AMLO y compañía normalizan a Pinochet
Desde la invasión a la embajada de México en Quito, Andrés Manuel López Obrador y su canciller, Alicia Bárcena, repiten que “ni Pinochet” se atrevió a violentar una representación oficial mexicana.
A quererlo o no, con su reduccionismo presentan al sanguinario dictador como alguien respetuoso de soberanías o vidas, de leyes o convenios.
En su estrujante libro La conjura. Los mil y un días del golpe (Catalonia, 2013), la periodista chilena Mónica González recrea las traiciones que llevaron a la muerte del presidente Salvador Allende, bombardeado en La Moneda por el rastrero Augusto Pinochet, cuyo régimen de terror mataría el año siguiente del golpe a su predecesor al frente del Ejército, al general Carlos Prats, en Buenos Aires, detalles que enseguida reproduzco:
“Dar la vida... Eso fue precisamente lo que hicieron el general Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert, el último domingo de septiembre en Buenos Aires. Esa mañana habían sido los invitados de honor de un almuerzo campestre, en las afueras de la capital trasandina. En la tarde, junto a Ramón Huidobro, exembajador de Chile en ese país, y su esposa Panchita, fueron a ver la película italiana Pan y chocolate. Al finalizar la jornada, los cuatro se trasladaron al departamento de los Huidobro. La conversación fue intensa. Huidobro buscó convencer a Prats de abandonar cuanto antes Argentina ante la amenaza cierta que lo cercaba. No tuvo éxito. Prats fue enfático en decir que no se iría mientras la embajada de Chile no le diera los pasaportes que desde hacía meses solicitaba. ‘Un general chileno no viaja con pasaporte extranjero’, afirmó. Había angustia y urgencia en las palabras de Huidobro y una serenidad desconcertante en los dichos y gestos de Prats. Quince minutos después de la medianoche, el matrimonio Prats se despidió de sus amigos, subió al auto Fiat 125 color gris y enfiló hacia Palermo”.
“Nadie sabrá nunca cuáles fueron las últimas palabras que cruzaron en el camino de regreso. Tampoco, si al momento de detener el auto frente al número 3359 de la calle Malabia, el general le dio una última mirada a su esposa. Quizás uno de los dos haya dicho algo sobre la extraña oscuridad que se cernía esa noche sobre el barrio. Prats se bajó y abrió las pesadas puertas de la cochera. Con paso lento, regresó al volante. Quizás, en ese preciso momento, Sofía Cuthbert miró su reloj. Marcaba las 0:40 horas cuando la bomba estalló. Había sido colocada bajo el asiento del conductor por el agente de la DINA Michael Townley, y activada por control remoto por él y su esposa, Mariana Callejas. Los dos cuerpos fueron despedazados y sus restos se esparcieron en un radio de 50 metros, rasgando la intensa oscuridad de la calle. Los faroles, extrañamente, se habían descompuesto apenas horas antes”. (30 de septiembre de 1974).
En páginas previas, González consigna el talante traicionero y simulador de quien por lustros hundiría a su país en una noche de sangre y miedo:
“Hacía sólo un año, en el frontis de La Moneda, el mismo Pinochet había sellado, con un abrazo al general Prats y frente a todos sus hombres, la lealtad a su mando y a la defensa del gobierno constitucional ante la rebelión del Blindado”.
Además de muchísimos en suelo chileno, Pinochet ordenó atentar en 1975 en Roma contra Bernardo Leighton (él y su esposa padecerían secuelas de por vida), y en 1976 en Washington, con otra bomba en el auto, asesinaría a Orlando Letelier.
Dejen de usar a un asesino trasnacional como referente de respeto a una sede diplomática.