Ausencia no quiere decir olvido
Como Penélope, la fidelísima esposa del protagonista de la Odisea, tejo y destejo la inmensa tela de mis recuerdos, fragmento de una historia contemporánea en la que muchas manos participaron para impulsar la gesta revolucionaria conducida por la dirección histórica de nuestro país.
Para que la desmemoria no nos conduzca a perder la perspectiva, seguiré extrayendo estampas de esas vivencias personales que siguen latiendo en mi corazón y en mi cerebro, sin olvidar los palos que da la vida, porque en «el reino de este mundo» la grandeza del ser humano se manifiesta en su capacidad de levantarse y seguir andando después de cada encontronazo.
Quiero evocar hoy a una figura asociada a muchos amaneceres. Me refiero a Armando Hart Dávalos. Había nacido el 13 de junio de 1930. Estaba a punto de cumplir 22 años cuando el golpe de Estado de Fulgencio Batista, servidor del imperialismo desde que se fraguó, en los años 30 del pasado siglo, la traición contra el gobierno Grau-Guiteras después de la caída de Machado.
Impaciente por actuar, Hart se unió a la conspiración urdida por el profesor García Bárcenas. Inconsistente en su formulación conceptual, el intento fracasó. Hart no tardaría en encontrar el camino que lo llevaría, al cabo, a integrar la dirección del Movimiento 26 de Julio. Vivió día a día la zozobra de la lucha clandestina. En una ocasión, sometido a juicio, saltó espectacularmente desde el primer piso de la Audiencia de La Habana. Más tarde, al regresar por caminos y veredas en una reunión de capital importancia en la Sierra Maestra convocada por el comandante Fidel, fue detenido en Puerto Boniato. Carlos Amat, quien trabajaba entonces como telefonista, descubrió la orden de muerte dada por Batista y la dio a conocer públicamente, con lo cual le salvó la vida a Hart.
Era apenas treintañero cuando en 1959 fue designado Ministro de Educación. Recibiría muy pronto una de las encomiendas más importantes de la historia de la Revolución: organizar la Campaña de Alfabetización y realizar la tarea gigantesca en el breve espacio de un año. Resultaba imprescindible elaborar instrumentos eficaces y sencillos, de fácil manejo por parte de la muchachada adolescente. Hart comprendió que tenía que contar con la asesoría de expertos calificados y supo traer a su lado a prestigiosísimos pedagogos, herederos de la mejor tradición de la escuela cubana.
Pasó luego a tareas de primordial importancia en la formación del Partido, motivado por el espíritu unitario que lo animó siempre. Con esa experiencia acumulada, se le confió una misión en la que habría de demostrar su dominio de lo que llamaba la cultura de hacer política.
El primer lustro de los años 70 conoció prácticas culturales que contradecían la esencia de la política planteada por Fidel. Es la etapa que Ambrosio Fornet bautizó como «quinquenio gris». Los errores cometidos y una homofobia agresiva laceraron a muchos y marginaron a otros. Había que rectificar.
En diciembre de 1976 se crea el Ministerio de Cultura y Hart recibe el encargo de afrontar la delicadísima tarea. Formó un equipo integrado por figuras experimentadas en el campo de la educación y la cultura, unitario y plural, algunos con fama de elitistas, otros con fama de populistas. Alrededor de una mesa redonda se analizaban los problemas. Entrechocaban los distintos puntos de vista. Después de la tempestad, nacía el arcoíris.
Hart, sobre todo, sabía que había que demostrar la voluntad rectificadora a través de hechos concretos. Por eso, apenas iniciada su gestión, se proyectó hacia dos direcciones clave. Por una parte, reivindicó el papel del organismo en el rescate y protección del patrimonio nacional. Legisló en ese sentido y fundó el Centro de Estudios Martianos. Por otra, tendió puentes hacia lo creado desde la contemporaneidad. En febrero de 1977 se reunió con los miembros de la Uneac. En discurso memorable, planteó que la Revolución había cumplido con una gran obra de justicia social: «se ha hecho la justicia —dijo—; ha llegado la hora del arte». No quiero parecer cursi, pero los ojos de muchos de aquellos destacados artistas estaban llenos de lágrimas.
Desde ese punto de partida, fundamentó conceptualmente un programa. La jerarquía concedida a la defensa del patrimonio se complementaba con el enfrentamiento a prejuicios arraigados, al intelectualismo y a la homofobia. Los artistas debían participar en la elaboración de los proyectos que entonces se emprendieron. Conformaron
grupos asesores a todos los niveles del Ministerio. El arte debía llegar a las grandes mayorías. Con ese propósito, se diseñaron los festivales y se fomentó el desarrollo de las instituciones culturales en todas las provincias.
Hart consideraba que el arte no se dirige. Corresponde a las políticas públicas favorecer el desarrollo de un clima creador, no solo en función del trabajo de los artistas, sino también del crecimiento de la vida espiritual de distintos públicos formados por grupos etarios, por aquellos procedentes del campo y de la ciudad, todo ello de acuerdo con el mosaico social constitutivo de nuestra sociedad.
Cuando cesó en sus funciones, se entregó por entero a la obra de José Martí. Sabía que allí iba a encontrar las claves del milagro de Cuba.