World News in Spanish

El emperador y sus diseñadores

El emperador y sus diseñadores

De los telares mágicos no salió seda alguna para vestir al gobernante, como se habrán dado cuenta millones de costarricenses.

No cabe duda de que más de uno que se cree emperador o más de una que se cree emperatriz exhibe su desnudez, y no hay quien se anime a decírselo por temor o conveniencia.

Hace un par de años, escribí sobre la autocomplacencia y la autosuficiencia en que se incurre, en especial cuando se ocupan cargos de relevancia y su efecto sobre la vida ciudadana es preponderante. Me basé en aquel entonces en el muy conocido cuento de Hans Christian Andersen.

Con la ayuda de Carlos Rubio, experto en literatura infantil, exploré algunos textos que analizan el cuento. Descubrí detalles tan interesantes como que, muy posiblemente, Andersen tomó el cuento XXXII (“Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño”) del libro El conde Lucanor, de Don Juan Manuel, escrito cerca de 1335, casi cinco siglos antes.

Si bien es un cuento infantil, diversos analistas encuentran profundo valor simbólico en detalles de la historia y, como se suele afirmar, los escritores buscaban dejar un mensaje puntual (la moraleja) en los adultos.

Una arista más la ofrece Helen Hintjens en The Emperor’s New Clothes: A Moral Tale for Development Experts?, donde explora los paralelismos entre el relato y el mundo de los expertos en desarrollo con una visión más disruptiva.

Al final, la autora, entre otras cosas, deja ver a los expertos en desarrollo social como los tejedores del cuento, que brindan un producto vacío de contenido y de resultados concretos. Los cortesanos complacientes son representados por los profesionales en desarrollo, intérpretes privilegiados de los entes donantes. El emperador, por su parte, es el negocio del desarrollo. No pretendo pisar ese terreno.

Hollis Robbins en The Emperor’s New Critique va más allá de la clásica interpretación relativa a los antivalores de la soberbia, la arrogancia y la mentira por conveniencia. Nos invita a explorar sus implicaciones sociopolíticas y literarias de una forma perspicaz y provocativa. Tomaré su texto, en buena parte, para sustentar mi argumentación.

Es casi un hecho que para muchos como yo no entrañe enorme dificultad identificar a los emperadores o a las emperatrices: personas en puestos de poder, vanidosas, soberbias y arrogantes. Su sola presencia lo ilumina todo y su palabra es la ley, por encima de lo instituido. Sus cortesanos les sirven tanto que cuando no lo hacen los destituye. ¡Mucho mejor que ser decapitado como hace unos siglos!

El surgimiento de personajes mesiánicos alrededor del mundo, especialmente en Latinoamérica, como Bukele, López Obrador, Chávez o Trump, entre otros, nos llevaría de forma muy intuitiva a ver emperadores en ellos.

En nuestro propio territorio, el presidente Chaves trata de encarnarlo, pero los órganos de control le han impedido convertir la silla de su oficina en la Casa Presidencial en trono.

Pero no hay mucha tela que cortar. La vanidad de estos personajes es el poder, no importa cómo, solo qué cantidad y por cuánto tiempo lo ostenten. Por eso hay que frenarlos.

Los tejedores se prestan para dar forma a la manipulación y la falsedad. No en vano su función es tejer ilusiones, aprovecharse de la credulidad de la gente, es decir, vender humo. Por eso hay que desnudarlos.

En nuestro país, muy probablemente, el emperador fue y sigue siendo tejedor de su propia tela; eso sí, junto con otros con crípticas intenciones. La idea es mostrar un personaje vestido de pueblo (“yo soy como ustedes”), de valentía (“me como la bronca”), de honestidad (“vamos a erradicar la corrupción”), de eficiencia (“yo sé cómo resolver los problemas”), de novedad (“no tengo rabo que me majen”). Los vestidos confeccionados con esas telas ya han sido puestos en evidencia: no existen y nunca existieron.

Nuevos materiales, maquinaria y recursos se han utilizado. Las redes sociales ponen el sustrato; el contexto, el fertilizante; y los tejedores, la semilla.

Los sembradores han sido muchos, aunque han ido disminuyendo (casi un promedio de uno cada quincena): el emperador, sus vasallos, los cortesanos de menor rango y un curioso caso de nuevos actores jamás previstos por Don Juan Manuel ni por Andersen: los troles (de Vietnam, son legión).

Todos han querido hacer creer que las telas que visten al emperador son magníficas, soberbias, grandiosas, inigualables. Cualquier otra cosa es signo de estupidez; más que eso, es ir contra el pueblo y su voluntad. Maniqueísmo puro.

De los ministros —todos análogos a los del cuento—, poco hay que decir. Tan cómplices y sumisos como en el relato; algunos quizás, tejedores también. Los pocos que se han atrevido a contradecir al gobernante han conocido el sabor del escarnio público. Al que menos, una salida silenciosa.

Robbins retrata al pueblo como masa; quizás una analogía con el hombre masa de Ortega y Gasset. Su papel es asentir, o más que eso, aplaudir y hacerlo al ritmo y magnitud que el gobernante —quien sabe las telas que viste— y los tejedores deciden.

Siguen, ciegamente, la narrativa establecida por el emperador, sus ministros y los tejedores (aunque algunos ya gozan de la dulce negación), que es difundida por medio de cuanto micrófono se atraviese, y sobra cuanta plataforma le pongan; o que se gestione mediante millonarios contratos para enaltecer su imagen, su gestión y sus logros, aunque no tenga ninguno.

Me sé hijo de mi padre, me identifico con el negro palafrenero del rey en el cuento de Don Juan Manuel; y aunque adulto, me igualo al niño de la versión de Andersen. Sé que de los telares mágicos no salió ninguna seda maravillosa para vestir al gobernante, como se habrá dado cuenta usted y, con toda seguridad, millones de costarricenses más.

juan.romero.zuniga@una.ac.cr

El autor es médico veterinario, profesor de Epidemiología en la UNA y la UCR. Ha publicado aproximadamente 140 artículos científicos en revistas especializadas.

No cabe duda de que más de uno que se cree emperador o más de una que se cree emperatriz exhibe su desnudez, y no hay quien se anime a decírselo por temor o conveniencia.

Читайте на 123ru.net