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El salero y don Quijote

La sal parece insignificante, pero a lo largo de la historia se le ha considerado símbolo de estabilidad y permanencia.

Los anticuarios poseen cierta atracción. La mirada recorre bellos objetos, quizás queriendo captar alguno que nos magnetice y cuestione sobre su pasado: muebles, pinturas, porcelanas, alfombras, espejos…

Una tarde, mi mirada se detuvo ante un pequeño salero de cristal. Mi hija notó la pausa y me sorprendió en la salida entregándomelo con una sonrisa. Aquel gesto tenía un significado.

La sal parece insignificante, pero a lo largo de la historia se le ha considerado símbolo de estabilidad y permanencia. En tiempos antiguos, fue un bien de prestigio, incluso moneda entre los mercaderes que la intercambiaban por oro.

El vocablo latino salarium aludía a la asignación de sal a los soldados romanos para complementar su sueldo. La sal en los idiomas antiguos se empleaba para referirse a personas o cosas que se estimaban y respetaban. En la Edad Media, fue esencial para el crecimiento de las ciudades, pues se usaba para conservar los alimentos. De hecho, ayudó a impulsar la economía de diversos pueblos.

La sal es discreta, un poco de lo que nuestro tiempo necesita. Una virtud alabada por los clásicos, porque hace grande a la persona por dentro, aunque no se note por fuera.

Inmuniza de las retribuciones o alabanzas mundanas, aleja de algo tan vulgar como la vanidad. Las personas discretas tienen la elegancia de pasar inadvertidas, prefieren ser que parecer y suelen ser sensatas.

El ensayista francés André Maurois consideraba la discreción como el arte de “no decir más de lo que haga falta, a quien haga falta y cuando haga falta”. Menos es más.

Nos recuerda la máxima aristotélica: “Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo, pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”.

Para lograrlo, agrega Aristóteles, es necesaria la prudencia y la discreción, que en cierta forma asiste a la paz. Cervantes llama discreto a Alonso Quijano en los momentos de cordura, a Sancho cuando no dice simplezas, a los diálogos si son coherentes, a las acciones ingeniosas y a los discursos inteligentes. Llama discreto al caballero don Diego de Miranda en la segunda parte del Quijote.

¿Qué lo hace discreto? Él mismo lo dice: “No escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros; reparto de mis bienes con los pobres sin hacer alarde de las buenas obras por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado, y procuro poner en paz los que sé que están desavenidos”.

Ser discreto es hacer el bien, no solo sin mirar a quién, sino sin que se note. Es no entrometerse en la vida ajena, no ser presumido ni presuntuoso, huir de la vanagloria (que es gloria vana) y de la hipocresía (parecer lo que no se es).

Ese es el mérito del discreto: que no se le reconozca ninguno. Cuando veo el salero de cristal en la mesa, sonrío y agradezco a mi hija el frágil pero poderoso gran obsequio.

hf@eecr.net

La autora es administradora de negocios.

La sal parece insignificante, pero a lo largo de la historia se le ha considerado símbolo de estabilidad y permanencia. Foto ilustrativa.

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