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Sobre la voluntad de cambio

Entre las acepciones de la palabra voluntad que nos provee el diccionario de la Real Academia Española, encontramos al libre albedrío o libre determinación y a la elección de algo sin precepto o impulso externo que a ello obligue. La voluntad termina siendo la capacidad de asumir objetivos concretos y de luchar por ellos hasta […]

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Entre las acepciones de la palabra voluntad que nos provee el diccionario de la Real Academia Española, encontramos al libre albedrío o libre determinación y a la elección de algo sin precepto o impulso externo que a ello obligue. La voluntad termina siendo la capacidad de asumir objetivos concretos y de luchar por ellos hasta alcanzarlos. El cambio será el efecto transformador de un régimen determinado o el canje de un proceso o conjunto de acciones que definen una determinada circunstancia y que efectivamente es resultante del tenaz ejercicio de la voluntad declarada. Llegamos pues a la voluntad de cambio político, una noción que algunos asumen en Venezuela con pasmosa ligereza –como si fuere inconsistente con la realidad palmaria que nos envuelve social y políticamente hablando–. Contrariamente, hay quienes comprenden cabalmente la entidad de ese afán que se propone transformar los factores determinantes de la vida política, social y económica del país.

Es evidente que los impulsores del cambio político que tuvo lugar en el país a partir de 1999 concibieron una llamada revolución sin límite de tiempo. Sin duda muchos venezolanos abrigaron nuevas esperanzas sustentadas en aquello que se ofrecía como solución a problemas no resueltos durante las cuatro décadas transcurridas desde 1958. Omitimos referirnos a todo lo acontecido en lo que va de siglo y a todo cuanto agobia a la sociedad venezolana de nuestros días, porque de ello ya se ha hablado hasta la saciedad –la opinión pública ha consignado suficientemente su parecer–. Baste reafirmar que el modelo entonces propuesto por la emergente clase política –entre otras cosas introdujo la actual Constitución aprobada en 1999–, no produjo los resultados esperados por muchos. Ante ello, hoy y una vez más en el curso de nuestra accidentada historia de marchas y contramarchas, la población venezolana expresa el anhelo mayoritario que se pronuncia por un nuevo cambio político, en esta ocasión resultante de las próximas elecciones presidenciales a celebrarse el 28 de julio –a estas seguirán en su momento las parlamentarias y las correspondientes a gobernadores y alcaldes–.

La voluntad de cambio traducida en decisiones políticas a cargo de electores libremente concurrentes a los comicios será la que todo lo determine en una marcha de hondo significado para el sosiego social. Si algo es aún más evidente que la voluntad manifiesta en el fervor popular de los últimos meses es ese carácter transversal de la expresión ciudadana que ha resuelto espontáneamente transformar el actual estado de cosas. Y a los actores políticos no les quedará mejor alternativa que acordar términos razonables de convivencia entre tendencias, aspiraciones, visiones e ideologías disímiles. Estamos obligados a rehabilitar en primer término los entornos de tolerancia y respeto mutuo entre las diversas corrientes de pensamiento y acción –ha quedado suficientemente demostrada la impertinencia de antagonismos exacerbados por resentimientos históricos y posturas extremas que no dan cabida al pensamiento alternativo–.

Hay quienes hablan de posibles amnistías reservadas en acuerdos de naturaleza inconfesable o arreglos que condicionarían el restablecimiento de la maltrecha República Civil. Sobre ello, cabe recordar el pensamiento de Román José Duque Corredor –ilustre y honrado exponente del foro venezolano, de muy grata memoria–, para quien procede sustituir la autocracia que nos envuelve, por una institucionalidad democrática sin impunidad y sin venganza. Ello, naturalmente, no debe impedir que se suscriban aquellos acuerdos necesarios al normal desenvolvimiento de la política –el escenario propicio será, por antonomasia, el parlamento resultante de las elecciones correspondientes–.

Es obvio que el cambio no depende únicamente de la voluntad manifestada mayoritariamente por el común. Estos procesos exigen alinear intenciones, cautelas y esfuerzos, tanto como liderazgo legítimo, honestidad de miras y constancia de propósito. La motivación será tan determinante como descartar prejuicios y superar miedos y traumas vividos –es el ejemplo que viene dando el pueblo de Venezuela en las jornadas de los últimos meses–. Revisar modelos y ordenamientos, así como patrones de conducta serán igualmente acciones importantes en las ulteriores fases del cambio. Y solo cuando se calibran y articulan liderazgos, propósitos y medios disponibles para alcanzarlos –votar masivamente, defender y validar los sufragios–, habrá verdaderas posibilidades de éxito. Es lo que estamos viendo en la actualidad política venezolana: el renacer de una esperanza que conmina y conmueve. A qué dudarlo, parece que hemos regresado a las puertas de la soberanía nacional.

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