¿Los niños? En clase, lo normal
Da igual si uno está en Jan Yunis, Jenin o Deisha. Incluso en Irbid, Shatila, o Yarmuk. Si es temprano, la imagen de dos pequeñajos caminando juntos, con babi y una cartera atravesada a la espalda, puede que más grande que ellos, no faltará de toda calle o callejón en Oriente Próximo.
A esos dos pequeñajos -o pequeñajas-, se unirán otros dos, y otros dos, y otros dos, hasta formar un enjambre ruidoso, que va entrando al patio de la escuela, formando ya dentro pequeñas colas alineadas, a cuyo frente se va a poner en breve una profe - casi siempre una profe-, antes de llevarse a ese cúmulo de pequeñez al aula.
Durante unas horas, las calles descansarán de ruido, de balones, de carreras, de peleas. Porque, en horario de escuela, los niños palestinos están en la escuela. Da igual que sea un barrio de villas con jardín, o un campo de refugiados. Los niños de Palestina, están en la escuela.
¿Qué tiene de especial que los niños y niñas de Palestina hagan lo mismo que los de España? Nada. O casi nada. Por un lado, es lo normal: los niños de Gaza, de Jerusalén, de Nablus, son eso: niños normales. Miren a su hija jugando en la alfombra, a unos metros del sofá desde el que me leen. ¿Ven sus miradas, sus expresiones, esa manera coqueta de jugar, reproduciendo conversaciones inventadas con sus juguetes? Así, exáctamente así, ven a sus hijos un padre y una madre de Gaza. Lo intentan.
Y ahí volvemos a la pregunta de que qué hay de anormal en que los niños y niñas de Palestina estén en el colegio. A veces, lo normal es lo más anormal que puede haber. Por ejemplo, ir a la escuela teniendo que cruzar a diario por un control militar. O que un soldado -o una soldado- paren a un grupo de pequeñajos, arma automática ‘a la bandolera’. O que sean amenazados por colonos israelíes armados.
Así que, bien pensado, lo más anormal de todo es la normalidad con la que esos niños van al cole. En circunstancias en las que usted no dejaría a sus ñajos salir de casa, las madres de Palestina mandan a los suyos a clase.
Las piedras son una carga pesada, y las hectáreas no se mueven. Eso lo sabe toda persona sometida a la diáspora. Pero, lo que no cabe en una maleta, cabe en una cabeza. Si es verdad que los seres humanos somos pasado y futuro, la escuela es ese lugar único en el que pasado y futuro se unen, como un cemento inquebrantable. Y eso lo sabe cada madre de Palestina. Y lo supo su madre, hace tres décadas. Y su abuela hace seis.
Les dirán que, desde que el pueblo de Palestina vive en la diáspora, ha convertido la educación en su mayor valor. Pero eso es cierto a medias. Porque ya antes de 1948, mucho antes, la sociedad palestina era consciente de la importancia que tenía construir una red de escuelas y centros de educación superior. Se lo cuento sólo para recordarnos que Palestina tenía existencia antes del conflicto. Que el pueblo de Palestina se construía con el mismo ansia que el resto de pueblos del mundo. Y que ese ansia estaba ahí en 1948, cuando todo lo demás desapareció en semanas o meses. Por eso hay fotos del archivo histórico de la UNRWA con niños -y niñas- aprendiendo en tiendas de lona al poco tiempo de perder sus casas. Ese mérito corresponde a la sociedad de Palestina. Porque la UNRWA, la más universal de las agencias de la ONU, es la más local de todas. La investigadora Anne Irfan explica en su obra sobre la educación palestina, como los propios refugiados siempre han presionado a la agencia para que la educación sea prioritaria. ¿Qué sería la UNRWA sin la gente de Palestina? Sin esos formadores de su escuela de oficios en Amán, sin esas maestras en Shatti. Sin esos conserjes omnipresentes, chaleco azul celeste listo para que esos enjambres de pequeñez funcionen.
Me pidieron que compartiera con ustedes lo que creo que supone la destrucción de escuelas, institutos y universidades en Gaza. Y, en realidad, pienso que es lo normal. Es lo normal, porque es lo que los palestinos sufren desde hace décadas. Durante la Intifada -el movimiento de resistencia popular iniciado en 1987- , escuelas y universidades fueron clausuradas por decretos militares durante semanas o meses. No existía internet, pero el pueblo de Palestina revolucionó su sistema educativo, para que sus niños y jóvenes siguieran haciendo ‘lo normal’: educarse.
Desde principios de otoño, la juventud de Gaza no ha ido a clase. Son más de 600.000 estudiantes, que han perdido al menos tres meses de educación. A los más de 8000 niños y niñas asesinados en esta masacre, hay que sumar a varios miles de adolescentes, que nos hemos convencido de no considerar adolescentes como los nuestros. Se ha asesinado a 221 profesores. Les ahorro la lista de edificios destruidos, dañados o imposibilitados para su función educativa porque han pasado a servir de cobijo.
Mientras termino de escribir esto, me llega la noticia de cómo el ejército ha volado por los aires el campus de la Universidad de Palestina. Y pienso que es lo normal. Lo hicieron antes -hace semanas, hace años, hace décadas- , y lo siguen haciendo ahora. La diferencia es que, esta vez, estamos todos para verlo.