El fenómeno del 'amigo terapeuta': los peligros de opinar sobre la salud mental de los demás
Hablar de salud mental es bueno, sin embargo no siempre es bueno hablar de salud mental. Lo que a priori parece ventajoso y no oculta nada pernicioso, esconde tras de sí la posibilidad de retraumatizar a personas víctimas de historias y memorias patogénicas. Se hace necesario en el cuidado de la salud mental del otro no confundir el sentido común de la buena voluntad, si es que la hay, con la atención psicológica profesional.
La necesidad psicobiológica de ser atendido y escuchado es propia del ser humano, y se trata de un impulso fundamental que confiere identidad a nuestra especie. Cuando ese vínculo falla, ocurre la retraumatización, que no deja de ser una superposición de traumas, una herida sobre otra, que puede desembocar en la aparición de otras patologías más severas.
Existe en lo psicológico una negligencia social latente cada vez que hablamos, sin filtro, de salud mental y la posibilidad de ejercer daño se convierte en una realidad cuando nos compadecemos del prójimo. Según explica el doctor en Psicología por la Universidad de Salamanca Luis Raimundo Guerra Cid en su libro Palos en las ruedas. Una perspectiva relacional y social sobre por qué el trauma nos impide avanzar (Octaedro, 2018), normalmente las personas que traumatizan suelen ser las más cercanas, precisamente aquellas personas de las que esperábamos ayuda.
Los terapeutas tendemos a sobreestimar los efectos positivos de nuestras terapias poniendo en riesgo, al contrario del objetivo principal de estas, a los pacientes. En este sentido, existe una tendencia a sobreestimar los resultados de nuestras intervenciones además de desestimar los riesgos a los que podemos exponer a estos.
La patologización y la consecuente medicalización a la que la población está siendo sometida refuerza la hipótesis de que no solo con hablar de salud mental se arreglan las cosas
Aunque la psicoterapia ha demostrado holgadamente su eficacia, conviene tener en cuenta que hasta el 10% de los pacientes empeoran durante el proceso psicoterapéutico y un 30% manifiestan cambios clínicamente poco significativos, según diferentes investigaciones. A esto lo llamamos iatrogenia y hace referencia al impacto negativo que puede producir un tratamiento psicológico desafortunado en la salud del paciente. Una actitud fría y distante con el paciente, deshumanizada y deshonesta, produce en terapia más daño que beneficio. Por ello es fundamental asegurarse de en manos de quién ponemos nuestra salud mental.
El psicoanalista húngaro Sandor Ferenczi, discípulo de Sigmund Freud, señalaba en su libro Confusión de lengua entre adultos y niño. El lenguaje de la ternura y de la pasión (1984) que tratar las problemáticas del infante como menores proyecta un malestar psicopatológico en el futuro adulto. La confianza y seguridad, no solo en terapia, son fundamentales para evitar el desarrollo de problemas psicológicos. Según datos extraídos por el III estudio sobre bullying de la Fundación ANAR y Fundación Mutua Madrileña, un niño o adolescente tarda de media 13 meses en pedir ayuda y un 34% no lo cuenta en casa.
A día de hoy, la patologización y la consecuente medicalización a la que la población está siendo sometida es, con mucha probabilidad, una nueva forma de iatrogenia. Esto refuerza la hipótesis de que no solo con hablar de salud mental se arreglan las cosas sino que, al contrario de esto, corremos el riesgo de empeorarlas.
Recientemente hemos sido testigos de nuevas críticas hacia el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM) y de cómo el sobrediagnóstico tiene vínculos estrechos con las farmacéuticas. Los profesionales de salud mental tenemos una responsabilidad crucial sobre qué uso hacemos de estos manuales y cuál es la finalidad del diagnóstico como elemento de trabajo en terapia.
En consulta, el objetivo último de cualquier proceso terapéutico consiste en arengar al paciente hacia la decisión correcta, si es que existe, ante cualquier atisbo de duda. Nuestra labor profesional dista mucho del juzgar la conducta del individuo, de marcar los límites entre el bien y el mal. Existen grandes diferencias entre el sentido común subjetivo a la hora de dar un consejo y un proceso terapéutico, analítico, de base clínica y empírica.
Algo ha cambiado en los últimos años en lo que a salud mental se refiere. La pandemia de Covid-19 nos obligó a convivir con nosotros mismos y confrontar aquella realidad con nuestros miedos y vulnerabilidades que se traducían mayormente en expectativas frustradas (en el mejor de los casos). Desde entonces, con el aumento de la visibilización de la salud mental, son más las personas que van a terapia, pero a la vez y como consecuencia de esto mismo, son más las personas que se comportan como una suerte de gurús del todo y de la nada, adalides de un conocimiento insondable, ya sea en el reino de sus redes sociales o bien a pie de calle, a nuestro alrededor y ante nuestra propia presencia. Son los opinólogos del sentido común. Los hooligans de la salud mental. Personas que no cesan en opinar sobre lo que tienes que hacer para estar bien, pero que cojean en la gestión emocional de sus vidas. Son nuestros amigos 'terapeutas'. Una fuente peligrosa y negligente de retraumatización social, y un riesgo para tu salud mental.
Con la mayor visibilización de la salud mental son más las personas que van a terapia pero también, como consecuencia, las que se comportan como adalides de un conocimiento insondable que no cesan en opinar sobre lo que tienes que hacer para estar bien mientras cojean en la gestión emocional de sus vidas. Son nuestros amigos 'terapeutas
Han pasado ya varios años de aquello y ahora se habla más de salud mental. Hablamos más de ansiedad y depresión, pero también de otras problemáticas más severas que han sido un tabú persistente y profundo a lo largo del tiempo. Identificar el malestar se hace necesario como un primer paso para afrontarlo, pero también se hace fundamental descifrar su origen, y este no siempre reside en uno mismo, sino en variables externas que confluyen en la interacción con nuestra existencia.
A día de hoy, somos testigos del bautismo de una nueva juventud injustamente denominada “generación de cristal”, capaz de hablar de salud mental de una manera más espontánea, probablemente como un ejercicio de supervivencia ante la frustrada realidad que confrontan, donde la idea de progreso presente en generaciones previas se ha visto finalmente sometida por una realidad asfixiante, donde la precariedad y las dificultadas para emanciparse justifican ese malestar.
Un ejercicio de supervivencia que confronta con la idea de ir a terapia como una responsabilidad individual, sin tener en cuenta que no todas las personas tienen recursos económicos para pagar un servicio privado de psicología o psiquiatría. Lamentablemente, nuestro sistema sanitario público carece de los recursos necesarios para dar un mínimo de cobertura psicológica a la población. Actualmente la media de espera en algunas comunidades autónomas puede ascender a los 200 días. Para romper realmente el tabú de la salud mental, son necesarias políticas que tengan en cuenta el daño psíquico de los ciudadanos.
Dicen Javier Padilla y Marta Carmona en su libro Malestamos. Cuando estar mal es un problema colectivo (Capitán Swing) que la seguridad económica no excluye el sufrimiento psíquico. Podemos nacer en la familia con las mejores condiciones socioeconómicas del planeta y aun así padecer el sufrimiento psíquico más severo. El dinero no excluye el abuso y la negligencia social e intrafamiliar. Al contrario, en muchos casos no es más que un generador de malos tratos. Sin embargo, la precariedad tampoco excluye estos malestares, es más, favorece que se almacenen potenciando la tendencia a un malestar mayor.
La diferencia radica en que la seguridad económica permite poner el foco en el origen del malestar. Si heredas una vivienda o tu familia puede y decide pagártela, podrás evitar someterte o enfrentarte al delirio de los abusos por los alquileres. Esta seguridad, dicen los autores, es la vía hacia la capacidad para hacer cosas, y esa capacidad es la que marca la diferencia en la perpetuación del sufrimiento.
En este sentido, existe un estudio en el Reino Unido sobre el trabajo en ocupaciones creativas que afirma que la proporción de escritores, artistas y músicos que por origen pertenecen a la clase trabajadora se ha reducido a la mitad desde la década de 1970, pasando de un 16,4% a un 7,9%. No es difícil concluir en base a estos datos que las posibilidades de dedicarse a un trabajo creativo son profundamente desiguales en términos de clase, y para invertirlas serán necesarias reformas en el apoyo a la carrera y en las prácticas de contratación y promoción.
Según esto, en las profesiones creativas, quien goza de apoyo económico en forma de herencias, tiene una mayor probabilidad de que su producto sea consumido, ya que podrá permitirse sostenerlo en el tiempo y asimilar el funcionamiento acelerado de la industria del entretenimiento, una industria que lejos de premiar la vanguardia y la creatividad, enriquece la rentabilidad. En este sentido, la posibilidad del éxito comercial de un producto creativo no sería más que el reflejo de la burguesía de generaciones previas heredadas por los artistas exitosos de nuestro tiempo.
No es casualidad entonces que las personas con solvencia económica puedan jugar a ser Dios y se atrevan a opinar sobre la salud mental de los otros en un ejercicio de narcisismo implacable, con una notable carencia de empatía. Los pseudogurús del éxito te dicen lo que necesitas para ser feliz y cómo tienes que lograrlo, pero tienen la cartera llena y cuentan con un poder adquisitivo lo suficientemente solvente como para no sentirse oprimidos por esta frustrante realidad del poder del capital.
No es casualidad que ciertas personas con solvencia económica se atrevan a opinar sobre la salud mental de los otros en un ejercicio de narcisismo implacable. Los pseudogurús del éxito te dicen lo que necesitas para ser feliz y cómo tienes que lograrlo, pero tienen la cartera lo suficientemente llena para no sentirse oprimidos
Se trata de personas que no han vivido en entornos comunitarios adversos como la pobreza, la discriminación o la violencia. De cayetanos a anarcopunks, de mods a hípsters, de heavies a traperos, todos unidos por las herencias de sus antepasados, adalides de tu bienestar. Víctimas de una (su) ambición desmedida que, desde su privilegio, no hacen más que subrayar la diferencia de clases con un mensaje ambiguo que lidia entre lo negligente y lo iatrogénico sobre el malestar psíquico de los demás.
Dice Adriana Royo en su libro Depresión. Hay vida después de la muerte (Buen Dolor, 2023) que el sufrimiento no se debe únicamente a problemas orgánicos que pueda tener tu cerebro, tampoco es algo individual que tengas que tratarte tú solo, sino que hay que tener en cuenta también las causas sociales y económicas.
Que la salud mental esté más en boca de todo el mundo no es algo que haga de la nuestra una sociedad mejor y mucho menos un pilar que dignifique nuestra profesión. Es así como al hablar de algo aparentemente beneficioso corremos el riesgo de retraumatizar a nuestros semejantes.
La posibilidad de este tipo de daño también ha proliferado con el auge del autodiagnóstico en redes sociales. Somos testigos de cómo el contenido audiovisual de los pseudoinfluencers ha proliferado obligándonos a creer que su consumo nos traslada al conocimiento o expertise en salud mental. Probablemente, como resultado de esta iatrogenia sociodigital, no son pocas las veces que llegan a consulta personas que dicen conocer su diagnóstico, que han leído sobre el tema o escuchado a no sé quién y aseguran sentirse identificados por los síntomas que se mencionan. En este sentido más del 52,1% de los españoles reconoce usar Internet, las redes sociales o incluso la inteligencia artificial para buscar una posible enfermedad en 2023.
El daño también ha proliferado con el auge del autodiagnóstico en redes sociales. Somos testigos de cómo el contenido audiovisual de 'influencers' ha proliferado obligándonos a creer que su consumo nos traslada al conocimiento o 'expertise' en salud mental
Diagnosticar en terapia o hacer uso de un sentido común creído a pie de calle para hablar de la salud mental del otro puede ser una forma reduccionista y patologizante de entender el sufrimiento psíquico. Rechazar la terapia sin un motivo claro y consistente o por el contrario haber ido a terapia durante años, no justifica la subconsciente potestad de procurar consejo sobre el malestar ajeno porque, por ejemplo, “me he trabajado el tema”.
El optimismo tóxico carga contra un pesimismo defensivo, más realista y responsable. Se presume más el optimismo, seguramente de forma interesada, a pesar de que según estudios la búsqueda de la felicidad puede producir resultados y efectos negativos. Se trataría de revisar nuestra tolerancia a la frustración con el malestar ajeno y no alimentar el perjuicio en la salud mental de los demás. Un acto de conciencia social desde la escucha y el silencio, muy lejos de lo que implica jugar a ser Dios.