Escuchemos a la naturaleza
No hace tanto, en la playa El Tenis, en la ciudad de Matanzas, una pareja de turistas tuvo la delicadeza de entrar y salir del agua para extraer una lata y botellas de cerveza dejadas por personas inescrupulosas. Caminaron con la mayor naturalidad del mundo hasta llegar al cesto de la basura, donde depositaron esos objetos.
Hoy, al llegar el verano, apreciamos basura en nuestras playas y sus arenas, aun cuando los cestos para depositarla estén asequibles en esos lugares. Hemos vuelto a veranear en las playas y ríos, aprovechando ese privilegio de Isla. Los matanceros no podrían vivir ni concebir el disfrute de la etapa estival sin pasarse el día en el entorno costero y en las playas.
Lo triste del caso es que las playas siempre han estado ahí para nosotros; sin embargo, mientras más pasa el tiempo las nuevas generaciones, quizá, mal educadas por las precedentes, continúan contaminándolas indiscriminadamente. Es raro ver a alguna familia con una bolsa de nailon recogiendo los desechos que ellos mismos han provocado. Y mucho menos caminar 15 o 20 metros hasta el cesto más próximo para echar las sobras.
No creo que sea mi familia la que más ha cuidado el entorno marino ni sea la mayor defensora del medio ambiente. Reconozco que en años anteriores no les dábamos la importancia requerida a lo que muchos pudieran llamar pequeños detalles, como que la envoltura de una golosina se la lleve el viento y termine convertida en desecho sin recoger.
Recuerdo que una vez, al terminar de tomar un refresco, intenté lanzar la lata y una mano me detuvo, la tomó y guardó hasta buscar un lugar adecuado para echarla. Me disculpé y pasé una gran pena. Y no se trataba de un extranjero, sino de un cubano que ya había vencido esa barrera de la indolencia y la chapucería en nuestro accionar cotidiano. Desde entonces, ya hace años, todos en la familia estamos al tanto de dejar limpio el lugar que nos acogió para el disfrute por unas horas.
Es incómodo bañarse en una playa con semillas de mango o de mamoncillo, hojas de la envoltura de los tamales, fragmentos de nailon, papeles de cucuruchos de maní, colillas de cigarros, latas de refresco o de cerveza… y un etcétera mayúsculo de cuanta cosa no va a regresar a casa.
Ya en el siglo XIX la humanidad se preocupaba incipientemente sobre estos asuntos. Por aquel entonces, el gran escritor francés Víctor Hugo (1802-1885) reflexionaba sobre el tema: «Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha».
La incultura en la conservación de los ecosistemas transita por caminos insospechados, pero el primero es el fomento de una conciencia individual sobre la trascendencia de no ensuciar las playas. Considero oportuno repetir una vez más que la familia y la escuela deben influir en el cambio de comportamiento que impulse a la protección de esos lugares tan visitados.
Y ahondando un poco más en el desastre de lo que podríamos evitar, debemos estar conscientes de que las conductas inapropiadas al abandonar los desechos dentro del agua o en la arena contribuyen a la megacontaminación de los mares y océanos, porque aunque nuestro Archipiélago no es tan grande los desechos de plásticos y otros sí flotan y son confundidos por las especies marinas que los ingieren. La clave parte de fomentar la responsabilidad personal y colectiva para garantizar que nosotros, y las futuras generaciones, podamos disfrutar de playas limpias y saludables.