El campo contra Von der Leyen
El ministro de Agricultura, Luis Planas, describió perfectamente ayer lo que está sucediendo con el campo español y europeo: «Agricultores y ganaderos quieren algo sencillo: que se les escuche, comprenda y respete, y esa es la actitud en la que está este Gobierno para la búsqueda de soluciones». Después añadió algo muy importante: que si esto se hubiera hecho hace cuatro años, se habrían evitado muchos desencuentros. Planas aludía así a la formación, en julio de 2019, de la Comisión Europea presidida por la alemana Ursula von der Leyen que logró el apoyo de los populares y los socialistas europeos. Su Ejecutivo hizo una apuesta radical que denominó Pacto Verde Europeo, atendiendo a la fortaleza que mostraron los partidos ecologistas en el anterior ciclo electoral. Nadie se acordó entonces de que dicha política significaba que importantes sectores de la sociedad iban a figurar entre los perdedores de la transición ecológica, una omisión incomprensible porque el movimiento de los chalecos amarillos había comenzado un año antes en Francia mostrando exactamente lo que podía ocurrir si el giro climático era muy radical. Von der Leyen y su comisión han sido insensibles a los fenómenos sociales que sugieren que ha llevado demasiado lejos la ortodoxia de su Pacto Verde. Si los chalecos amarillos encendieron las barricadas en las calles de París, los agricultores y ganaderos holandeses, organizados en un movimiento de ciudadanos campesinos, barrieron en las urnas, anticipando lo que puede ocurrir con el malestar de la gente del campo que ha decidido sacar sus tractores a las calles desde el Vístula hasta el Loira y desde el Báltico al Mediterráneo. La Unión Europea nació como una comunidad económica en torno al carbón y el acero, pero rápidamente la agricultura pasó a formar parte de sus políticas centrales porque el continente no puede prescindir de su soberanía alimentaria justo cuando en Bruselas se habla, día y noche, de la necesidad de desarrollar una autonomía estratégica. La agricultura no es sólo un rubro de la economía, sino una forma de vida y de cultura que hay que respetar porque aporta soberanía y diversidad fijando a la población rural y conservando sus tradiciones. Hay razones que explican por qué el movimiento de protesta se ha desarrollado en España con cierto rezago respecto del resto de Europa. Primero, porque Planas es un ministro que conoce bien su sector. Segundo, porque en España se han adoptado medidas que han favorecido a los productores como la ley de la Cadena Alimentaria que prohibe la venta a pérdida y equilibra el poder del sector frente a la gran distribución. Esto no impide que haya cuestiones donde el propio gobierno ha chocado con la indiferencia de Bruselas. Para muestra un botón: sólo el 25 de enero de este año –cuando apenas le quedan unos meses de mandato–, la presidenta Von der Leyen ha decidido poner en marcha un diálogo estratégico sobre el futuro de la agricultura en la UE. Las protestas nos dicen que el impulso europeo no puede limitarse a financiar el abandono de la producción. Sería fácil imponer los intereses climáticos a golpe de talón y perpetrar un delito de lesa agricultura como el que se quiso imponer con el olivar en la época del comisario Franz Fischler, arrancando unos árboles que hoy producen oro líquido además de absorber dióxido de carbono. Los costes de la transición ecológica no se pueden arrojar contra el campo. El discurso de las élites urbanas está desactivando los legítimos intereses de los agricultores y generan una infrarrepresentación de su discurso ante la cual la política sensata debe reaccionar.