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El agua como problema

Abc.es 
El plan de emergencia contra la sequía que acaba de poner en marcha la Generalitat de Cataluña con restricciones de agua que afectan al sector primario, la industria y el turismo, especialmente con el llenado de piscinas, era inevitable. Son meses de escasísimas lluvias en esa autonomía y los embalses de Barcelona y Gerona se encuentran en el límite del 16 por ciento de almacenamiento, lo que ha forzado a Pere Aragonès a adoptar medidas drásticas. De momento, solo afecta al consumo doméstico de manera tangencial, pero son ya varias las comunidades –algunas provincias andaluzas en especial– las que se encuentran en una situación similar. Por desgracia, el blindaje del agua en Cataluña no ha sido una prioridad de sus gobernantes desde hace décadas. Ha sido preferente el gasto público en cuestiones identitarias, en armar un sistema educativo profundamente ideologizado y sesgado hacia el independentismo, en financiar la creación de 'embajadas' exteriores como ejercicio de simulación de Cataluña como nación, o en la persecución del español. El Parlamento de Cataluña lleva años en bloqueo técnico de normas y hasta la entente entre Junts y ERC que nació de las últimas elecciones de 2022 encalló rápidamente. Ahora la situación es dramática. Desde luego, ningún dirigente de Junts o ERC tiene la culpa de que no llueva en Cataluña. Pero sí son responsables de una muy deficiente gestión de previsión hidrológica, de la promoción de una política territorial de victimismo, de la huida de cualquier cuestión que sonase a un 'pacto de Estado', y por supuesto del cultivo de agravios comparativos entre comunidades. La Generalitat lleva años mucho más ocupada en el adoctrinamiento separatista que en el día a día de sus ciudadanos. Es ahora cuando la palabra solidaridad territorial –en forma de barcos cargados de agua desalada en Sagunto– reaparece en el horizonte de quienes tanto insistieron en levantar fronteras y redactar leyes de desconexión. La sequía es un problema nuclear que se agrava en periodos de largas sequías en el sur de Europa. Tanto el primer gran plan hidrológico nacional, aprobado por el Gobierno de Felipe González entre 1982 y 1996, como el segundo, durante la etapa de Aznar entre 1996 y 2004, resolvieron algunos de los problemas pendientes. Pero no todos. En el camino quedó después un Plan Agua que nunca llegó a aplicarse en plenitud, y durante años se han forjado enemistades irreversibles entre autonomías por la política de trasvases, la explotación ilegal de aguas subterráneas, el recurso a las desaladoras o la incapacidad de asumir políticas racionales de riego en diversas zonas de España. No ha habido, ni hay hoy, una razonable toma de conciencia colectiva sobre el interés común. Actualmente hay en vigor doce planes hidrológicos que cubren el Cantábrico Occidental, Miño, Duero, Tajo, Guadiana, Guadalquivir, Ceuta, Melilla, Segura, Júcar, Ebro y Cantabria Oriental, ésta en conjunción de competencias con el País Vasco. Sin embargo, la sequía está poniendo de manifiesto, incluso entre autonomías de distinto signo político, que falta una voluntad unívoca y común. Da la sensación de que el Gobierno tiene alergia a un auténtico plan vertebrador, no condicionado por las cortapisas de nacionalismos sectarios, sino por la voluntad de acuerdo y la lógica hídrica de un país tan complejo, especialmente en el Levante y en el Sur. El agua no es un concepto soberanista, ni siquiera político. Es una necesidad que conviene abordar de un modo solvente, sin chantajes y sin más favoritismo político que el estado de necesidad. Es lo primero que debería aprender la Generalitat de Cataluña antes de lamentarse.

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