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La razón democrática del ‘no’ opositor

La justicia mexicana no pacifica los conflictos. No es un instrumento eficaz para adjudicar derechos y hacer exigibles las obligaciones. Mucho menos para hacer creíble a la amenaza de las consecuencias. Convivimos en una plaza que funciona por códigos de impunidad sin gramática estatal. Los privilegiados tienen jueces que escuchan y resuelven sus causas, mientras que los vulnerables dependen de la violencia privatizada. El sicario contratado para matar a Ciro Gómez Leyva lo confesó con frialdad espeluznante: en el México mágico, cualquiera se puede salir con la suya.

El Poder Judicial, como servicio público, requiere cambios profundos y estructurales. Mejoras sustanciales en su modo organizacional de ser y en la forma procesal de ejercer. Pero esa imperante necesidad, sobre todo en el ámbito de lo cotidiano y de lo local, no debe tomarse como pretexto para conceder la intención evidente de desquiciar los equilibrios del poder público. Ninguno de los males de la justicia, desde las posibilidades equitativas de acceso hasta las manifestaciones de corrupción endémica, se resuelven con la aspirina que ha propuesto López Obrador en su “plan C”. No hay un solo asidero histórico o comparado que permita suponer que elegir a jueces, magistrados y ministros por voto popular es el camino institucional correcto para democratizar la justicia, para hacerla más humana, para promover la calidad en el trato y consideración a las partes. El Constituyente de 1917 resolvió este dilema con el reflejo de la dictadura porfiriana. En el siglo 21, ningún experimento sugiere que se pueda aportar un gramo de eficacia a la presencia estatal en la realidad conflictual de las personas convirtiendo a la judicatura en extensión de la política electoral. Ofrecer votaciones plebiscitarias de juzgadores es como tratar un cáncer con sesiones de temazcal: humos y olores populistas para evadir temporalmente la realidad.

Las oposiciones harían mal en prestar la mínima colaboración a este despropósito. Es preocupante la tibieza de algunos dirigentes partidarios que ya empiezan a deslizar que la reforma al Poder Judicial es inevitable y que, por tanto, es mejor negociar, ceder, suscribir iniciativas alternas, aportar ideas o contenidos para embellecer la destrucción. Todo parece indicar que no aprendieron nada de los episodios de la funesta ampliación de los alcances de la prisión preventiva oficiosa o de la engañifa del mando civil de la Guardia Nacional.

Un partido nacional se fundó frente al intento de una reforma constitucional que socavaba las libertades de enseñanza, de academia y de cátedra. Fue la coyuntura política que movilizó a una generación de jóvenes y que activó una parte de la reserva intelectual del siglo 20 mexicano. Es el origen del PAN: de la idea y el liderazgo del rector Gómez Morin. Y es que en cualquier sistema democrático, las causas no son monopolio de los partidos y las oposiciones no sólo defienden su subsistencia y su derecho a ser parte del “pueblo”, sino también las líneas rojas de la razón acendrada en la tradición y en la experiencia. Hay más lealtad democrática en un “no” rotundo y sin cortapisas, que en los rejuegos consensualistas y timoratos que sólo posponen los males mayores.

Frente a la sinrazón de una imposición, se debe argumentar y contrastar las implicaciones y las consecuencias. Defender las trincheras del sentido común. Las intermediaciones políticas son pistas para articular la complejidad social. Los partidos son vehículos para representar el “no” a las malas ideas. Ese honorable “no” ante la intención deliberada de someter al Poder Judicial a una nueva hegemonía. El “no” al caos, al despilfarro y a la improvisación. Un no republicano sin pena, culpa o dobleces.

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