El nacionalcatolicismo, cómplice necesario de la dictadura franquista
Hace 87 años, la jerarquía católica española publicó, con fecha de 1 de julio de 1937, la Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero con motivo de la guerra en España, piedra angular del nacionalcatolicismo que sería inseparable compañero de viaje de la dictadura franquista a lo largo de 35 años.
Al margen de otras consideraciones, la elección de bando en la guerra civil de la jerarquía de la Iglesia española, lo que sería decir del Vaticano, fue mera cuestión de supervivencia: frente a la treintena, el centenar si se quiere, de personas de religión asesinadas por el Nuevo Estado –los blancos, en el lenguaje eclesiástico; los azules, en el propio–, los rojos, la Segunda República, han de acusarse de casi siete mil asesinatos, la persecución documentada más sangrienta de la historia de la Iglesia; desmedido balance que no contrapesa el que los primeros tuvieran carácter institucional o casi y que los segundos fueran producto de la fiebre revolucionaria de las turbas. Las cifras aceptadas por la historiografía eclesiástica son las documentadas pormenorizadamente –especificando identidad, condición religiosa, fecha, lugar y, a menudo, circunstancias de la muerte– por el historiador Antonio Montero Moreno, que fue arzobispo de Mérida-Badajoz: 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 religiosos y 283 religiosas, es decir, un total de 6.845 víctimas, sin contar los católicos asesinados por su actividad política, cuya religión era un agravante para ambos bandos.
Pues aunque las cosas empezaron bien –la pragmática Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios vaticana reconoció a la República Española a los diez días de su proclamación pese a considerar, sin duda por desconocimiento o interpretaciones de parte, que había llegado al poder mediante un golpe de Estado, y a pesar de la jerarquía española, en su gran mayoría alineada con monárquicos y carlistas–, las cosas no tardaron en torcerse.
El anticlericalismo en España, nacido en la Edad Media con la decadencia de Roma e incrementado por el abuso de poder ilimitado de la Inquisición, estaba fuertemente arraigado desde las revoluciones liberales de principios del siglo XVIII y el pronunciamiento de la Iglesia por el antiguo régimen, de modo que, en adelante, no hubo revuelta popular que no dirigiera su ira contra la Iglesia, siempre aliada con las clases pudientes y las fuerzas reaccionarias. La activa participación del clero en la guerra civil de 1822 para la restauración absolutista del ‘Rey Felón’, Fernando VII, instituyó el antagonismo entre las fuerzas del progreso y amplias capas populares y sus contrarias de la reacción capitaneadas por la cruz y la espada. Clerofobia que alcanzó su cima en la matanza de frailes en Madrid de 1834, con 75 religiosos asesinados y cinco edificios religiosos asaltados; en los motines anticlericales de 1835 en Zaragoza y Cataluña por la complicidad de la Iglesia con los carlistas, también con decenas de asesinados y templos arrasados, y, sobre todo, en la Semana Trágica de Barcelona, del 26 de julio al 2 de agosto de 1909, que iniciada como protesta antibelicista por las movilizaciones para las guerras del norte de África, desembocó en un levantamiento anticlerical en el que murieron más de un centenar de personas y otros tantos edificios, sobre todo religiosos, fueron incendiados.
El odio anticlerical volvió a las pocas semanas de la proclamación de la II República. Los antecedentes fueron las furiosas cartas pastorales de algunos obispos contra el nuevo régimen, desoyendo los consejos de Roma de emitir pastorales contemporizando con la República. Especialmente, la del integrista y colérico monárquico cardenal primado y arzobispo de Toledo Pedro Segura –“Cuando los enemigos del reinado de Jesucristo avanzan resueltamente, ningún católico puede permanecer inactivo” (el trasunto actual es el “quien pueda hacer, que haga” del no menos integrista José María Aznar)–, que sería expulsado de España por la República y luego por la dictadura. Y, aún más especialmente, las instrucciones secretas que hizo a los obispos: se intervinieron documentos en los que Segura comunicaba el permiso de la Santa Sede –que no constó pero tampoco fue desmentido– para “colocar seguros, dentro o fuera de España, los bienes [de la Iglesia] consistentes en títulos de la Deuda Pública” y autorizando a diócesis y monasterios a vender sus bienes muebles e inmuebles. Junto a estas comprometedoras instrucciones, el dictamen del abogado Rafael Marín Lázaro, de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, en el que aconsejaba que las ventas de inmuebles fueran ficticias, a personas interpuestas, y que el producto de la venta de bienes muebles se evadiera, adquiriendo deuda pública francesa o inglesa, preferible a la española. El dictamen, fechado el 8 de mayo, tres días antes de la quema de conventos, revelaba la existencia previa al estallido anticlerical de un plan delictivo contra la estabilidad de la República.
La chispa fue la sesión del 10 de mayo de 1931 en el Ateneo de Madrid, en la que los jóvenes ateneístas condenaron la pastoral de Segura y se unieron a la protesta por la inauguración de la sede del Círculo Monárquico Independiente, recién creado a fin de organizarse para conseguir la vuelta del autoexiliado Alfonso XIII. Los manifestantes republicanos trataron de asaltar el inmueble y al no conseguirlo, intentaron incendiar el edificio del diario ABC, que, lógicamente, había reiterado su militancia monárquica ante la proclamación republicana y su disposición a conseguir la restauración “por medios lícitos”. A los grupos radicales se fueron uniendo masas desquiciadas por un intencionado rumor: los monárquicos habían asesinado a un taxista, naturalmente republicano; los dos muertos y heridos que produjeron los enfrentamientos con las fuerzas públicas terminaron por crear el malsano caldo de cultivo que sirvió de excusa para los bárbaros sucesos de los días 11 y 12, con decenas de asesinatos, incendios, saqueos y destrucciones de edificios y bienes eclesiásticos que extendieron la fiebre anticlerical por todo el territorio, desde el centro del país a Burgos, Andalucía, Valencia y Murcia y en algunas ciudades, como en Málaga, de manera tan virulenta que obligó a fuerza tan poco proclerical como el sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) a publicar un manifiesto pacificador pidiendo el fin de los disturbios.
Dudas vaticanas y división en la cristiandad
Si bien el Vaticano hizo oídos sordos a la petición de explicaciones del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, sobre los tejemanejes del cardenal Segura y le exigía saber si realmente respondía al criterio del Papa, “y entonces toda conciliación háceseme imposible”, o, en otro caso, “la desautorización [de Segura] precisa y visible, a fin de que desaparezca todo obstáculo a las buenas relaciones entre Roma y la República”, cuando estalló la guerra civil, Roma prefirió congelar la urgencia con que el cardenal Isidre Gomà i Tomàs –primado de España desde 1933– pretendía que la Santa Sede reconociera al gobierno rebelde de Franco.
En 1937, a presiones de éste, que buscaba con ansiedad algún reconocimiento internacional del alzamiento, Gomà –quien había sido nombrado encargado de negocios del Vaticano ante la Junta de Defensa Nacional desde el golpe– se dirigió con tal petición al cardenal Eugenio Pacelli –secretario de Estado de Pío XI y a quien sucedería en el papado con el nombre de Pío XII–. En septiembre de 1937, la Santa Sede acreditó como encargado de negocios ante el gobierno de Franco a Ildebrando Antoniutti, a quien había enviado como delegado apostólico en junio, rechazando ir más allá con palabras contundentes: “Se trata de un gobierno que está condicionado por la Alemania nazi, por la Alemania nazi que está persiguiendo a la Iglesia en Alemania. Por tanto, si apoyamos a este señor, éste va a hacer lo mismo en España; nos va a destruir también. Por consiguiente, no le apoyamos de ninguna manera”.
Ante el silencio de Roma sobre las maniobras de Segura –señal de que si no las había inducido no las condenaba–, el gobierno de la República promulgó un decreto urgente prohibiendo la venta y compra de bienes eclesiásticos y, en un mes, igualó la situación institucional de la Iglesia católica española con la de sus homólogas en los países democráticos europeos: se decretó la voluntariedad de la enseñanza religiosa en las escuelas; la sustitución del juramento por la promesa en la toma de posesión de cargos públicos y la supresión de la exención tributaria de la Iglesia; la obligación de poseer el título oficial de maestro para impartir enseñanza ordinaria en las escuelas; la libertad de conciencia y culto y la obligatoriedad de inscribir en el registro los bienes correspondientes a las capellanías privadas.
En junio, se disolvieron los cuerpos eclesiásticos del Ejército (el 18 de abril se había suprimido el carácter obligatorio de los actos religiosos en días festivos); la obligación de informar sobre los haberes de cada clérigo con miras a la supresión del presupuesto eclesiástico a costa del Estado y se secularizaron los cementerios y se regularon las condiciones para los enterramientos. Entremedias, órdenes menores, pero insidiosas: prohibición de que los gobernadores provinciales asistieran a actos religiosos con otro carácter que el personal, privación de derechos civiles a la Confederación Nacional Católico-Agraria, exclusión de prelados del Consejo de Instrucción Pública, supresión de honores militares al Santísimo Sacramento en las procesiones, retirada de los crucifijos de las aulas donde algún alumno rechazara la enseñanza religiosa y pérdida de la inmunidad de los clérigos en cualquier tipo de delito común.
En las jerarquías de la cristiandad europea no habían surgido dudas en el apoyo a la rebelión golpista tras los desmanes revolucionarios y la legislación republicana contra la Iglesia. Pero la opinión predominante tanto en los círculos intelectuales y dirigentes del catolicismo internacional como en los católicos de base eran netamente favorable a la República, por ser la legalidad democrática, y contraria a los sublevados, pues incluso una vez convalidados los respectivos vandalismos, los republicanos eran obra de criminales descontrolados, mientras que los de Franco tenían sello institucional.
Las noticias sobre las matanzas de Badajoz en agosto de 1936 y la sucesivas de las tropas del coronel Yagüe y las partidas falangistas en su avance hacia Madrid; de los asesinatos masivos de refugiados que huían por la carretera de Málaga a Almería, la Desbandá, en febrero de 1937, y de los bombardeos aéreos contra la población civil, especialmente los de Durango (31 de marzo) y Gernika (26 de abril de 1937), eran imposibles de asimilar con la idea de cruzada o guerra santa, a pesar de los esfuerzos de la propaganda nacionalista y el empeño de la jerarquía católica.
Lo de cruzada fue un invento del obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, quien fijó el concepto para el enfrentamiento civil en su pastoral de 23 de agosto de 1936: “(...) no es una guerra la que se está librando; es una cruzada y la Iglesia (...) no puede por menos que poner cuanto tiene en favor de los cruzados”. El 31 de agosto, el arzobispo de Santiago de Compostela, Tomás Muñiz, retomó o reincidió en el concepto: “(…) la Cruzada que se ha levantado contra ellos [”nuestros enemigos“] es patriótica (…) pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos”.
Tras éstos, el obispo de Salamanca, Enrique Pla i Deniel, que sucederá a Gomà en la sede primacial de España de 1941 a 1968, lo retomó y difundió en su pastoral Las dos ciudades (30 de septiembre de 1936), en la que afirmaba que no se trataba “(...) de una guerra civil, sino de una cruzada por la religión, por la patria y por la civilización”. Gomà terminó de darle carta de naturaleza en su opúsculo El caso de España (23 de noviembre de 1936): “(...) si la contienda actual aparece como guerra puramente civil (...), en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica”. Y Franco, en fin, se apropió de tan conveniente concepto en su discurso con ocasión del decreto de Unificación (19 de abril de 1937): “(...) lo que empezó el 17 de julio como una contienda nuestra y civil es ahora una llamarada (...) tiene, cada día más, el carácter de cruzada”.
Y es que el alzamiento militar, aún seguido de la indeseable y sangrienta guerra civil, fue “la oportunidad” para la Iglesia, dice José Agustín González-Ares, profesor de la Universidad de Vigo, “de poner en práctica un vasto programa de reconquista religiosa y de realizar uno de los procesos de conformación ideológica más completos de nuestra historia contemporánea. La jerarquía eclesiástica legitimará la sublevación, calificada de auténtica Cruzada, contra lo que consideran una España laica impuesta por la República. La semilla del nacionalcatolicismo empezaba a germinar”.
La poderosa personalidad e influencia del filósofo francés Jacques Maritain, protestante convertido al catolicismo a los 24 años y cuyo pensamiento impregnaba de modernidad ortodoxa la teología europea, impuso su punto de vista sobre la guerra en España: “Que invoquen, pues, si la creen justa, la justicia de la guerra que hacen, ¡pero que no invoquen su santidad! Que maten, si creen que han de matar, en nombre del orden social o de la nación; es ya bastante horrible, pero que no maten en nombre de Cristo Rey, que no es un caudillo guerrero sino un Rey de gracia y de caridad, muerto por todos los hombres y cuyo reino no es de este mundo”.
El historiador eclesiástico y sacerdote Hilari Raguer señala de las diversas proclamas golpistas de julio de 1936: “Si recorremos estos bandos para encontrar en ellos los propósitos iniciales del Alzamiento, comprobaremos, tal vez con sorpresa, que en ninguno de ellos se invoca la motivación religiosa”. La guerra santa era un plus de legitimidad que la jerarquía española había otorgado a un golpe de Estado entre cuyos impulsos no se encontraba ni de lejos la tan repetida “defensa de la Iglesia y la fe amenazadas” y entre cuyos impulsores, junto a católicos fervientes como era Franco, se encontraban generales masones como Miguel Cabanellas y anticlericales como Emilio Mola...
La Carta colectiva de la jerarquía española
El pronunciamiento de Maritain –a quien el miserable cuñadísimo del ‘Caudillo’, Serrano Suñer, acusó de “judío converso”– tuvo tal repercusión en el catolicismo internacional que el Vaticano censuró las referencias a la cruzada y la guerra santa –así como los excesos del entusiasmo episcopal español por el Movimiento y por la figura de Franco, que ya se había hecho con el poder total– en la Carta colectiva del Episcopado español a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España con la que jerarquía y golpistas trataban de argumentar y defenderse de esas condenas de los influyentes pensadores católicos y de las campañas, prorrepublicanas o antifranquistas, que se sucedieron.
La Carta fue idea del dictador, que buscaba desesperadamente algún reconocimiento exterior a su trágica y sangrienta traición para la que sólo tenía dos cómplices, los dictadores alemán e italiano, repudiados por la Santa Sede, y la aquiescencia de otro colega, el dictador portugués Oliveira Salazar. Gomá lo reconoció así, al reiterar la petición de permiso al Vaticano para tramitarla, al cardenal Pacelli en escrito de 12 de mayo de 1937, “por el que le daba cuenta a V.E.R. del ruego que me había hecho el Generalísimo Franco en orden a la difusión en el extranjero de un Escrito colectivo del Episcopado español con el fin de desvirtuar la información falsa o tendenciosa que tanto daño ha hecho al buen nombre de España y de la Iglesia en ella”. En la carta le enviaba un esquema de la futura redacción y la aquiescencia general de los metropolitanos con la idea, a los que también había querido dejar claro la paternidad intelectual de la Carta: “Con fecha del 15 de mayo escribí a los reverendísimos metropolitanos enterándoles de una invitación que había recibido pocos días antes del Jefe del Estado y requiriendo su parecer sobre la conveniencia de secundarla”, les reiteraba a los obispos en la carta del 7 de junio de 1937 con el borrador del escrito colectivo.
Ante las reticencias y el silencio vaticano sobre la Carta, Gomá, presionado por Franco –“el Jefe del Estado español siente un fondo de amargura por no haber sido reconocido de iure por la Santa Sede”–, volvió a insistirle a Pacelli el 25 de junio y de manera sibilina culpaba a la pusilanimidad del Vaticano de la incierta situación de la Iglesia en España –amenazada por el deseo falangista de una “Iglesia nacional” al estilo nazi en vez del deseable nacionalcatolicismo–, pues de las tres causas de que se haya “podido crear este estado espiritual, tan equivocado y peligroso”, dos eran directamente imputables a Roma: “el descontento producido en algunos sectores políticos, durante los años últimos, por la orientación de lo que llamaríamos política religiosa en nuestro país” y “el hecho de que algunos hayan calificado indebidamente a la Santa Sede de remisa en el reconocimiento del gobierno de Franco”, y la tercera, indirectamente, pues las dos causas anteriores abonaban el terreno donde desarrollar “la labor tendenciosa de los políticos extranjeros que aprovechan esta situación espiritual para atraer a los espíritus extraviados a la política del nacional-socialismo alemán y de antipatía a la Santa Sede”.
Finalmente, el secretario de Estado de Pío XI remitió a Gomà el escrito colectivo del episcopado, censurado, con la siguiente observación: “El Santo Padre lo deja plenamente a su prudente juicio. Su Eminencia podrá por tanto, si lo cree oportuno, de acuerdo con el Excelentísimo Episcopado y con su notorio tacto y prudencia, proceder a la publicación de tal documento”. La Santa Sede no asumía ni prohibía la iniciativa; seguía en fase de ver y esperar, sin comprometer un futuro todavía incierto. Como se ha contado, era aún muy grande la desconfianza del Vaticano hacia un Franco “condicionado por la Alemania nazi, por la Alemania nazi que está persiguiendo a la Iglesia en Alemania”, escribió el historiador y sacerdote Vicente Cárcel Ortí, quien tuvo acceso a los documentos diplomáticos sobre España de los papados de Pío XI y Pío XII
La Carta colectiva del Episcopado español a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España, fechada el 1 de julio de 1937 y hecha pública el 10 de agosto, fue un importante documento en el desarrollo de la guerra civil; sin duda, la principal operación de propaganda de los golpistas. La próxima semana analizaremos sus interesantes y reveladores detalles.