Lecturas erráticas y saber ligero: sobre nuestra relación con los libros
En la mesilla de cada lector se libra una batalla: los libros por leer acumulan polvo y ganan terreno al vaso de agua, el móvil puesto a cargar, las pastillas para dormir. Existe cierta ansia por acumular lecturas, por tachar títulos de la lista de pendientes y por mostrar al mundo esa acumulación de libros leídos. Al pasar la última página del ejemplar que están leyendo, muchos lectores corren a desbloquear su móvil, pinchan en la app Goodreads y añaden el nuevo título conquistado a su reto de ese año. 30, 40, 50 libros por año. Cada usuario decide cuánta ambición lectora tiene. También, si les da por ahí, puntúan la lectura: una estrellita, tres estrellitas, cinco estrellitas. Después, miran a su alrededor y buscan en sus librerías la próxima presa. Todo esto, con el móvil todavía en la mano. Goodreads les avisa de si progresan adecuadamente o no: ¡Sigue así! Tienes que leer dos libros a la semana para completar tu reto.
Este año, al tiempo que nos tomábamos las uvas, en las aplicaciones de los usuarios de Goodreads el contador de libros leídos se puso a cero. Muchas personas acudieron a las redes sociales para compartir cuál sería su reto de lectura 2024 y otras tantas señalaron que quizás se nos esté yendo un poco de las manos esto de concebir la lectura como si de los objetivos trimestrales de la empresa se tratara. Unos días antes, muchas compartíamos también en redes sociales los libros que más nos habían gustado en 2023. Los círculos de las redes dedicados a la cultura se llenaban de cubiertas de libros. Una exhibición útil en muchos sentidos, bonita en otros tantos, pero que alberga algunas problemáticas. ¿Qué papel juega la lectura en las identidades que forjamos y que enseñamos a los demás? ¿De veras nos gusta tanto leer o nos gusta más “haber leído”?
El debate no es nuevo y se enmarca en las grandes contradicciones y complejidades que entraña la relación entre arte y consumo, pero con el uso de las redes sociales como escaparates de vidas individuales, ahora más que nunca cabe pensar si es posible relacionarnos con la lectura de otro modo: con menos ansiedad, menos prisa y menos competitividad. Las lectoras no somos las únicas que empezamos a cuestionar nuestros propios hábitos y el sistema en el que se sitúan. El escritor Juanpe Sánchez López le preguntaba en una entrevista reciente a la poeta y ensayista Berta García Faet cómo se sentía frente a las dinámicas que promovían este tipo de apps. Ella respondía: “Amo las reseñas, sean buenas, malas o regulares, pero la idea de que le pongan nota a mis libros me deprime profundamente. Odio cuando entro y alguien me ha puesto tres o cuatro estrellitas. Me parece humillante”.
Esta humillación de la que habla García Faet y esta ansiedad que atraviesa a lectores y lectoras no podría darse en otro mundo que el nuestro: un mundo desbordado de libros. ¿Cómo podemos relacionarnos con la ingente cantidad de libros que están disponibles para nuestro consumo? ¿Son nuestras propias bibliotecas personales lugares en los que sentirnos atrapadas en vez de libres? En Nueva Ilustración radical, la filósofa Marina Garcés habla de algunos problemas relacionados con el actual acceso universal al conocimiento: la velocidad, la arbitrariedad, la inutilidad o “la imposibilidad de digerir y comprender todo lo que se está produciendo”. Nuestra atención se ve saturada, sentimos que es imposible llegar a todo y encontrar en nuestra rutina plagada de prisas y precariedad un momento para elegir qué libro leer, qué serie comenzar, qué canción escuchar.
Pese a que este problema de la sobreabundancia o la saturación (también denominada a veces infoxicación) pueda parecer muy actual, en realidad lleva vigente mucho tiempo. El investigador de la historia del conocimiento Xavier Nueno recorre en El arte del saber ligero la historia del exceso de información en la cultura occidental. Explica que llevamos siglos conviviendo con dos sentimientos contradictorios: la pretensión de bibliotecas universales cada vez más grandes donde poder acumular todo el conocimiento posible y, por otro lado, la ansiedad que nos generan estas bibliotecas. En relación con esta ansiedad, nos preguntamos: ¿pasa algo si no hemos leído a muchos de los grandes nombres que coronan el canon de la literatura occidental? ¿Estaremos incompletas en nuestras vidas lectoras? La presión del pasado no es a la única a la que se enfrenta el lector moderno: en un mercado editorial cada vez más saturado, es imposible seguir el ritmo de publicación de todo aquello que nos gustaría leer. Novedades, novedades y más novedades.
Nueno pone en duda el deseo de acumulación infinita: “[expresa] la sospecha de que a la barbarie se llega tan pronto por la falta como por el exceso de libros”. Este exceso aparece en escena con la invención y puesta en marcha de la imprenta: se produce la universalización y estallido de la palabra escrita. Si antes los llamados “cazadores de libros” recorrían monasterios y abadías jugándose la vida en busca de textos perdidos de la antigüedad clásica, con la imprenta las copias se hacen rápidamente y las bibliotecas del mundo se llenan de libros enseguida: “El problema ya no consistiría en cómo rescatar una obra ausente, sino en cómo encontrarla en los anaqueles de una biblioteca desbordante”. Así vemos que, aunque el problema de la saturación es antiguo, ahora se ha generalizado: ya no solo los bibliotecarios deben ordenar estas bibliotecas desbordantes, sino que cada persona con acceso a un smartphone tiene que enfrentarse al vértigo que supone la posibilidad de saberlo… ¿todo?
En el siglo XVIII los ilustrados buscaron soluciones a este problema a través del llamado “arte de la reducción”: promovieron síntesis del conocimiento en grandes proyectos como la Enciclopedia, desecharon todo aquello que consideraban inútil o caduco e intentaron hacer el saber más económico y accesible. Esta reducción se aplica de dos formas distintas:
La primera tiene que ver con algunas preguntas muy actuales: ¿Cuántas de nosotras hemos pensado en colocar el ordenador delante de una estantería llena de libros antes de una reunión telemática? ¿O hemos comprado un libro solo porque nos gustaba la cubierta? Es difícil a veces recordar que lo más valioso de un libro no son sus solapas, el gramaje de sus páginas ni el diseño de su cubierta: lo importante son las ideas que contiene. Los ilustrados se posicionan contra el fetichismo del libro como objeto y lo consideran un mero medio para el fin deseado: transmitir conocimiento. Si nos centramos en desear el libro como objeto, en el ansia de la acumulación (hoy diríamos consumo), estaremos convirtiendo el libro en un obstáculo para la difusión del conocimiento.
Además, el arte de la reducción involucra también a los autores, que deben utilizar las tijeras en sus propios textos y no dejarse llevar por este afán tan común de hacer complejas frases que deberían ser sencillas. Decía Diderot: “Teníamos una idea; esta idea no requería más que una frase; esta frase, deliciosa y llena de sentido, hubiera encantado; disuelta en un diluvio de palabras, cansa, aburre”. ¿A quién intentamos impresionar? ¿Forma el exceso de palabras parte de la construcción de esas identidades diseñadas para la exhibición de cierto estatus intelectual? Todas estas propuestas querían conseguir un saber ligero y portátil en el que las ideas están siempre en circulación.
En uno de los capítulos más interesantes del libro, Xavier Nueno diferencia entre “la biblioteca universal del erudito”, “la biblioteca selectiva del especialista” y “la biblioteca del amateur”. Esta última, construida a través de ideas del filósofo Roland Barthes, escapa del saber especializado y normativo para ir más allá de academias, universidades y otras instituciones. La biblioteca del amateur no tiene que ver con la autoridad, el reconocimiento, el combate del saber y el elitismo de las altas esferas: en ella se da “una relación menos opresiva ―sin angustia― con el saber. Sus lecturas están ritmadas por conversaciones, paseos y viajes. Su atención discurre de manera libre entre las líneas del texto. Si un libro le aburre, lo cierra y coge otro. Si un pasaje le resulta demasiado complicado, se lo salta”.
El amateur busca explorar nuevos espacios, es errático y su biblioteca está llena de lagunas: no hay nada que tiene que haber leído. Puede elegir no leer y se caracteriza por tener “colecciones precarias e imperfectas”. Esta lectura tiene que ver con el placer, con un conocimiento que escapa de la opresión y que está cargado de afectividad. Dice Nueno: “La biblioteca del amateur [...] ofrece una respuesta original al problema de la sobreabundancia de información, puesto que no trata de controlar el exceso, sino de minimizar su importancia. Aspirar a conocerlo todo, ¡qué angustia!, ¡qué pesadez!”. Se reivindica aquí algo simplemente cierto pero a veces difícil de encajar: que nunca llegaremos a leerlo todo, a saberlo todo.
Pese a la belleza de esta propuesta y del convencimiento de que la biblioteca del amateur es la más deseable y humana, no es fácil poner en práctica esta forma de lectura ligada al placer. Inscritas como estamos en el ansia por leer tanto los libros que parecen imprescindibles como aquellas novedades que pueblan la conversación pública, ¿cómo encontrar tiempo, energía y ganas de trazar nuestros propios itinerarios lectores? No podemos acercarnos a esta forma de leer si entendemos la lectura como un ejercicio alejado de la realidad y de nuestra situación en el mundo y sus sistemas: hay quien no tiene tiempo, energía o ganas de leer en las pocas horas de descanso que quedan tras el trabajo o que puede verse abrumado por esta cantidad ingente de títulos. Incluso para quienes trabajamos en sectores relacionados con los libros y la literatura es complicado escapar de estas dinámicas de consumo, fetichismo y exhibición de los libros como objetos y de nosotros mismos como supuestos lectores ideales. Es complicado distinguir entre aquello que leemos por placer y aquello que leemos para algo. Cabría preguntarse si esta distinción existe siquiera: ¿no es acaso la lectura algo que nos atraviesa y acompaña, si así lo decidimos, en todas las esferas de la vida? ¿Cómo saber, dentro de los libros que nos punzan, cuáles exprimir y cuáles disfrutar? Y, ¿cómo relacionarnos con el libro más allá del fetichismo por la acumulación de objetos deseables y bellos? ¿Debemos desmitificar los libros y entenderlos como un engranaje más de la industria cultural? ¿Cómo se hace todo esto?
Reconocer dudas y contradicciones es fundamental cuando nos paramos a reflexionar acerca de nuestra relación con la lectura. No para intentar encontrar la mejor manera de leer ni exponer los pasos a seguir para ser un lector ideal, si es que acaso eso existe. Tampoco para culpabilizarse, sino precisamente para disipar la culpa. Y, también, dentro de lo posible, para abrazar la lectura errática, abierta, imperfecta, libre y afectiva; para encontrar lugares más allá de la autoridad, los cánones y la pedantería. Resumiendo: para poder leer juntas.