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Un paseo por el feísmo toledano. Capítulo tercero

Abc.es 
Aquella mañana diáfana de primavera decidí subir por el remonte mecánico, después de dar un agradable paseo por el abandonado parque de Safont, donde pude comprobar el deplorable estado de la escultura-homenaje a Alberto Sánchez . La escalera mecánica es magnífica, cuando funciona. Desgraciadamente para un veterano grupo de turistas, el penúltimo tramo estaba parado (el último no se encuentra en marcha desde tiempos inmemoriales). La culpa, como la de tantas cosas en este país, es de un tal Juan Nadie, porque nadie se responsabiliza de las averías de estos remontes o del ascensor de acceso a los aparcamientos, ni el Ayuntamiento de Toledo ni Parkia, la concesionaria. Noticia Relacionada opinion No Un paseo por el feísmo toledano. Capítulo segundo Luis Peñalver Alhambra Si no queremos convertir Toledo en un parque de atracciones «culturales», apostar por viviendas y establecimientos para los residentes, en especial para los jóvenes Inicié mi andadura por el callejero toledano, entre museos de la brujería y exhibiciones de instrumentos de tortura, exposiciones concebidas para alimentar el morbo y la ignorancia, y me volví a preguntar por qué cuesta tanto desmontar esa leyenda negra urdida desde hace siglos por la propaganda política de ingleses y holandeses, la cual ha calado tanto en la conciencia colectiva de los españoles que la recogen puntualmente los manuales de historia que estudian nuestros hijos. Saludé de lejos a un viejo conocido ya, el cardenal Sancha, que continuaba allí, en la pintoresca plaza de Juan Mariana , impertérrito en su pose torera. Reflexioné acerca de aquellos tiempos en los que la Iglesia que se distinguía por su cultura y buen gusto, contratando a los mejores artistas y menestrales para las obras de sus templos o para inmortalizar a sus próceres. Después de soportar la megafonía de un free tour llegué a la plaza del ayuntamiento. Me llamó la atención una chica que estaba sentada en un banco, con las piernas cruzadas y acodada con la mano en la mejilla. Me pareció algo extraordinario, pues no se hallaba mirando el móvil ni hablando con el «manoslibres» ni haciéndose un selfi. Estaba contemplando la catedral, sin más, y lo hacía con esa expresión de asombro y extrañeza de la persona que no entiende lo que está viendo. Me animé y decidí entrar en la catedral. Siempre que lo he hecho, me ha invadido la misma impresión: la de traspasar ese umbral que separa lo profano de lo sagrado. Aunque uno sea un descreído, siente que los constructores de esos grandes templos góticos creían en lo que estaban haciendo: erigir un espacio en el que se iba a producir una teofanía. Verdaderamente creían que en ese edificio, Dios (o lo divino, o lo numinoso, o el Misterio) se iba a manifestar, en forma de luz transfigurada merced a las preciosas vidrieras. Cuando me encontré frente a la mejor rejería de Europa, entre el majestuoso altar mayor y el magnífico coro, pensé en cómo se debían de sentir aquellos fieles cuando veían las rejas de Villalpando y Domingo de Céspedes con los balaustres forrados en oro y plata (es decir, damasquinados), y luego bruñidos para conseguir un efecto espejo: sin duda sentían que se encontraban en la antesala de la Jerusalén Celeste. Este sentimiento de «lo sagrado» difícilmente se encuentra en las iglesias actuales, y ello porque no responden a los valores de un tiempo de estructuras sociales y culturales ateas. Hoy un arquitecto puede brillar diseñando un museo, un centro comercial o un aeropuerto, pero no una iglesia. El lugar de Dios lo ocupa ahora en nuestro horizonte mental la Tecnología, y por supuesto ese incienso que se puede quemar en el altar del Consumo. Mas no nos dispersemos y sigamos con nuestro recorrido por la que puede considerarse, por los tesoros artísticos que contiene, una de las iglesias más ricas de la cristiandad. Pero cuando llego a la sala capitular, uno de mis espacios favoritos, veo (o imagino) recortándose sobre las pinturas de Juan de Borgoña a dos figuras bailando, una de ellas con un sensual movimiento de caderas. Se trata del famoso perreo de C. Tangana y Nathy Peluso , millones de veces reproducido. Cuesta trabajo creer que el cabildo catedralicio prestase su templo para este tipo de grabaciones, o que la alquilen para cócteles y otros eventos sociales completamente ajenos a un espacio religioso como éste, quizás porque no les importe expoliar o despojar este templo de su sacralidad, hasta ese punto han dejado de creer en ella. Paso a la sacristía con el ánimo de contemplar una vez más otro Expolio , el de El Greco , y me encuentro, en una de las pinacotecas más importantes de España, junto a las obras del Cretense, de Goya y de Tiziano, y bajo la apoteósica gloria de Lucas Jordán, el apostolado del polifacético José María Cano , conocido componente del grupo Mecano. Parece que ha venido para quedarse, en permanente diálogo con los apóstoles de El Greco, esta docena de rostros empastados, en los que se reconocen las facciones de familiares y amigos, algunos asiduos de las revistas del corazón. No voy a entrar aquí en juicios estéticos, pero los actuales dirigentes de la catedral primada no dejan de sorprenderme. Atónito, desconcertado, visito una de las obras de arte más sublimes de orfebrería que se han hecho nunca: la custodia de Enrique de Arfe . Faltan pocas semanas para que procesione bajo palio por las estrechas calles de la ciudad. Puede que a alguien no le entusiasme una procesión como la del Corpus Christi, porque vea en esta celebración de origen medieval un reflejo de la más rancia sociedad estamental: acompañan a la Sagrada Forma representantes de los tres estamentos tradicionales, la Iglesia, la nobleza y el ejército, a los que se unen los políticos de turno y otras hermandades con sus estandartes. Quizás no estaría mal que algunos engolados y estirados cofrades del cortejo procesional desfilasen detrás de una de esas máquinas barrocas en las que se representaban alegorías de virtudes cristianas, como la Humildad. A pesar de todo, ni el calor ni las aglomeraciones de la gente empañan una fiesta eucarística que es digna de admiración, superviviente de las que se celebran en las principales ciudades europeas durante los siglos XVI y XVII. Los ricos tapices flamencos con los que se cubren los muros de la catedral, las calles engalanadas por las que discurre la procesión, el pavimento perfumado con tomillo y otras hierbas aromáticas, no dejan indiferentes a nadie. Pero aunque en los últimos años se ha hecho el esfuerzo de sustituir las flores de plástico por arreglos de flores naturales, entre los faroles de forja artesana, los mantones, reposteros, guirnaldas de boj y otras colgaduras, un paseo por el feísmo toledano se tiene que acordar del abigarramiento de algunos abalorios ornamentales que entran dentro de la categoría de lo cursi, lo hortera o lo kitsch, es decir, de lo vulgar con pretensiones. Sobre todo cuando uno revive las arquitecturas efímeras que adornaban estas solemnes celebraciones y para las que eran requeridos los grandes artífices, como Velázquez y otros artistas del Barroco. En fin; cansado de ensoñar, salgo ya de la catedral, y lo hago para reencontrarme con la fuente-escultura de Cristina Iglesias , una de las pocas deudas que la ciudad de Toledo ha pagado con el arte contemporáneo. Un sinfín de bolsas, papeles y colillas se confunden entre el ramaje de su lecho broncíneo. En manos de quién estamos, me pregunto. Como decía Cicerón, «la evidencia es la más decisiva demostración». SOBRE EL AUTOR Luis Peñalver Alhambra Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid

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