Por una izquierda mutante
Los liderazgos se construyen de dos maneras: o por el valor, o por la virtud. Uno puede ser un líder porque se pone delante del ejército y se lanza el primero a por el enemigo –como Braveheart– o porque es el mejor en su campo –como Napoleón, que nunca se puso delante de ningún ejército pero era reconocido como un gran general–.
En política ocurre lo mismo. Hay liderazgos que reposan en las virtudes de una persona –como el de Manuela Carmena, que fundó su proyección pública en su trayectoria como jueza y abogada laboralista– y otros que se basan en el valor.
Durante mucho tiempo, los líderes de la derecha fueron del tipo virtuoso. John McCain, el histórico lider republicano, construyó su personaje desde su paso por Vietnam, donde era piloto. Allí fue derribado, capturado, encarcelado y torturado durante años. Cuando se le ofreció ser liberado excepcionalmente, se negó a salir de allí hasta que salieran sus compañeros.
Pero con la aparición de los populismos esto cambió. El primer activo de Donald Trump como candidato no es que sea una buena persona, ni un buen gestor, ni un héroe, ni alguien de confianza, sino que se presenta como el más valiente; el más efectivo en señalar y combatir “la ciénaga” demócrata. En alguna ocasión, incluso se mofó con sorna de la experiencia en la guerra de McCain, de quien dijo que no le gustaba porque “había sido capturado” y a él le gustaba la gente que no se dejaba capturar. Trump es en esto igual que Boris Johnson, igual que Silvia Meloni, igual que Javier Milei.
Alvise, Abascal y Ayuso hacen lo mismo. Sus votantes saben muy bien que no son virtuosos, pero son valientes. Se “atreven” a “denunciar” o a “combatir” lo que ellos entienden que es el enemigo. Por eso da igual cuántas toneladas de corrupción le echen encima a uno de estos personajes. O que sus valores no estén alineados con los de sus votantes, como le ocurre a Trump con la iglesia evangélica. Lo único que les hace daño –como sabe muy bien Feijóo– es que les tachen de cobardes.
Claro que no todos los líderazgos basados en el valor son así. De hecho, en la izquierda, donde era difícil que hubiera gente de esa que la sociedad consideraba “virtuosa” hasta hace poco, todos los líderes llegaban por haber sido valientes: en la guerra, en la mina o contra la dictadura.
Pero cada vez más, en la izquierda, los liderazgos se construyen por la virtud. En las penúltimas autónomicas en la Comunidad de Madrid, Más Madrid usó el eslogan “Madre. Médica. Mónica” para subrayar que su candidata es una persona extraordinaria, que no solo es competente en política, sino que tiene una de las profesiones más exigentes al tiempo que cuida de sus hijos.
Curiosamente, en el plano nacional los papeles están intercambiados. Feijóo es un lider virtuoso, de quien se alababa su trayectoria como gestor en Galicia, mientras Pedro Sánchez es un líder valiente, del que sabemos muy poco de su pasado o sus atributos personales, pero nos ha quedado clarísimo que se atreve con todo. Por esta razón, ambos candidatos tienen dificultades para encajar con su propio electorado.
El problema de los liderazgos por la virtud es que son extraordinariamente frágiles. Cuando construyes la imagen de una persona en torno a la idea de que es perfecta, te queda un concepto tan prístino e inmaculado que parece una pompa de jabón. De pronto cualquier cosa –como irse de vacaciones pagando 800 euros por una casa o salir a cenar– es susceptible de pinchar la burbuja reputacional y hundirlos.
Para muestra, un botón: a Yolanda Díaz, que con su tono pausado y su insistencia en recordarnos que ella hace buena política es la hipérbole del liderazgo por la virtud, le acaba de pasar factura decir “¡a la mierda!” en el Congreso. Sin embargo, la misma frase, hace 20 años, sumó muchos puntos a la imagen de hombre combativo que tenía Labordeta.
El otro problema de los liderazgos virtuosos es que el perfeccionismo es el enemigo de la acción. No querer equivocarse, no querer ofender, quedarse en el marco de lo posible, es el antídoto perfecto para cualquier propuesta nueva.
En ese intento de no pisar ningún callo, la izquierda está en un ejercicio de people-pleasing que, como ya nos ha explicado a todos nuestro terapeuta, es una catástrofe. Empeñada en no molestar ni a los caseros, ni a los inquilinos, ni a los profesores, ni a las familias, ni a los sindicatos, ni a las personas que ya no quieren que el trabajo sea el centro de la vida, se está desdibujando.
Lo hemos vivido en los últimos años con la propuesta de la jornada laboral de cuatro días. Una idea que concita el máximo consenso entre los votantes de todos los partidos y que es capaz de inspirar el sueño de una sociedad radicalmente nueva, fue descafeinada y tamizada hasta convertirse en una reducción a 37,5 horas que no molesta, que no se equivoca, pero que tampoco emociona a nadie.
Ese querer nadar y guardar la ropa, ese querer hacer tortilla sin romper los huevos, es lo que está dejando a algunas organizaciones en tierra de nadie, mucho más que ninguna crisis orgánica.
Si la izquierda quisiera salir de este embrollo, debería atreverse a ser mutante. Pero no como en X-Men, sino como en Acción Mutante. Una izquierda fea, imperfecta, que se equivoque, que entre en tromba en los sitios y moleste. Que haga propuestas que parezcan locas, pero sean de sentido común –como la de la herencia universal o la semana de cuatro días–. Que tensione la relación entre las viejas generaciones y las nuevas. Que se atreva a abrir esos melones que están por todas partes, como el fin del trabajo en la era de la inteligencia artificial, la transformación de las familias en tiempos del poliamor o el acceso al futuro.
Porque lo que la gente –de todas las sensibilidades– está esperando es que llegue de algún lugar una propuesta nueva de futuro. Es sentirse recogidos, reconocidos e invitados a un proyecto común. Y a nadie le hace falta que ese proyecto sea perfecto, ni que tengamos todas las respuestas, pero sí que sea auténtico y verdadero.
Y valiente.