La leyenda no termina
El mito —un mito verdadero— no acabó aquel 11 de enero de 1980, la fecha en que ella dejó de respirar, atacada por una enfermedad pulmonar. De seguro, a partir de entonces comenzó un viaje a otros espacios para abrazar a su padre, Manuel, el hombre que le contaba historietas de Céspedes y Martí con los ojos repletos de luciérnagas y el traje de médico lleno de estremecimientos.
Probablemente en ese itinerario ella siguió, como en su niñez, haciendo travesuras y maldades, pero también sembrando helechos y amapolas o recolectando juguetes para regalarlos a los desabrigados, más allá de evocaciones a los reyes magos.
¿Alguien podrá asegurar que Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley se marchó aquella plomiza jornada? Muchos, 44 años después, la siguen viendo en los verdes, los terraplenes y las olas de Media Luna convertida en Luna Entera.
La han mirado corriendo por Manzanillo, donde se rebeló contra un profesor que criticaba su caligrafía, o atravesando las áreas silvestres de Pilón, en las que llegó a regañar a un hombre por hacerle daño a una palma con los pinchos de liniero, mientras este intentaba capturarle a su monita mascota.
Quién dijo que esta criatura, capaz de disfrazarse de embarazada para eludir una persecución, se ha ido, si todavía el verde olivo de su uniforme sigue hablando de sus facetas de organizadora incansable o de su magia, con la que pudo convertir una comandancia en medio del monte en una obra de arte.
Celia vive en los detalles, esos en los que suele estar la auténtica grandeza; habita en el papelito recolectado con trabajo que luego sirvió para armar la historia, en la llamada telefónica en plena madrugada para atender asuntos trascendentes; en su acento campestre,
jamás cambiado por poses forzadas.
Supo apartarse de las golosinas que producen en algunos los puestos y los títulos; supo preocuparse al extremo por las quejas o misivas de los de abajo y convertirse en refugio maternal de miles de pequeños aun sin haber conocido la gestación biológica.
Supo ondear en toda época la sencillez. Sencillez en el vestir, el actuar, el comer... el vivir. Fue, sin proponérselo, una estrella en el cielo patrio, porque devino refugio para guardar un secreto del Estado, oído de la queja de campesino agobiado de peloteos, brújula de un líder que laboraba sin descanso.
La leyenda, completamente cierta, no ha concluido todavía. Se ha trasladado a las mariposas, a las lecciones del desinterés, a los dichos y jaranas que hacían sonreír, a los ojos de Martí, el mismo Martí que no solo en busto ella ayudó a situar en la cima más alta de Cuba.