¿Cuál es la causa última de la polarización política?
¿Qué causa la polarización política? Cuando intentamos responder a esta pregunta normalmente nos detenemos en las causas próximas de la polarización, sus desencadenantes inmediatos. Entre éstas se suelen mencionar las estrategias de los partidos, la sucesión continua de elecciones o el papel de los medios de comunicación y redes sociales. Uno de los problemas de estas explicaciones próximas es que no suelen tener en cuenta la extensión del fenómeno, que afecta a la mayoría de países democráticos de un modo sorprendentemente similar. Por eso merece la pena detenerse en las causas últimas, o razones profundas, de la polarización. Si uno busca estas razones en las decenas de libros que se han escrito sobre el tema, se encontrará con la referencia a un experimento clásico de la psicología social.
Hace más de medio siglo, el psicólogo Henry Tajfel mostró que es posible crear artificialmente identidades de grupo y que estos entren en conflicto. En su experimento más conocido pedía a sus estudiantes que eligieran entre dos cuadros de pintores famosos, Paul Klee y Vasili Kandinsky, y los asignaba a dos grupos distintos dependiendo del cuadro que habían elegido. Esta agrupación arbitraria hacía que los estudiantes desarrollaran comportamientos positivos hacia su propio grupo y hostiles hacia el otro. Sorprendido por los resultados, en otro experimento asignaba a los estudiantes de un modo completamente artificial y encontraba los mismos resultados. Daba igual cómo se formaban los grupos, una vez formados, el conflicto estaba servido. Este resultado ha sido replicado por cientos de estudios en todo el mundo durante el último medio siglo. La interpretación más habitual de estos estudios es que los humanos tenemos una tendencia natural al tribalismo. Los humanos evolucionamos en un contexto de intenso conflicto grupal y eso ha equipado nuestra mente con la tendencia a favorecer y ser leales a nuestro grupo y hostiles a los grupos con los que competimos. La polarización política no sería sino una forma moderna de tribalismo. El problema de esta explicación es que sirve para explicar el conflicto en cualquier esfera de la interacción entre grupos humanos, estén definidos estos por cuestiones étnicas, religiosas, nacionales o de otra índole. Para explicar la prominencia de las hostilidades en el ámbito de la política en las sociedades contemporáneas necesitamos algo más.
De ese algo más hablábamos aquí hace siete años, justo después de las elecciones que condujeron a la presidencia de Donald Trump. Hablábamos entonces de la primacía del partidismo a partir de un estudio internacional que mostraba que la discriminación basada en el partido político con el que te identificas era mayor que la discriminación racial en EEUU, la basada en la religión en el Reino Unido, la región en Bélgica o el origen (vasco o no) en el País Vasco. Es decir, los humanos seremos tribales por naturaleza, pero ese tribalismo encuentra su forma de expresión más clara en la política en las sociedades contemporáneas. Pero, ¿por qué la política? En aquella entrada del blog planteábamos una hipótesis que entonces circulaba en los artículos académicos sobre la materia: “al contrario de lo que ocurre con la discriminación racial o de género, que están fuertemente sancionadas por normas sociales, no existen las correspondientes presiones sociales en el caso de la discriminación partidista.” Siguiendo la larga tradición de experimentos de laboratorio inaugurada por Henri Tajfel, en un estudio reciente junto con Tom Lane (Universidad de Newcastle) e Isabel Rodríguez (IPP-CSIC) hemos puesto a prueba esta hipótesis sobre la ausencia de normas sociales en la política.
El estudio fue realizado en los laboratorios de economía experimental de las universidades de Nottingham y Jaume I de Castellón y en él participaron más de 400 personas. Estos participantes tenían que realizar dos tareas muy simples. La primera consistía en repartir 16 libras (o euros) entre dos personas anónimas. De las dos posibles receptoras del dinero, una tenía la misma identidad grupal que la persona que repartía el dinero y la otra no. Esa identidad, según el tratamiento experimental, correspondía a la identificación religiosa, a la simpatía política o a una identidad artificial creada en el laboratorio, como en el ejemplo original de Tajfel. Por ejemplo, en el tratamiento político en Castellón un simpatizante de VOX repartía dinero entre otro de VOX y uno del PSOE, del PP o de Unidas Podemos, y así todas las combinaciones posibles. Del mismo modo, en el tratamiento religioso en Nottingham, un hindú tenía que repartir entre otro hindú y un cristiano, un musulmán o un ateo, y así con todas las combinaciones.
El gráfico de más abajo muestra cómo fueron estos repartos. En media, más del 60% de los participantes realizaron repartos igualitarios, no discriminando a ningún participante. Además, los que se desviaban de la igualdad casi siempre lo hacían hacia la izquierda del gráfico, es decir, a favor del participante con el que compartían identidad. Pero lo interesante del caso son las diferencias entre tratamientos. En el de la identidad artificial, un 33% de los participantes favorecieron a los suyos. Este porcentaje se reduce al 24% en el tratamiento de religión, pero aumenta al 48% en el tratamiento de identidad política. El estudio confirma la facilidad con la que se pueden crear identidades que resulten en comportamientos discriminatorios, pero, además, muestra que esto es especialmente grave en el caso de la política. ¿Por qué? La respuesta la ofrece la segunda tarea que tenían que realizar los participantes. En la misma, tenían que predecir cuál era la norma social en cada situación de laboratorio, es decir, qué comportamiento esperaban que fuera aceptado socialmente en cada situación. El estudio muestra que el comportamiento de los participantes se ajustaba a lo que consideraban socialmente apropiado. En concreto, en el tratamiento de identidad política se consideraban los comportamientos discriminatorios como más socialmente apropiados que en el tratamiento artificial y, sobre todo, en el de la religión, donde la norma casi unánime era la no discriminación.
El estudio supone un avance en la comprensión de hasta qué punto la fortaleza o debilidad de las normas sociales nos ayudan a explicar los comportamientos hostiles o discriminatorios en diferentes ámbitos sociales. Al mismo tiempo, los resultados plantean varias preguntas que seguimos investigando. La principal es por qué las normas sociales contra la discriminación son más débiles en el terreno de la política. Aquí surgen dos hipótesis alternativas. Podría ser que, como anticipábamos al principio, en la política nunca se hubieran desarrollado este tipo de normas, como sí ha ocurrido en el ámbito de otras identidades sociales, como la religiosa. Pero también podría ser que las normas democráticas sí que existieran en el pasado y que a lo que estuviéramos asistiendo fuera a un deterioro de estas normas, como también se ha discutido en este blog recientemente. La pelota está en el tejado de la investigación social y en este blog lo seguiremos contando.