¿Democracia o dictadura?
Advierto cierta sensación en los círculos de opinión de que la oposición debe centrar en la democracia el “contradilema” a la continuidad del obradorismo que plantea Morena y su candidata presidencial.
De alguna manera, los resultados de la elección de 2021, sobre todo en el epicentro político que significa para todos los efectos la Ciudad de México, instalaron la percepción de que la defensa de la democracia es un catalizador eficiente del voto a favor de las alternativas al partido oficial. Esta hipótesis se basa en el argumento de que el movimiento social “El INE no se toca” demuestra plásticamente que el miedo a perder la democracia es un factor que influye de manera determinante en la decisión del voto, sobre todo entre aquellos sectores que no se identifican con López Obrador o con su partido. De ahí que se suela insistir en que la disyuntiva que debe estar puesta en la boleta por parte de la oposición es entre democracia o dictadura.
Es innegable que el régimen obradorista sigue el arquetipo del liderazgo personalista y plebiscitario. En cierta medida, la debilidad institucional y la erosión de la legitimidad de las instituciones de la intermediación, empezando por los partidos políticos, le han abierto un margen relevante para concentrar el poder político y, sobre todo, para eludir los pesos y contrapesos del pluralismo liberal. La apuesta del Presidente es, sin duda, una nueva hegemonía política y, probablemente, se sentiría muy satisfecho con reinstalar el sistema de partido mayoritario con competencia testimonial. Seguramente duerme inspirado por el mismo sueño que han tenido otros presidentes.
Sin embargo, ¿existe una sensación generalizada de riesgo de involución autoritaria? ¿Hay una preocupación intensa en nuestro país sobre la deriva antidemocrática? ¿El modelo liberal pluralista es una línea roja que defiende una mayoría social militante? ¿Es creíble que López Obrador pretende instaurar una dictadura?
La táctica de los líderes personalistas y plebiscitarios es establecer una relación directa con el pueblo. Especialmente, como parece ser el caso de nuestro país, cuando el pluralismo competitivo se percibe ineficaz para resolver los problemas cotidianos de las personas. La deriva hacia los gobiernos de los “hombres fuertes” se explica fundamentalmente en la retórica de que los partidos y los parlamentos estorban, son costosos, falsifican o patrimonializan los auténticos intereses del pueblo. Los liderazgos personalistas y plebiscitarios se alimentan precisamente de las crisis del pluralismo.
Me temo que la aversión al riesgo de la dictadura no será el disparador cognitivo del voto en 2024 ¿Por qué defender un sistema institucional que heredó violencia, corrupción y desigualdad? ¿Por qué abrazar partidos con prácticas autoritarias para evitar el colapso de un modelo de poder que no ha emancipado a las personas más allá de su posibilidad de votar? El dilema recuperar la democracia prelopezobradoriana versus la dictadura poslopezobradorista asume equivocadamente que hay nostalgia social por ese pasado. Lo malo por conocido no parece una idea poderosa para activar la ponderación racional de la decisión. Conservar lo que no sirve está lejos de una emoción vibrante. Tampoco, por cierto, el susurro elitista de que los ciudadanos no saben lo que quieren y, por tanto, deben ser salvados por los mismos de siempre del precipicio dictatorial.
La democracia tiene sentido cuando transforma la realidad de las personas. Más que democracia o dictadura, la cuestión a decidir es qué modelo de gobernanza mejora la calidad de vida de las sociedades. La democracia es una forma de organización de la legitimidad para decidir el curso de acción que una sociedad toma para enfrentar sus problemas. Una poliarquía electoral no es sinónimo de vida digna, decente y en libertad. Ejemplos sobran.