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Salvar al Estado y la democracia

El recrudecimiento de la violencia en el país y la ampliación de la inseguridad en más zonas territoriales hablan ya de un tema que, sin duda, se le ha salido de las manos al actual gobierno de López Obrador, y que bien vale la pena tener en consideración hasta dónde llega la crisis que nos pone al borde de un Estado fallido. No, no es exageración, es la constatación de las características de la realidad mexicana que marcan las del Estado fallido. Veamos.

La corrupción, no solo en el gobierno, sino que combinada con la ineficacia por ineptitud, o simple y llanamente corrupción en la policía, los órganos de procuración de justicia y hasta en el mismo poder judicial (que en no pocos casos a nivel local es más visible la captura de este por los carteles criminales) hablan sin duda de una grave situación de las instituciones directamente relacionadas en garantizar la seguridad personal y patrimonial de los mexicanos, que es una de las responsabilidades prioritarias de un verdadero Estado de derecho, por ello la desconfianza ciudadana sobre la actuación de estas dependencias y sobre todo los hechos que muestran que la impunidad toma carta de naturalización como el pan nuestro de cada día.

Los altos niveles de criminalidad, desde los asaltos en el transporte público hasta los más sofisticados, ahora, ataques a la población o entre las bandas criminales con drones; las cada vez más frecuentes escenas de los asesinatos con una crueldad inenarrable; el creciente poder real en el control de actividades económicas y productivas de forma directa de los carteles o por amenaza a los particulares para que estos se sujeten a la voluntad y condiciones de los carteles, hablan no solo del poder de fuego, sino económico, de los criminales, y de la pérdida no solo territorial para el Estado, sino de facto de movilidad para los ciudadanos de a pie, de queja ante la autoridad constituida legalmente, ya por desconfianza, ya por saberse de que no se hará nada por la colusión con los delincuentes o por la impunidad de estos, llevan a un estado de cosas de ausencia de aplicación de la ley, y por tanto, solo la de imponerse la voluntad de los criminales, haciendo añicos al Estado de derecho y más amplia la inseguridad para la población.

El crecimiento real del narcotrafico, con los llamados “puntos” de venta, así como verdaderos actos de terrorismo que desde hace años se han vivido, marcan el quiebre del país donde impere la ley, ataques a población civil (recordemos los primeros eventos con las granadas en la discoteca de Michoacán o en los actos de celebración del grito de independencia ahí mismo, o el ataque a la familia LeBaron, o la balacera en el estadio del Santos-Laguna en Torreón, o el reciente en Salvatierra Guanajuato donde un grupo de jóvenes celebraba una posada, solo por mencionar algunos terribles ejemplos) o en la guerra que libran los carteles como el del fin de semana en Buenavista de los Hurtado en Guerrero, pero que la final de cuentas son actos terroristas, describen el nivel de violencia que se ha alcanzado y donde el Estado está  rebasado y sin resultados creíbles y de justicia para la población en general y de manera particular a las víctimas.

Los altos niveles de pobreza o de informalidad en el trabajo hablan de un México carente de crecimiento económico, pero aún más, de desarrollo, de distribución de la riqueza generada. La ineptitud aunada a la capacidad de destrucción de las instituciones de salud del actual gobierno, y que obvio redunda en un creciente deterioro de las condiciones de la población, hacen más profunda la pobreza, ya que no solo es patrimonial, sino que la ausencia de servicios que el Estado está constitucionalmente a dar, no los otorga, hace más crudas las condiciones de pobreza para millones de mexicanos. Unos niveles educativos que los últimos resultados de la prueba PISA ponen al país en una situación deplorable, y la falta de apoyo, y no solo eso, hasta ataques a los estudiantes de posgrado y a la comunidad científica por el presidente y sus subordinados son otro de los factores que nos acercan al deterioro de un verdadero Estado democrático y de derecho.

La pérdida del monopolio de la fuerza por parte del Estado y de espacios donde el crimen manda, controlando el territorio y cobrando “derecho de piso” es una más de las evidencias de la pérdida del poder real del Estado. Así es que ¿estamos o no al borde de un Estado fallido?, en donde ya aún antes del inicio de los procesos electorales locales varios ciudadanos que públicamente se habían manifestado como aspirantes a cargos de elección han sido asesinados, cuatro actores políticos de la oposición a Morena en el último mes, ¿qué tan sangriento será el proceso electoral de cara a unas autoridades electorales con divisiones internas, muy menores en su capacidad frente al reto que se tiene enfrente de aplicar la ley y mantener la imparcialidad cuando no pocas de las personas que las integran mantienen una subordinación al poder en turno?

Frente a lo que muchos ahora se preguntan cómo pudimos llegar a esto y cómo un personaje como López Obrador pudo acceder a la presidencia de México para estar destruyendo las instituciones, la democracia, y con su decisión de no combatir a los criminales y darles “abrazos”, también el Estado de derecho, vale la pena que se reflexione qué hechos, contexto y actores políticos son los responsables del hartazgo social que hizo que el sistema de partidos volara por los aires, y que la corrupción y la impunidad llevaran en 2018 al triunfo obradorista, y mínimo ese análisis debería de hacerse para que con mayor objetividad emprendamos la lucha de rescatar la democracia y el Estado de derecho, a través de una amplia participación ciudadana para que salvemos lo que aún queda y no mañana nos arrepintamos. Y que entonces salvado esto (democracia y Estado de derecho) se aplique la ley para los responsables todos, del pasado y del presente.

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