Una agenda autoritaria, no de equidad
Los pasos decisivos que pretende dar la coalición gobernante en el futuro inmediato nos acercan a la ruptura del orden constitucional vigente, al tiempo que se rehúye la medida sustancial para favorecer desde el Estado la equidad social: una reforma fiscal genuinamente redistributiva. El drástico cambio constitucional anunciado —la existencia de jueces, magistrados y ministros pertenecientes a la mayoría electoral— lejos está de desprenderse de lo que la ciudadanía expresó en las urnas el 2 de junio.
Es preciso recordarlo las veces que sean necesarias: seis de cada diez votantes respaldaron la continuidad en la presidencia, sí, a la vez que once de cada veinte electores apoyaron a la coalición del gobierno en el Congreso. De esta forma, los sufragios de la ciudadanía no otorgaron la mayoría calificada a la coalición oficialista para que pudiese cambiar a su antojo la Constitución, pasando por encima de las demás fuerzas políticas que contaron con nueve de cada veinte votos. Morena y aliados tuvieron la mayoría simple, pero quedaron lejos de reunir dos tercios de los sufragios. Cuando se habla de mandato popular en las urnas, lo primero que se debe respetar es al conjunto de los electores, que volvieron a expresar tanto el pluralismo político de la sociedad mexicana como la obligación de que cualquier cambio al diseño constitucional sea fruto del consenso, no de la imposición unilateral.
Solo la no aplicación del límite constitucional a la sobrerrepresentación, de hasta ocho puntos entre el porcentaje de votos y de legisladores, podría dar lugar a una distorsión donde menos del 55 por ciento del sufragio se traduzca en casi el 75 por ciento de los diputados. Esa es la delicada decisión que tomará en agosto el Instituto Nacional Electoral (INE) y, después, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación antes de que en septiembre se instale la próxima Legislatura: traducir de manera fiel los votos populares en curules o permitir una alteración de la voluntad ciudadana donde a la coalición del gobierno se le conceda una mayoría calificada artificial, que las urnas no le dieron, inflando su representación en veinte puntos porcentuales y comprimiendo la expresión formal de las oposiciones.
En el caso del Senado, la coalición del gobierno ganó 30 entidades (lo que implica 60 senadores de mayoría) y sus partidos fueron segundo lugar en cuatro estados (lo que les da otros cuatro asientos), además de que se prevé que les corresponderán 19 senadores de los 32 de lista nacional, esto es, 83 lugares en total. Como el Senado se integra por 128 legisladores, la mayoría calificada es de 86 escaños. Es decir, así sea por poco, ningún cambio constitucional puede darse por consumado.
Esta situación se pretende ignorar desde el gobierno: se da por hecho que no existen contrapesos legislativos, con lo cual se desconoce la parte fundamental de la ciudadanía y a su expresión legítima en las urnas. Se ningunea al 45 por ciento de los ciudadanos que votaron por opciones distintas al Congreso. Es una pretensión autoritaria.
Desde la presidencia, la actual y la próxima, se advierte que se consumará en septiembre la reforma constitucional para cesar a todos los jueces de distrito, magistrados de tribunales y a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. A cambio, se reemplazarán por figuras electas popularmente, lo cual implica candidaturas que hagan campaña y recaben votos, es decir, que sean fruto de un proceso eminentemente electoral. Quienes participan en comicios y resultan electos son agentes políticos, aunque se quiera maquillar. Iremos de un Poder Judicial independiente de los otros poderes a uno integrado, en todas sus figuras clave, por personajes adscritos a la mayoría electoral. Se trata de una reforma autoritaria en su contenido, que busca la hiperconcentración de todo el poder en la presidencia.
El apoyo en las urnas a la coalición gobernante no se está entendiendo, por sus líderes, como el respaldo a una política de redistribución del ingreso sino, sobre todo, como un aval autoritario. Es falso que el orden constitucional vigente, con división de poderes, signifique un obstáculo para la equidad social. En el actual marco nada impide, jurídicamente, políticas más drásticas contra la desigualdad, pero fueron ellos quienes renunciaron a la reforma fiscal.
Los hechos demuestran que lo que distingue a quienes ahora gobiernan es su voracidad autoritaria, no la vocación social.