tocaban a dúo; los días transcurrían en un dispar tempo de incertidumbre y a su corazón se le contagiaban las ganas de bailar al son de “patitas, pa’ qué las quiero”.

“Mentiría si dijera que no pensé en regresar a Costa Rica, porque yo pensaba que igual podía llegar a ser un profesional; no de la música, pero sí de alguna otra cosa, y así hacía menos sacrificios”, expresó con sinceridad.

Dichosamente, durante el proceso de elección de carrera universitaria conoció casos de éxito de clarinetistas profesionales, por lo que pudo trazarse un objetivo conciso que “pesó más” que las incertidumbres.

Así le puso sordina a las estridentes dudas que lo aturdían, y tanto él como su familia comenzaron a creer que la música sería algo más que una herramienta o un pasatiempo.

“Hasta hace muy poco tiempo, la familia, integralmente, veíamos al clarinete, tal vez no como una profesión a la que yo me dedicaría, pero sí como un instrumento que me podría facilitar una beca en una universidad para estudiar otra cosa”, aseguró.

Una vez decidido que su vocación definitiva era ser clarinetista profesional, inició un proceso de investigación de universidades y programas de música clásica. En total, realizó audiciones en ocho centros de enseñanza superior, de los que terminó escogiendo a Juilliard.

Actualmente, lo colma la emoción y el ímpetu por estudiar en la misma academia por la que pasaron estrellas como Miles Davis o Nina Simone. Asume este reto con la templanza y fortaleza que se ha forjado, del calor guapileño hasta el frío de Michigan.

Y aunque va nota a nota, porque adelantarse es todo menos una virtud para un músico, se da chance de soñar y proyectar su futuro. Entre las opciones, que tampoco son demasiado variadas, espera formar parte de una gran orquesta, probablemente estadounidense.

Eso sí, sabe perfectamente que al azar no hay quien lo pare cuando toma la batuta y que toca estar preparado para seguirle el ritmo. Por eso no descarta que una oportunidad lo haga terminar en China, que la “tierra lo llame” y vuelva a Costa Rica o hasta que el futbolero que vive en él lo haga dirigir... pero en los banquillos de un estadio.

Solo el tiempo pondrá la partitura, y así se sabrá si el porvenir toca en clave de Sol, Fa o, a la de menos, en 4-3-3.

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