Ya basta, presidente
La permanencia de Pedro Sánchez en La Moncloa, sin someter urgentemente a las urnas el juicio de su mandato, es una degradación de la democracia y condena al PSOE como cooperador necesario de un sistema paraestatal de corrupción. No es fácil pensar en qué más tiene que pasar para que Sánchez y quienes lo rodean asuman que esta legislatura está corrompida sin remedio. Ni uno solo de los discursos con los que llegó a La Moncloa ha resistido la prueba de su propio deterioro político y ético. Ni el feminismo, ni la lucha contra la corrupción, ni la transparencia de la gestión ni, sencillamente, el respeto a la verdad. «Usted no es una persona decente», llegó a espetar Sánchez a Rajoy en un debate de 2015. Aplicado a sí mismo, ese canon de decencia, utilizado arteramente con el exlíder del PP, debería llevar a Sánchez a tomar decisiones radicales y extintivas sobre su actividad pública. Las detenciones sucesivas de exmilitantes, cargos de confianza y empresarios amigos; las entradas y registros policiales en sociedades públicas de primer rango, como la SEPI; la investigación policial sobre el rescate de Plus Ultra por posible blanqueo de capitales... todo esto se suma a la corrupción económica, institucional y moral –como el escandaloso encubrimiento de abusadores de mujeres en el seno del PSOE– que rodea a Sánchez lo define políticamente de manera certera. Ha llegado el momento de concluir que esta corrupción poliédrica es la que lo aupó y lo mantiene, desde el tongo de sus primarias, a los pactos infames de investidura, en su doble condición de secretario general del PSOE y de jefe del Ejecutivo. Dos exsecretarios de Organización de su partido están o han pasado por la cárcel y tienen en sus hombros acusaciones e imputaciones de grupo criminal, creado, alimentado y expandido a lomos del Ejecutivo y del partido por él dirigidos. Su fiscal general condenado por filtrador. Su hermano irá al banquillo y su esposa está investigada por delitos que guardan directa relación, aunque no sea penal, con el ascenso político de Sánchez. Su vicepresidenta primera, Montero, ya no conserva extremidades sin quemar, después de que su protegido más preciado, Vicente Fernández, expresidente de la SEPI y refugiado en la sociedad instrumental de la corrupción socialista, Servinabar, fuera detenido por una causa de corrupción que lo une a Leire Díez, la mensajera de Ferraz para difundir cohechos y amenazas a jueces, fiscales y guardias civiles. Veinte registros y la detención de Antxon Alonso, que servía de enlace entre el PSOE y el PNV y Bildu, completan el parte policial de un día en el sanchismo. Allí donde el aparato del Estado ofrecía posibilidades de influencia en empresas privadas y oportunidades de cobrar comisiones por obras pública, allí donde se ponían a prueba los discursos regeneracionistas de Sánchez, allí es donde creció la trama de corrupción que ahora, día tras día, remarca sus perfiles y aumenta su volumen, con protagonistas que, una vez triangulados unos con otros, acaban poniendo a La Moncloa y a Ferraz como centros de negocios ocultos . También, cada día que pasa, se entienden mejor esos planes de acción democrática que Sánchez presentó –con su facundia habitual– «para lograr más transparencia y rendición de cuentas». Planes que no eran más que avisos a jueces, fiscales, policías, acusadores populares o periodistas para desalentarlos en el ejercicio de sus responsabilidades legales y democráticas. Todo cuadra en la acción antidemocrática de un Gobierno y de un partido conjurados solo para proteger a un líder que se parapeta en los miedos de la izquierda y las servidumbres clientelares de sus socios separatistas para escapar a una responsabilidad que le acabará llegando, sin duda.