Milagro en Santa Coloma
Nos hemos acostumbrado a la muerte. Esto lo traen las guerras, y también lo traen las plagas, las epidemias... Antes, se las llamaba así. Ahora hablamos como un comunicado de la OMS, y decimos pandemia. Preferimos comunicar a hablar. Hoy, quieres hablar con alguien, y resulta que está comunicando. Nos hemos habituado a todo. A la muerte también. Siempre ha sido de la familia, pero hay temporadas en que vive con nosotros. Demasiados meses, años ya, yendo a entierros sin el descanso necesario para olvidar, en la medida en que resulte posible arrinconar estas cosas.
Creíamos que habíamos visto morir una época, una era, pero faltaba lo evidente, ver morir a sus protagonistas. Nadie protagonizó el fotoperiodismo en Barcelona como Joan Guerrero, que falleció el pasado día 3 de abril, a los 84 años, en el Hospital del Espíritu Santo de Santa Coloma de Gramenet. También su espíritu era santo, y eso le hizo comunista (del PSUC y de Comisiones Obreras), en su municipio del extrarradio de Barcelona, a donde le había llevado, en busca de trabajo, de comer, de vivir en mejores condiciones, ese viento salvaje de su Tarifa natal. Pero, siendo comunista, no era un hombre de partido, era un hombre de vecinos, de currantes y currantas que pagan un piso y se toman un cortado de camino al tajo, o de vuelta a casa. Y, por encima de todo, era un hombre con un oficio: la fotografía.
Toda la transición está en las fotos de Guerrero. La transición completa, desde la nada, cuando todo esto era tinieblas y solo había dictadura, y la ciudad era el vacío de los solares sin edificar, y empezó a verse en ella a los viejos recién llegados de los pueblos, venían arrastrados por sus hijos, y Guerrero retrataba a esos ancianos jugando a las cartas en una mesa, en medio de la tierra basta y seca, hasta la eclosión maravillosa del cosmos, muchas décadas después, en esas mismas calles, construidas, edificadas, bombardeadas, llovidas, pobladas, habitadas, humanizadas, por oleadas de meteoritos con corazón y aliento, mujeres, hombres, niñas, niños, venidos de China, India, Pakistán, Marruecos, Gambia, Camerún, Ecuador, Perú... de todo el mundo. Pues así es ahora Santa Coloma, y Guerrero la ha fotografiado, hasta el final de sus días, en la manera en que ha ido transformándose esta ciudad como todas nuestras grandes ciudades. Guerrero buscaba a la gente en cada momento. No podía vivir sin el milagro de la gente, sin la belleza de la condición humana.
Primero fue mano de obra; pero, cuando consiguió hacerse fotógrafo, trabajó para las revistas de Santa Coloma y, en seguida, para todos los periódicos de Barcelona o con redacción en la ciudad: El Correo Catalán, La Vanguardia, El Periódico de Catalunya, El País... En todos le quisieron y admiraron. Hablaba como de lejos, como si aún se estuviera trayendo su voz desde el horizonte de Tarifa, la voz se le había quedado enganchada en aquel azul. Sin embargo, sus pies, su calzado de fotógrafo pateador de asfalto, recorría el presente, y así observaba, no como un depredador, sino como uno más entre la multitud, con la cámara en la mano, las calles más humildes de lo que se llamó las afueras, y resultó que era el centro del universo: donde viven las personas.
Antes que un maestro, Guerrero fue un compañero. No quería enseñar, solo aprender, compartir, conocer, descubrir la vida cada vez que la miraba. A su entierro, el otro día, asistió la profesión en pleno. Toda una generación de fotoperiodismo y de periodismo de plumilla. Los que contaron y plasmaron una época, una política. Y también asistió a su despedida una manera histórica de hacer esa política, los antiguos y las antiguas fundadoras de las asociaciones vecinales. De aquella incontable multitud de periodistas que se reunió para darle su adiós, la inmensa mayoría ya se ha acogido la jubilación, en bastantes casos, forzosamente. De los viejos y viejas luchadoras de los barrios que también estaban en el entierro, la inmensa mayoría aún sigue en la brecha.
Algunos fotógrafos, sus compañeros de oficio, se presentaron en el funeral con la cámara en la mano (como Hamlet con la calavera de Yorick) o la llevaban tan solo colgando del hombro. No iban así para disparar, como salvas, fotos al aire en su gloria, ni para tomar imágenes documentales de ese acontecimiento de fotógrafo muerto con bigote, un bigote como el del perseguido quincallero el Lute, como la gente que se dejaba el bigote caído de cantautor uruguayo en un gesto antisistema. Llevaban la cámara colgada en señal de duelo, de complicidad, de compañerismo, para que la cámara estuviera también en el entierro, para que la cámara viera por sí misma como alguien más.
Un fotoperiodista ve para contar, pero luego necesita ver para vivir, que es todo lo contrario de vivir para ver. La primera cámara fotográfica que tuvo Joan Guerrero era de mentira y se la hizo con una caja de cerillas. Es el título del magnético, hondo documental que le dedicó el fotoperiodista David Airob: La caja de cerillas (2014). Actualmente, puede verse de manera gratuita en Internet. Aquella cámara de juguete se la fabricó Guerrero siendo niño. Vio en una película a alguien que tomaba una fotografía y se dio cuenta de que él quería hacer lo mismo. Entonces, se colgó del cuello una caja de cerillas vacía, sujeta de ambos extremos por un cordel. De este modo, Guerrero niño empezó a mirar. Así, sin nada, sin medios, sólo con sus sueños, se hizo fotógrafo Joan Guerrero.
A lo largo de su vida profesional, Guerrero publicaría muchísimos libros (más de veinticinco, seguro), tanto de fotografía como autobiográficos. Lo que no era Santa Coloma, en Guerrero, era mundo. Viajó muy lejos. Con el renombrado sacerdote Pere Casaldàliga, establecido entre las gentes más humildes de Brasil, y comprometido con la teología de la liberación, hizo un libro a medias. Las palabras eran del sacerdote y las imágenes de Guerrero. Guerrero era creyente, y su entierro, el pasado jueves, lo ofició un cura ecuatoriano, que era amigo suyo. Le llamaba Juancito. Guerrero era de esos creyentes que, en vez de decir Dios, decía: tiene que haber algo. Y también decía: yo no concibo la vida sin que haya algo más... Algo. En España, la mística ha llegado a través de la pobreza. Incapaz de aspirar a Dios, la gente ha tenido que conformarse con algo.
Fue iniciático su viaje a Latinoamérica. En el Ecuador, recorrió como un vagabundo la cordillera de los Andes, vibró bajo el volcán, que allí es el Chimborazo, y se sumergió en la más profunda pobreza de aquel país. Un pobre que conoció allí le puso en contacto con Sebastião Salgado, porque resultó que era amigo de ese fotógrafo, y así se hicieron amigos los tres. Pero Guerrero no trajo a Barcelona fotos de pobres. Trajo dignidad humana, que emanaba de los ojos de todos sus retratados. Él lo llamaba poesía. Tenía razón. Luego lo llamó fotografía solidaria y, con un grupo de compañeras y compañeros, puso en marcha una asociación para combatir la pobreza en el mundo con sus fotos. Tuve la suerte de publicar un libro con Guerrero, hecho de trozos de su vida y de muchas fotografías. Poco después de llegar a los lectores, el libro acabó triturado por la editorial, porque pasaba de tener los ejemplares sin vender ocupando espacio en el almacén. Y eso que les salía gratis el almacén, Guerrero ponía el alma y yo ponía el zen.
Guerrero era un narrador. Siempre contaba la historia de una mujer a la que se le había muerto un hijo. Él le llevaba fotografías de su hijo para consolarla, pero al día siguiente las fotos habían desaparecido. Nadie en esa casa atinaba a dar con lo que ocurría, hasta que aquella mujer se lo contó a Guerrero. Era ella quien se comía las fotos. Las desmenuzaba, las despizcaba en trocitos, para masticarlos y tragárselos y, así, llevar a su hijo dentro. Historias como esta había vivido un montón, y de esas cosas era de lo que siempre hablaba en cualquier parte, sentado en la terraza de un bar de barrio, de pie en la acera, como conversan los vecinos que se conocen y se encuentran por la calle.
La transición que fotografió Guerrero está llena de pancartas hechas con las sábanas con que se acostaba la gente. Bueno, con las sábanas viejas, que para eso las rompían. Eran fotos de manifestaciones vecinales, en las que reclamaban escuelas públicas, ambulatorios porque no tenían médico, asfaltado, alcantarillado, alumbrado, que llegara el autobús hasta donde sólo había caminos de barro. Así eran aquellas fotos, repletas de jerséis de mercadillo con los que la gente que pide justicia se abriga en invierno. Guerrero tenía la misma manera de salir a hacer fotos que de ir a comprar el pan. Andaba por la calle. Se paraba y los otros viandantes seguían andando a lo suyo, pero él se había fijado en algo, y comprendía que aún iba a pasar algo mejor. Esperaba allí, como cualquiera que se detiene en la calle sin prisa, sin darle importancia, porque sabe que el destino tiene palabra, que lo esperado va a llegar. Y tomaba la foto, y continuaba circulando entre el personal, reconociendo las caras de la gente, individuo por individuo.
Miguel Hernández y Antonio Machado eran sus poetas preferidos. En el poema Nanas de la cebolla, de Miguel Hernández, Guerrero identificaba su propio agradecimiento a la figura materna. Pareciendo un fotógrafo de hijos, Guerrero era un fotógrafo de madres. Siempre estaban las madres, en sus fotos, retratadas de las maneras más diferentes. La madre que amamanta, la madre con el carrito, la madre que vigila el juego, las madres que hablan entre ellas. Guerrero no era paternalista, era maternalista.
De Antonio Machado, tomó la bondad y una fascinación por el cementerio del Espino, en Soria, donde un día llegó en peregrinación poética y fotográfica. Pero creo que no era Leonor, que yace en aquel camposanto, el imán que lo atrajo hasta allí, sino dos palabras que hay al principio del famoso poema donde Machado inmortaliza el Espino. Es cuando dice Machado: Palacio, buen amigo... Buen amigo, esa era la combinación secreta para abrir la caja fuerte del corazón de Guerrero. Siempre saludaba a quien se encontrara llamándole: ¡Hola, amigo! Y alargaba mucho la o de amigo, porque su voz tenía que llegar desde Andalucía, y también la alargaba mucho porque no quería que la amistad se acabase.
Si a alguna escuela perteneció Joan Guerrero, fue al neorrealismo italiano. Le conmovían aquellas películas. Asimismo, adoraba a Tarkovski y a Truffaut. Sin embargo, a las verdades de estos les faltaban los charcos donde Guerrero encontraba la vida reflejada. Un día me paró delante de un charco y me dijo: Javier, dime qué ves ahí. Un edificio reflejado, ¿te refieres a eso?, le contesté. Sí, pero si no estuviera el edificio, ¿qué verías? No sé... Pues verías el charco, verías la verdad.
La calle es el alma de la fotografía, esta frase la decía mucho Guerrero. Y también le gustaba pronunciar esta otra frase: las fotos son bonitas porque la gente sale en ellas. Estaba orgulloso de su familia, de su mujer, Mari Carmen, de su hija, Laura, que también es fotógrafa, y de su hijo, Ernesto, que murió a los 28 años. Y estaba orgulloso de su oficio de fotoperiodista. Nunca se consideró artista, ni tampoco pretendió dar un carácter documental a sus fotografías. Se tenía, simplemente, por un fotógrafo. Cuando explicaba una foto suya de unos niños jugando en un charco muy grande, que se ha publicado mucho, solía contar: Yo no hice la foto pensando que era un documento. De verdad, ¿cómo iba a ver yo ahí un documento? Lo que vi era lo que se ve en la foto: unos niños. Y ahora van y dicen que es un documento.