¿De qué color es un genocidio?
La denuncia que lidera Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia contra Israel por sus ataques al pueblo palestino han puesto sobre la mesa una palabra de las que percibimos grandes cuando las definimos en el presente, pero pequeñas cuando describimos el pasado. Hablamos de la palabra ‘genocidio’.
No es para menos: mentar un genocidio es, según la ONU, llevar a cabo “actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Y ahora te lanzo una pregunta: ¿qué nombre se te viene primero a la cabeza al leer esta definición?
Es muy posible que el alemán Adolf Hitler y las atrocidades de su Tercer Reich fueran tu primer pensamiento. Y tal vez, a lomos de cierto esfuerzo y conocimiento, surgirán episodios como el genocidio en Ruanda y nombres como el del camboyano Pol Pot. Pero suele ser la excepción.
Este ejercicio es sencillo para ver cómo nuestra idea de víctima se ve marcada por diversos factores que van desde el color a la religión, la punta del mundo en la que sucede o la clase social de quienes lo sufren. Los indicadores de la ONU para definir un genocidio sirven también para moldear nuestra empatía hacia las víctimas del mismo. Y no es necesario acudir a un ejemplo tan extremo para verlo.
Hay color cuando en España empatizamos más con las víctimas ucranianas que con las sudanesas. Hay religión cuando nos cuesta tanto ponernos en los zapatos de un palestino. Hay nacionalidades cuando nos indigna más el racismo sobre un estadounidense que sobre un vecino senegalés del barrio. Y todas esas identidades se entrelazan y multiplican entre sí.
Cuando imparto mi charla sobre periodismo y antirracismo, fluyen los ejemplos sobre cómo percibimos a las víctimas según su color, origen, clase social o religión. Cómo en las fronteras europeas no tienen nombres, apellidos o historias, son sólo números que llegan en unidades de medida apocalípticas: avalanchas, invasiones y grandes reemplazos.
Un genocidio, como la indiscriminada acumulación de víctimas que es, no se queda al margen. Un ejemplo de esto sucedió recientemente cuando Alemania trasladó su apoyo a Israel en la citada causa judicial impulsada por Sudáfrica. Namibia salió a recordar al país europeo que la ONU definió sus acciones coloniales contra los namas y los hereros como un exterminio. En 2021 el propio país europeo, más de 100 años después de los hechos, reconoció que aquello fue un genocidio. Este capítulo de la Historia lo cuenta bien el podcast ‘África en un click’. ¿Quién conoce este ejemplo?
Pasa lo mismo con el genocida que tal vez sea quien más víctimas se haya llevado por delante, aunque sus estatuas por toda Bélgica no digan lo mismo: Leopoldo II. Entre 1885 y 1908 masacró por millones a la población congoleña en un territorio que no pisó y que era, literalmente, su parcela privada. Aquellas víctimas, negras y africanas, nunca han recibido una reparación ni un reconocimiento que les sitúe en el lugar histórico correspondiente.
Escribía sobre ello en ‘Discurso contra el colonialismo’ el poeta y político martiniqués Aimé Césaire. Afirmaba que “lo que Europa no perdona a Hitler no es el crimen en sí, [...] sino el crimen contra el hombre blanco”. Más adelante, subrayaba que lo que el continente no amnistiaba era “haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas contra los que se alzaban hasta ahora solo los árabes de Argelia, los culíes de la India y los negros de África”.
Cuando finalice el proceso, será la Corte Internacional de Justicia la que dictamine el encaje jurídico de los ataques de Israel sobre Gaza. Es muy posible que la palabra genocidio, que para muchos hoy queda grande, mañana sea pequeña e insuficiente para describir lo que viven los palestinos. Pero serán supervivientes de un episodio histórico para el que tendremos que estar a la altura cuando necesiten justicia, reconocimiento y reparación por lo que están pasando.