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Incertidumbre y certeza

La precampaña presidencial finaliza en unos días –el 18 de enero, para ser precisos–, vendrá entonces el periodo de intercampañas y, a partir del primero de marzo, la campaña en sí. En el medio de ese lapso, arrancará el periodo legislativo que, de tener y atender las iniciativas de reforma constitucional anunciadas por el Ejecutivo, probablemente saque chispas.

Vienen, pues, días pesados, marcados por la polarización y, ojalá, por la sana incertidumbre electoral que, idealmente, más adelante abrirá paso a la certeza política.

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Por su naturaleza, toda elección polariza las posturas. Ofrece la posibilidad de escoger entre dos o más opciones y, por lo mismo, los sujetos a elección tienden a marcar diferencias, no coincidencias. Procuran distinguirse, no igualarse.

No sólo es lógico, sino incluso conveniente y necesario subrayar esas diferencias porque, así, la ciudadanía dilucida y fija con mayor claridad por quien se inclina. Sin embargo, si esa polarización se agrega a la fomentada justificada e injustificadamente a lo largo del sexenio como instrumento de gobierno, la suma puede arrojar por resultado el desbordamiento de las pasiones. Delicado ese asunto, lo es más al considerar la atmósfera en la cual se desarrolla el concurso electoral, donde inciden de manera disruptiva tres factores.

Árbitros y jueces electorales no acaban de acreditar verticalidad, independencia, autonomía e imparcialidad, como tampoco espíritu de cuerpo y mucho menos prestancia y eficacia. El tribunal y el instituto electoral han socavado su autoridad y, así, se antoja difícil normar, regular y sancionar un proceso, cuya dimensión e importancia es extraordinaria. No se trata sólo del número de posiciones políticas en juego –más de veinte mil–, sino también del carácter definitorio que tendrá el resultado para el país.

Aunado a lo anterior y como en otros sexenios, el gobierno no reivindicó al Estado ante el crimen organizado. Bajo la bandera de no combatir el fuego con el fuego y de sí atacar las raíces sociales de la delincuencia, lo dejó actuar, diversificarse y expandirse sin reparar en el rol que juega ya en la política. Incluso, dio hálito a una falacia: la relativa contención de los homicidios constituye un avance. Sí, un avance, pero de quién. ¿Del Estado ante el crimen o del crimen ante el Estado? La reducción de la violencia puede reflejar la conquista criminal de una región y del establecimiento de su imperio o, caso contrario, del rescate de ese territorio por parte del Estado. De lo segundo no hay indicios, de lo primero sí y, entonces, la posibilidad de una pax narca es algo más que un supuesto, como también lo es la participación del crimen en los comicios, sobre todo en los estatales y municipales. Como otras veces, el crimen amedrentará o, peor aún, eliminará a quien resista su veto e impulsará o patrocinará a quien se avenga o asocie con él. Se sabrá de los aspirantes rechazados, pero no necesariamente de los amparados por él. El olor a pólvora o dinero sucio se sentirá en el concurso electoral, impregnará la atmósfera.

A lo anterior, se añade otro factor del cual no se tiene cabal conciencia. La presión de los grupos radicales de los dos bandos principales, instando a sus respectivas abanderadas a adoptar un discurso y una práctica apegada al dogma de su credo. Grupos y personajes interesados en borrar los matices, así como el más leve corrimiento al centro y que entienden la elección no como un concurso civilizado y democrático, sino como un torneo, donde la fuerza ganadora debe doblegar y sojuzgar a la contraria y, de ser posible, anularla. Un juego de todo o nada, donde tolerancia, decoro y decencia son valores ajenos a la política y, por lo mismo, ni por qué tenerlos en cuenta. No en vano, se ha visto a las candidatas presidenciales intentando no ser encorsetadas.

Estos factores y actores contribuyen al enrarecimiento de la atmósfera y, sin querer o adrede, tientan a la violencia.

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En tal condición, la batería de reformas constitucionales con las cuales el mandatario pretende asegurar la adscripción de la Guardia Nacional a la Defensa, modificar el régimen electoral y sujetar a elección popular a ministros, magistrados y jueces del Poder Judicial sólo puede entenderse como una aventura.

Un lance, quizá, no tan interesado en alcanzar el objetivo principal –el Ejecutivo tiene claro carecer de la mayoría requerida para sacarlas adelante–, como en concretar tres propósitos colaterales. Dejar constancia de su voluntad y exhibir la resistencia opositora, trasladándole el costo; fijar la agenda de la campaña presidencial, imponiendo la suya; indicar a sus fieles la exigencia a formular a su muy probable sucesora, influyendo e incidiendo en lo que podría ser la eventual gestión de aquella. A saber, si ya fuera de Palacio, el mandatario cumplirá con la promesa de retirarse de la política, por lo pronto, está en el corazón de ella, dejando ver dificultad para apartarse.

El punto delicado es que, si esas iniciativas presidenciales sacan chispas en el Congreso, podrían alcanzar a la campaña que, como dicho, se desarrollará en una atmósfera inflamable. Así, la falta de autoridad electoral, la participación criminal en los comicios, la actuación de los grupos radicales de un bando y el otro podrían llevar a un escenario complicado.

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Ante ese cuadro y en puerta el periodo de intercampañas, ojalá dirigentes partidistas, candidatas y estrategas de los equipos de campaña reflexionen cómo marcar las diferencias, sin hacer de ellas síntoma de ruptura. Sería absurdo pasar de la incertidumbre electoral a la falta de certeza política.

En breve

Como diría Monterroso: al despertar el año, la presunta ministra todavía está ahí.

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