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El peor verano de Myriam Seco : el hastío de descansar

Abc.es 
La arqueóloga sevillana Myriam Seco lleva más de un cuarto de siglo excavando yacimientos en Egipto , y desde hace cinco imparte docencia en la Universidad de Sevilla, por lo que pasa en España algunas temporadas. A priori, parece fácil imaginar por dónde irán los tiros del peor verano de su vida: nos parece verla en pleno agosto, cubierta de polvo y sudor en alguna tumba faraónica, quién sabe si perseguida por una tribu de ancestrales guardianes de tesoros o si huyendo de una piedra redonda que, surgida de una trampa secreta, amenaza de aplastarla en su imparable trayectoria cuesta abajo. ¡Cuánto daño han hecho las películas de Indiana Jones ! El peor verano —peores, de hecho, en plural— de Myriam Seco fueron los que pasaba, de joven, con su familia en la playa de Matalascañas. Entiéndase: Matalascañas es un lugar magnífico, pero no todo el mundo aprecia por igual la idea de estar tumbado al sol gozando del 'dolce far niente'. La arqueóloga, desde joven, necesita acción como el aire que respira. Era al final de los años ochenta: «No es que fueran un drama», pero no los disfrutó nada. «A mi madre le gustaba ir a la playa, y cuando yo tenía unos quince años acostumbrábamos a ir un mes entero a Matalascañas «, explica, para añadir: »A mi me parecía una cosa aburridísima«. Conforme iban pasando los años, cuando ya tenía 18 o 19, »yo me subía por las paredes«. Aquellos meses se le hacían eternos, pero fueron también lo que la empujaron a luchar por lo que quería. Y ella lo que quería era «viajar, conocer otros sitios», de modo que no paró hasta convencer a sus hermanos para coger un interrail. «Estuvimos en Francia, Italia, Austria... Cuando volví ya dije que yo quería viajar y estudiar idiomas «. A partir de entonces, cada verano se iba a un país diferente, a trabajar de lo que fuera. Mientras estudiaba Historia en Sevilla, surgió la oportunidad de ir de Erasmus a Tubinga, en Alemania. Ella ya dominaba el inglés y el francés, pero del idioma germano no tenía ni idea. Se puso las pilas y al final se quedó ahí tres años. Al terminar los estudios, fue por primera vez a Egipto con la universidad alemana, de excavación en excavación hasta que en un determinado momento se quedó sin nada que hacer, pero sin ganas de volverse a Europa. «Me dijeron que los estadounidenses tenían buena financiación en aquel momento, así que me puse a escribir a todos los proyectos que encontré», rememora. Solamente recibió respuesta de uno: «Al abrir la carta vi que era para hacer arqueología subacuática en el Mar Rojo con la Universidad de Texas«. Ella, que no era nada fan del agua. »Les respondí que sí, que era submarinista, y me fui corriendo a hacer un curso intensivo de buceo en Salobreña, en Granada«. Estuvo trabajando tres meses con los norteamericanos en el Mar Rojo. Tres meses »viviendo en tiendas de campaña en la playa«. Ella, que tampoco era nada fan de Matalascañas, se pasó aquel verano »buceando a 37 metros de profundidad, dos veces al día seis días a la semana«. »Estaba tan entusiasmada con el trabajo que a mí aquello me gustó«, confiesa. En un momento de la entrevista, nos interrumpe Chica, su perra, que vive con ella en Sevilla: «Me la traje de Egipto». De hecho, es una Baladi, «la misma raza del Antiguo Egipto» que aparece representada en tumbas tebanas: «Tienen su misma cara, las orejas siempre para arriba, y la cola retorcida», concreta. La recogió de las calles de El Cairo cuando tenía dos meses y ya no pudo separarse de ella. En 2008 creó su propio proyecto, la excavación de la tumba de Tutmosis III en Luxor . Escuchándola hablar de su trabajo, dan ganas de hacer las maletas y salir hacia Egipto. Bajo su dirección trabajan treinta investigadores y ciento cincuenta obreros. Y ella aprende de todos cada día. Por ejemplo, tuvieron que echar mano de algunos botánicos cuando encontraron unos alcorques con restos de raíces. «Están excavados en la roca, hasta una profundidad de nueve metros, para alcanzar el agua de la capa freática». «Los rellenaban con tierra fértil del Nilo y plantaban árboles por simbolismo. El templo está metido en el desierto, y en cambio esos árboles estaban vivos« gracias al ingenio de los constructores. Por los restos encontrados supieron que lo que había plantado eran perseas egipcias, »el árbol ished, un árbol simbólico relacionado con el ciclo solar.« Y así es como las perseas vuelven a crecer ahora en el templo de Tutmosis III: » Los egipcios eran fantástico s«.

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