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Las reformas estructurales condicionan el ajuste

Las reformas estructurales condicionan el ajuste

El aterrizaje forzoso del Gobierno en la ciénaga del Congreso ha abierto un saludable periodo de consultas y posibles acuerdos entre las partes en conflicto. Culmina así, sin mayores resultados, un periodo de enfrentamientos estériles que sólo sirvió para evidenciar la situación de empate estructural de una sociedad ya de por sí empatada en el terreno de sus visiones y expectativas hacia el futuro.

La perspectiva del diálogo era indispensable. Se trata ahora de recuperar el tiempo perdido. Ni el Presidente cuenta con el nivel de confianza social para una política de ‘ahora o nunca' como la que pretenden algunos de sus voceros, ni el resto de las fuerzas políticas cuentan a su vez con la legitimidad necesaria para bloquear impulsos colectivos de cambio que explican en buena medida la conmoción institucional que hoy sacude a toda la sociedad.

Una democracia -nos recuerda la buena filosofía política- más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. En circunstancias críticas como las actuales, los acuerdos son indispensables. Por lo general, los desacuerdos suelen ser más cómodos. Son en general más conservadores que los acuerdos, sobre todo en situaciones de aguda polarización en las que impera una política de todo o nada. La fidelidad a rajatabla con los propios principios aparece como un rasgo de personalidad que suscita admiración o temor, a la vez que demostrarse como flexible al diálogo puede implicar un síntoma de debilidad.

Bajo estas condiciones, la disposición al diálogo debe ser vista como una decisión conjunta de afrontar riesgos en común. Es lo que sin duda parecen haber entendido el Presidente que ha vuelto a vivir el país, demuestra que los apoyos políticos que importan suelen expresarse en función directa con la capacidad para garantizar condiciones de gobernabilidad.

Javier Milei en la apertura de las sesiones ordinarias

El grado de consenso social pasa así a depender de la capacidad de garantizar condiciones efectivas de gobernabilidad de procesos que, para sectores decisivos de la sociedad, se han tornado inmanejables.

Desde esta perspectiva, los costos políticos parecen recaer sobre más bien sobre quienes postergan las reformas y no sobre quienes expresan convicción y consecuencia respecto a sus exigencias más duras. En todo el continente, la estabilidad de los apoyos políticos y sociales parece estar asociada a la aptitud para mostrar capacidad de control y sentido de la orientación en la compleja agenda de las trasformaciones estructurales en curso.  

El ajuste estabilizador, en el que parecen centrarse los mayores esfuerzos del Gobierno, supone, sin embargo, un horizonte indispensable de reformas estructurales. Sin un sentido de orientación claro hacia el futuro, no habrá luz al final del túnel y las posibilidades de una legitimación social de la estabilización son muy remotas.

Las políticas de ajuste son, ante todo, reacciones casi desesperadas frente a una situación económica y socialmente insostenible. Se trata de detener a cualquier costo procesos hiperinflacionarios que desbordan las posibilidades de los instrumentos ordinarios de intervención pública de la economía, planteando incluso riesgos ciertos de estallidos sociales o crisis políticas.

El ajuste es esencialmente un shock sobre las expectativas económicas, orientado a congelar las variables fundamentales de la economía. Implican un empleo intensivo de facultades extraordinarias, muchas veces reñido con la ortodoxia legal e institucional. Son medidas que afectan a la sociedad en su conjunto y nadie puede sentirse particularmente afectado por agravios diferenciales. El hecho de que no haya ganadores ni perdedores netos es una condición indispensable para el apoyo social

Las políticas de reforma estructural son esencialmente diferentes. No pueden postergarse porque son la única posibilidad de introducir cambios definitivos en la estructura económica y social. Implican, por ello, procesos más amplios y posiblemente irreversibles en los mapas sociales y en la distribución del poder. Más que de una reacción ante un peligro común, se trata de una acción deliberada y estratégicamente fundada. Exigen, por tanto, el empleo de mecanismos de concertación que trasciendan el irremediable conflicto entre ganadores y perdedores. Afectan -y benefician- a algunos y en algo que puede ser esencial para su propia supervivencia. Las políticas de privatización, desregulación y apertura de la economía constituyen ejemplos claros de este segundo tipo de iniciativas.

La gestión política de los procesos de ajuste y estabilización plantea así desafíos inéditos a las políticas públicas, a las organizaciones sociales y políticas y, sobre todo, a una sociedad largamente castigada por una larga trayectoria de fracasos. Es aquí donde el esfuerzo recién iniciado por el Gobierno afronta una prueba decisiva. El voluntarismo debe ceder frente a la realidad de un sistema político que, mal o bien, funciona. El país acompañará los cambios genuinos y castigará sin piedad el oportunismo de quienes, una vez más, pretendan tomar atajos que la experiencia conduce, sin lugar a dudas, a los mismos callejones sin salida de siempre.

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