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España es incapaz de implantar la educación especial inclusiva por falta de inversión

La situación es compleja, en eso están de acuerdo todas las partes. Por un lado está la ley –incluido un convenio internacional ratificado por voluntad propia–, que obliga en teoría a escolarizar a todo el alumnado en colegios ordinarios y dejar los de educación especial como centros de recursos especializados. Por otro, la realidad, que impide de facto que se cumpla esa misma ley –también hay acuerdo en esto, y aquí acaban las coincidencias–. Lo más grave, añaden expertos y profesionales pro inclusión, es que ni siquiera se avanza en esa dirección. Hoy, cuatro años después de que se aprobara la Lomloe con su disposición adicional cuarta y su década de margen para aplicarla, la situación del alumnado con necesidades educativas especiales está básicamente igual que antes de que se regulara.

O peor, argumentaría un defensor de la inclusión. Sin entrar en la interpretación holística de la inclusión que defienden los expertos (presencia, sí, pero también participación y aprendizaje), los números muestran que la escolarización de alumnos en los centros de educación especial va a más, contra lo que propugna la ley. En los últimos diez años se ha pasado de 418 estudiantes con necesidades educativas especiales en estos colegios por cada 100.000 matriculados a 517, un 23,6% más.



Lo hacen en términos absolutos (número total de matriculados en centros de educación especial) y relativos (respecto al total de matriculados) en todas las comunidades autónomas, excepto Extremadura, Catalunya y Asturias.



En el conjunto del país, los estudiantes que van a los centros especiales han pasado en diez años de 33.752 a 43.074, un aumento del 27,6%.



No será porque la ley es ambigua. España se adhirió a la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad, una normativa de rango internacional que por tanto está por encima de las leyes orgánicas propias. Este tratado especifica en su artículo 24 que los Gobiernos asegurarán que “las personas con discapacidad puedan acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás”; que “se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales”; “se preste el apoyo necesario a las personas con discapacidad, en el marco del sistema general de educación, para facilitar su formación efectiva”. En una frase: todos los alumnos deben ir a los mismos colegios.

La Lomloe, ley educativa vigente desde 2020, introdujo una novedad fundamental respecto a su predecesora, la Lomce. Dice la disposición adicional cuarta del texto que “el Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención [el citado en el anterior párrafo], los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad”. Y añade que “las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios”. La Lomloe rebaja un poco la Convención y acepta que los casos más severos sigan en los centros especiales.

“La ordinaria no está preparada”

La norma desató protestas masivas. Asociaciones de familias favorables a la educación especial y las patronales de algunos centros aseguraban que esta disposición suponía la desaparición a futuro de los centros de educación especial en una reivindicación que traspasa lo educativo para mezclarse con empresarial: buena parte del sector son escuelas concertadas. Cuatro años después de que se aprobara, casi la mitad del camino previsto por la ley recorrido, no parece que el augurio se vaya a concretar. Entre otras cuestiones –relacionadas con la falta de voluntad política, lamentan los defensores de la inclusión–, porque el sistema ordinario no tiene capacidad, en las condiciones actuales, para atender adecuadamente a los niños con necesidades de apoyo más extremas.

“Ahora mismo no está preparada”, sostiene Isabel Alonso, directora del centro de educación especial María Corredentora, en Madrid. Le faltan profesionales, a estos les falta formación específica (apenas se toca en el grado de Magisterio o el máster de formación del profesorado) y los espacios no están adaptados, explica. Enfrente, los centros especiales sí ofrecen todo eso. En su colegio, por ejemplo, hay 103 profesionales para 310 alumnos.

¿El resultado? “Tenemos mucha demanda”, asegura Alonso. “En la etapa obligatoria (de 6 a 16 años) cada curso recibimos unas 50 familias que quieren pasar de la ordinaria a la especial. Llega un momento en el que los padres ven que no se les da respuesta, que el desfase con los compañeros de la misma edad es muy grande. Con este volumen nos damos cuenta de que la especial sigue siendo una necesidad”, argumenta.

La falta de preparación de los centros ordinarios no la discuten ni los más fervientes defensores de la inclusión. “Seguramente no sea posible una inclusión absoluta”, lamenta Gerardo Echeita, profesor emérito en el departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid y uno de los mayores conocedores del sector en España. “Y a corto plazo ni se ve ni se espera que pase”, añade.

“No es algo deseable, es un compromiso”

El problema, continúa este experto, es que la inclusión “no es algo deseable o que estaría bien. Es un compromiso adquirido” y con rango de ley, que España incumple. Tanto, que el comité de la ONU ha amonestado al país dos veces por incumplir la convención. “El comité deplora la perpetuación de un sistema educativo que segrega, en la práctica, a más de 40.000 personas con discapacidad, del cual un 40% son personas con discapacidad intelectual”, se leía en el informe que publicó.

“No somos segregadores”, rechaza la premisa la directora Alonso. “El discurso que se ha lanzado en los últimos años, erróneo y que parte del desconocimiento, es que lo único inclusivo es la ordinaria con apoyo. Creemos que somos totalmente inclusivos porque trabajamos para desarrollar al máximo todas las capacidades de los alumnos para que cuando salgan del colegio estén preparados para llevar una vida autónoma”.

Es la misma idea que traslada Luis Rojo, portavoz de la plataforma Inclusiva sí, Especial también, en defensa de los centros de educación especial. Que son los más inclusivos que hay para este perfil de alumno, sostiene. “Lejos de segregar, trabajan con ratios reducidas, currículos adaptados y profesional especializado para garantizar el mayor grado de desarrollo de las competencias de los estudiantes con discapacidad y su inserción efectiva y real en la sociedad. Cumplen con el principio de equidad: 'No dar a todos lo mismo, sino dar a cada uno lo que necesita'”, sostiene.

El argumento final de los defensores de la especial es “defender la variedad”, según explica Alonso. “La riqueza del sistema educativo español es que haya diferentes modalidades educativas. Tanto la ordinaria con apoyos como la especial, la combinada, las aulas hospitalarias. Están todas reconocidas y nosotros las defendemos todas, cuantas más haya más opciones tendrá cada alumno de encontrar la suya”, resume el argumento.

Nada de eso importa, rebate Echeita, porque se plantea desde un punto de vista erróneo. “El derecho a la educación inclusiva está establecido y es de los niños, no de las familias. Las familias tienen derecho a elegir la educación moral de sus hijos”, concede en alusión al debate recurrente sobre la libertad de elección, “pero no a elegir la escolarización. Los niños deben estar en el sistema ordinario, aunque no de cualquier manera. Y ahí está el conflicto”.

Además del comité de la ONU, que podría considerarse parte interesada dado que la Convención es suya, el Tribunal Supremo (TS) también ha incidido en esta idea. Tras varias sentencias en Tribunales Superiores autonómicos a favor de familias que querían matricular a sus hijos en centros ordinarios contra el criterio de la administración, el TS entró de lleno en la cuestión. El Alto Tribunal sentenció tras un recurso de uno de estos casos que las administraciones educativas están obligadas a lograr la plena inclusión de los alumnos con discapacidad, que la escolarización ha de hacerse sí o sí en un centro ordinario excepto en casos realmente excepcionales y que debe mantenerse así, realizando las “modificaciones y adaptaciones (...) necesarias y adecuadas”, excepto si resultan una “carga desproporcionada o indebida”, que en ningún caso significa agotar las medidas disponibles sino las posibles. Otra cuestión es qué significa “una carga desproporcionada o indebida”, algo que suele quedar indefinido.

¿Y el Gobierno?

La actuación del Ejecutivo en la materia está teniendo la rara virtud de poner de acuerdo a las dos partes: nadie está contento, aunque por razones contrarias. Los defensores de la inclusión sostienen que el Ejecutivo no hace nada por implementar su propia ley; los detractores creen que hace demasiado y que debería dejar a las familias elegir su modelo.

El Ministerio de Educación explica que “está comprometido” con la disposición adicional cuarta y enumera dos vías de actuación: una serie de programas de cooperación con las comunidades autónomas (PROA+, Educación Inclusiva) y la participación en un programa europeo multipaís con el objetivo de “mejorar los sistemas y prácticas de educación inclusiva mediante la optimización del diseño, la coherencia en la aplicación de políticas a nivel nacional y regional, y la calidad de las políticas de educación inclusiva”. “De las conclusiones del proyecto y de todo este proceso participativo de los distintos agentes del sistema educativo se terminará de conformar por parte del Ministerio el plan contemplado en la Disposición adicional cuarta de la LOMLOE”.

Jesús Martín, director general de Derechos de las Personas con Discapacidad, admite que “es un tema complejo”, pero añade que lo que no se puede hacerse es “un trasvase (aunque es una palabra horrible) de niños al sistema ordinario, eso sería una barbaridad”. Y añade que no es solo una cuestión académica. “La educación es un espacio en el que no solo se aprende matemáticas o sintaxis. Es un lugar importantísimo en la socialización, en el respeto, y esos niños [normativos] aprenderán a convivir con otras realidades, con discapacidades a veces completas”, reflexiona.

Mientras se avanza o no, el Ministerio de Derechos Sociales ha aprovechado para generar conocimiento y encargó un informe de título Estudio sobre la transformación de las escuelas en espacios inclusivos y accesibles. El texto desgrana con detalle la situación de las educación especial, y sostiene que “el sistema educativo español continúa enfrentando importantes desafíos para garantizar una educación inclusiva para todo el estudiantado, siendo especialmente segregador con el alumnado de necesidades educativas especiales”.

“Es necesario actualizar las normativas”

El informe se muestra duro en sus conclusiones: “Mantener un modelo de educación integrador y un sentido de accesibilidad restringido o débil no es adecuado ni conforme al discurso de los derechos humanos. Por eso es necesario actualizar las normativas adaptándolas a todos los estándares internacionales de derechos humanos”, sostienen sus autores.

También se aborda en este informe un elemento más desconocido pero nuclear en la gestión del alumnado con necesidades educativas especiales: las evaluaciones psicopedagógicas que se hacen a los jóvenes y que acaban marcando si acuden a un centro especial o a uno ordinario.

Muy simplificado: los servicios de orientación realizan un informe, que tiene un carácter médico, y, escuchados los padres –su opinión no es vinculante–, se emite un dictamen de escolarización, por el que la Consejería de Educación de turno decide si el alumno estará mejor en un centro ordinario o en uno especial. La Lomloe ha tratado de dar más voz a las familias en esta decisión, pero solo establece que hay deben ser escuchadas, no tienen la última palabra.

“Una de las principales barreras se encontró en los procesos de evaluación psicopedagógica, que a menudo se basan en una normativa obsoleta que viola el derecho a la educación inclusiva y que lleva a los equipos profesionales a justificar la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales en centros de educación especial. En base a ello, se demanda una nueva configuración de los procesos de evaluación psicopedagógica que considere el contexto y la voz del alumnado y sus familias”, recomiendan.

Para Echeita este sistema de evaluación tiene efectos perversos, pero solo es un síntoma. “Las evaluaciones etiquetan al alumno, moldean las expectativas del profesorado, te mandan a un centro de educación especial”. Hay más: el reparto que establecen afecta la asignación de recursos extra a los centros. “El sistema funciona con que por cada x alumnos con necesidades educativas especiales te doy x profesores de apoyo (el número varía en función de la comunidad autónoma). La evaluación refuerza un esquema de provisión de recursos muy negativo porque parece que con los apoyos se va a resolver el problema. Son necesarios, sí, pero se podría proveer de ese recurso sin la necesidad de la evaluación. La ONU señala con precisión que es uno de los síntomas del problema que tenemos”, apunta.

Además, lamenta Sánchez, el informe ni siquiera tuvo el impacto que les habría gustado. “No se ha tenido en cuenta como esperábamos por parte de la administración para la toma de decisiones. Ese espíritu reivindicativo no pudo llegar a más por falta de voluntad de política”, cierra.

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