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Discusión ¿política o valórica?

“Nos dedicaremos a recuperar la estructura valórica de nuestro país”. Con esta frase a los 35 minutos de iniciado el último debate presidencial televisado pre elecciones, el candidato Johannes Kaiser reenfatizaba la dirección “religiosa” de su campaña y volvía a encender la, ya clásica, discusión valórica en el debate político. ¿Ideología o igualdad de género? Pro ¿vida o elección? Muerte ¿digna o natural? Territorio ¿chileno o ancestral? Batalla ¿cultural o espiritual? Lo que solemos llamar muchas veces discusión política parece más bien ser siempre una discusión valórica—o al menos aquello que está mucho antes que lo político per se.

Los resultados del Censo 2024 en esta materia parecieran ser categóricos: Chile perdió la fe. O al menos la identificación con las confesiones tradicionales. Si comparamos los datos del 2002, del 91,7% de personas que afirmaban tener un credo, en la actualidad solo el 74,2% lo sostiene.

¿Será que en 20 años más sólo la mitad de la población se identificará con alguna creencia?

La iglesia católica, que ostentaba más del 75% de fieles a fines del siglo pasado, hoy apenas alcanza a superar el 50% de adherentes. En 30 años, el 25% de los chilenos dejaron de identificarse como católicos, y sólo un poco más del 3% se sumó a la “opción” evangélica, siempre tan tentadora en periodos electorales para los candidatos. Pero, en un país que pareciera secularizarse, cabe preguntarse si estas bajas porcentuales realmente representan un desapego por la creencia en las personas. Porque todo parece indicar que no. Llámese religión, valores, creencia, o espiritualidad, estas dimensiones del ser humano siguen conduciendo, como dijera Antonio Bentué, “la búsqueda de sentido” en la personas y son las mismas que empujan desde muy adentro —quizás desde el corazón mismo— lo que llamamos discusión política. En este sentido, la fe entonces, nunca se ha perdido, acaso se puede siquiera perder.

Claramente, el problema entonces, no es la pérdida de la dimensión espiritual en las personas. El problema es no querer dialogar con el que cree —y no simplemente “piensa”— diferente. El bullado caso de Charlie Kirk, fallecido trágicamente el pasado 10 de septiembre, es un claro ejemplo de las consecuencias, literalmente, fatales de esta falta de “diálogo valórico”.

Kirk representaba la fuerza del nacionalismo estadounidense tradicional, de ese nacionalismo llamado “cristiano”,  conservador y capitalizado por el MAGA (el mismo movimiento político que usa las fake news pero está a favor de la verdad de Dios; el mismo movimiento que promueve la tenencia personal de armas y al mismo tiempo está en favor de la vida que está por nacer…). En un sentido, Kirk sí buscaba propiciar el diálogo en sus debates universitarios o en su propio podcast. Pero hubo algo en esa búsqueda, en ese tipo de narrativa, que terminó por convencer a alguien de que el mundo no era lo suficientemente grande para que ambos cupiesen en él. ¿Por qué? ¿Por qué alguien llega a pensar que puede (y debe) destruir al que cree diferente?

Casos en relación a la discusión valórico-religiosa abundan alrededor de todo el mundo. No más basta recordar a Jair Bolsonaro en Sudamérica, y su particular vinculación con el pentecostalismo brasileño dando cuenta de cómo la política —no solo puede, sino— necesita servirse de la sensibilidad religiosa de las personas para operar. O, si salimos del continente, tenemos la guerra en Medio Oriente, que es siempre  y ante todo una disputa esencialmente religiosa: ¿Por qué una nación puede reclamar sobre otra una tierra prometida? Aplíquese esto a los conflictos, también por la tierra, pero ancestral… En resumen, antes que políticos todos estos conflictos son espirituales, tienen que ver con creencias trascendentales. Y por lo mismo, creo, deben discutirse desde ahí.

El clima nacional e internacional sólo demuestra que la idea de la secularización, entendida como el desplazamiento de la espiritualidad en el  ámbito público, no es más que, o un revestimiento de la matriz cristiana para el caso del modelo político de occidente, o simplemente una ilusión que no permite enfrentar las discusiones sociales eficazmente. De este modo, todo indica que lo que realmente se necesita en Chile y el mundo en general son acuerdos ante todo valóricos (luego políticos).

Los discursos de odio en nombre de las creencias solo propician lo mismo que predican: el odio y así la deshumanización. La discusión pública antes de definirse como política debería definirse como valórica puesto que es la creencia —cualquiera sea— la que mueve no la aguja política, sino el corazón de las personas que hacen política. Solo desde ahí se podrán construir puentes o propiciar espacios donde las cosas puedan discutirse verdaderamente para llegar a soluciones sostenibles. ¿Cuáles son estos puentes o espacios? Bueno, esta es la tarea que tenemos realmente por delante: averiguarlos.

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