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Olivia Rodrigo: comunión pop y atronadora euforia adolescente en Barcelona

Abc.es 

Faltaban aún unos minutos para que Olivia Rodrigo se estrenase en el Palau Sant Jordi (y también en España; mañana repite en Madrid) con arrollador descaro y energía como de turbina eléctrica y en las gradas, con las luces aún encendidas, un padre cantaba el 'Girls & Boys' de Blur, una hija brincaba como un muelle el 'Cherry Bomb' de The Runaways, y grupo de amigas se fotografiaba con sombreros de cowboy, complemento opcional pero mucho menos indispensable que los tops de color lila o las minifaldas como de bola de espejos, uniforme más o menos oficial de la estruendosa armada invencible de fans que la californiana ha armado a su alrededor. El concierto, inusualmente puntual, estaba previsto para las ocho y media, pero el espectáculo había empezado mucho antes, en las colas de acceso al Palau Sant Jordi y en los puestos de 'merchandising', donde volaban las camisetas y los bolsos con forma de mariposa (no tanto, ay, los vinilos a 45 euros la unidad). Ahí estaba, haciéndose carne y polvo de estrellas, uno de los fenómenos más deliciosamente desconcertantes nacidos al calor del pop comercial de los últimos años: una supernova surgida de la todopoderosa factoría Disney que, en vez de repetir la vieja fórmula del éxito, se ha ido por las ramas (para bien, claro) invocando a Courtney Barnett, Blondie y Avril Lavigne, y jugando a cruzar a Lorde y Taylor Swift con el punk pop de los noventa. Y, vaya, mal no le ha salido la jugada. En Barcelona todo fue predicar para conversos, sí, pero aún así arrasó. Y de qué manera. En la pista, mucha cara de debutante asombrada y griterío de venirse francamente arriba cuando apareció en la pantalla la palabra 'Guts', título del segundo disco de la estadounidense, el que la ha catapultado a la estratosfera de los fenómenos pop de masas, hecha de velas de colores: todo el mundo sabía qué iba a pasar cuando se derritiese la cera y no quedasen letras en pie. Y eso fue exactamente lo que pasó; luces apagadas, móviles encendidos y decibelios a chorro como para hacer añicos cristaleras y vajillas. ¿Lo de Rammstein del otro día? La Escolania de Montserrat. Ni siquiera había empezado a sonar 'Bad Idea Right?' y las gargantas ya habían implosionado. Entusiasmo en bruto, griterío antidepresivo. Que alguien lo encapsule y lo dispense en las farmacias. Olivia Rodrigo, en Barcelona EFE Así que salió Rodrigo, 21 añitos de nada y un mundo entero para hincarle el diente, y todo fueron patadas al aire, Dr. Martens y purpurina dentro y fuera del escenario. Electricidad racheada, baladas airadas y una banda que parecía salida de un videoclip de Veruca Salt. También para bien, claro. Ah, los noventa. El furor adolescente. Las guitarras como aguijones. Alanis Morissette. Hole y Fiona Apple. Comunión pop con arsenal de palabrotas (había que ver a la gente gritando al aire aquello de «bloodsucker, famefucker, bleedin' me dry, like a goddamn vampire» de la estupenda 'Vampire') y jaleo descomunal en cuanto se subió al cielo (literalmente: estuvo un buen rato suspendida sobre el público sentada en una media luna de 'atrezzo' y rodeada de estrellas) para cantar 'Logical' y 'Enough For You'. ¿Su arma secreta? Combinar los ardores confesionales de la adolescencia con la dialéctica del pop de estadio. El desamor inflamado con el estallido eléctrico. El latigazo de 'Pretty Isn't Pretty' con el piano de cola de 'Driver License' y 'Teenage Dream'. No son los ingredientes, sino la forma de combinarlos. Porque ahí estaban los cambios de vestuario a la velocidad de la luz; las plataformas que subían y bajaban; los bailarines que aparecían y desaparecían, las canciones en las que apenas se oía la voz, sepultada por 18.000 gargantas; el cantarle el cumpleaños feliz a Martina; y el chapurrar un par de frases en castellano antes de hacerse un selfi con las primeras filas. Lo de siempre, sí, sólo que también lo de nunca. Por lo menos para todos aquellos que ni siquiera pestañearon durante hora y media larga, no fueran a perderse una sílaba de 'Deja Vu', los saltos y llamaradas digitales de la filogrunge 'Brutal', o el momento en que, antes de 'Favourite Crime', alguien le lanzó una camiseta con su cara, la Sagrada Familia y la palabra Barcelona impresa en rojo y amarillo. Muy sutil, sí. Noticia Relacionada estandar No El show adolescente más grande jamás contado arrasa en el Bernabéu Javier Villuendas Un espectáculo, del tirón, de tres horas y media y 45 canciones ante 65.000 personas A nivel musical, la cosa se encalló un poco en los remansos acústicos, pero a pie de pista la noche no desfalleció en ningún momento. Alboroto descomunal, fervor entusiasta. Un nuevo ídolo en su elemento y el estruendo que acompaña al nacimiento de toda estrella. 'Obssesed' y 'All-American Bitch', rebozadas en electricidad y con los tímpanos tiritando, fueron la puntilla. O casi. Porque en los bises cayeron 'Good For 4' y 'Get him back!' y el Sant Jordi se vino abajo. Músculo pop y lluvia de confeti. El padre que bailaba Blur al principio de la crónica y del concierto quizá vaya mañana despedirse de Bruce Springsteen en el vecino Estadi Olimpic, pero lo que sí es seguro es que la hija que brincaba con las Runaways -y que no dejó de hacerlo en toda la noche- ha empezado ya a construir su santoral pop. Y así es como debe ser.

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