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Las facturas de la soledad

Abc.es 

En la era del 5G y la hiperconectividad, de las redes sociales y la movilidad geográfica, del ocio masivo y el estado del bienestar, un 20 por ciento de españoles se sienten –o viven– solos. El dato procede del Observatorio Estatal de la Soledad no Deseada , cuyo último informe emplaza a la sociedad española a detenerse en un problema que la atraviesa en todos sus segmentos. Varían los porcentajes y las causas, pero la soledad afecta a jóvenes, adultos y ancianos, a hombres y mujeres. Cada grupo presenta sus características, pero el titular es que la soledad representa una brecha que año tras año aumenta su dimensión en el corazón de la sociedad. El diagnóstico resulta especialmente doloroso con las personas mayores, por su limitación física o mental para revertir su situación real o su sentimiento de soledad. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2020 había en España más de dos millones de personas mayores de 65 años viviendo solas. No todas lamentan su situación, por supuesto, ni son víctimas de desamparo social o familiar, pero la percepción general es que su soledad es un rasgo negativo que se va consolidando en el desarrollo de la sociedad española. Los factores que lo causan son muy diversos, aunque hay que subrayar el de la desatención familiar, debida en muchas ocasiones a la imposibilidad de cuidar a los mayores como querrían hacerlo los hijos o los nietos. Falta de recursos económicos, viviendas pequeñas, trabajos absorbentes y responsabilidades familiares propias acaban imposibilitando que funcione la red parental. En otros casos, es el puro egoísmo y la desidia lo que condena a los mayores a un destierro afectivo difícilmente superable, expresado con toda crudeza en las noticias de ancianos hallados muertos en sus domicilios sin nadie que los echara de menos. Esta realidad de la soledad se ve reflejada en los costes sociales y sanitarios que requiere la atención pública de las personas solas, especialmente las que no pueden valerse por sí mismas para procurarse un mínimo de calidad de vida. El Observatorio Estatal contra la Soledad no Deseada ha cifrado en 6.101 millones de euros el coste sanitario que conlleva este problema. Es un importe que, al margen de su dimensión cuantitativa –siendo significativa–, expresa la gravedad social de la situación y, también, un proceso de sustitución de la red familiar por la red administrativa. El Estado no puede ni debe asumir acríticamente semejante responsabilidad, pero entonces habría que plantearse seriamente qué alternativas puede ofrecer una sociedad moderna, industrial y de servicios para frenar esta pandemia silenciosa y cronificada. La solidaridad humana, el compromiso familiar, la comunicación vecinal y, por supuesto, el apoyo asistencial público y privado son elementos imprescindibles para cualquier proyecto de corrección de esta forma de soledad y, hablando claro, del abandono de muchos de nuestros mayores. Los jóvenes no son ajenos a un sentimiento de soledad que afecta al 25,5 por ciento, a pesar de los estereotipos sobre el ocio en común que suelen etiquetarlos. Hay jóvenes aislados por problemas de salud mental –cada año en aumento–, de acoso escolar, de discriminación por su orientación sexual o su origen extranjero, o aislados simplemente por la sustitución de la relación humana por la digital. La solución a estos problemas no consistirá en negar la realidad ni en exagerarla, sino en aceptar que la sociedad española tiene fisuras que debe cerrar con un esfuerzo propio, centrado principalmente en la cobertura familiar a jóvenes y mayores, y con mecanismos de detección temprana de una soledad que nunca llega de golpe a nuestros hogares.

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