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¡Nadie hizo caso! Las cartas que podrían haber logrado que Gibraltar fuese todavía español

Abc.es 

Se quedó ronco de avisar, pero sus palabras se perdieron en algún punto entre La Línea de la Concepción y la villa y corte. El gobernador de Gibraltar, Diego Gómez de Salinas y Rodríguez de Villarroel , con un nombre tan largo como grande fue el valor que demostró, escribió y escribió misivas a sus superiores entre 1702 y 1704 con un solo objetivo: obtener los refuerzos necesarios para que la plaza que defendía por órdenes de Felipe V no cayera en manos extranjeras. Pero, si llegaron aquellos textos, de poco sirvieron. La única respuesta que obtuvo el buen militar fue el silencio de la corte, amén de alguna que otra promesa que resultó incumplida. A pesar de todo, el madrileño plantó cara a la flota anglo-holandesa que, a las órdenes de George Rooke y el príncipe de Hesse-Darmstadt, arribó en plena Guerra de Sucesión a sus dominios con aviesas intenciones. Con un puñado de soldados profesionales y algún que otro miliciano, este versado oficial se enfrentó sin dudarlo, y con mucho naso, a las 4.000 almas y setenta buques que británicos y holandeses atracaron en la costa gibraltareña. Perdió la urbe, pero mantuvo la honra. Y así lo dejó claro en una carta que envió tras la batalla a la corte: «Bien sabe cuan repetidas veces he puesto en la consideración el estado al que estaba reducido esta plaza». Corría el 1 de agosto de 1704 cuando la imponente flota inglesa arribó hasta la costa de Gibraltar. Y, apenas tres jornadas después, Salinas entendió que era imposible vencer. Fue acusado de traidor por unos y de cobarde por otros, pero la realidad es que, más allá de opiniones interesadas, estaba cargado de razones. Para empezar, porque había solicitado sin éxito refuerzos a sus superiores hasta casi quedarse afónico: «Bien sabe cuan repetidas veces he puesto en la consideración el estado al que estaba reducido esta plaza. Para empezar, por la total falta de guarnición, pero también por la de pertrechos, artillería, provisiones de boca y de guerra». Sería mentir decir que el bueno de Salinas no había puesto sobre aviso a sus superiores de la pesadilla que se le venía encima. Desde que sentó sus reales en la poltrona de Gibraltar allá por los comienzos de 1702, el gobernador insistió una y otra vez en que la plaza carecía de las defensas suficientes para resistir un ataque inglés. Tal y como afirma Cesáreo Fernández Duro –fuente obligada– en 'Historia de la Armada Española desde la reunión de los reinos de Castilla y Aragón', a lo largo de los meses siguientes el político solicitó refuerzos al Marqués de Canales. Este prometió la recluta de dos maestres de campo para reforzar la plaza, pero todo quedó en buenas y falaces palabras. No se le puede reprochar la insistencia al gobernador porque pintaban bastos sobre el 'Mare Nostrum '. El almirante inglés George Rooke, en las aguas desde 1702 con una fuerza de 14.000 marinos y más de medio centenar de bajeles británicos y holandeses, andaba al acecho por las costas españolas ávido de que hallar algún eslabón débil en las defensas borbónicas. El 28 de mayo de 1704, de hecho, había arribado a aguas de la Ciudad Condal y había iniciado el desembarco de unos 3.500 hombres a orillas del río Besós. Cierto es que el ataque fue detenido por una combinación de fuerzas locales y milicia ciudadana, pero también lo es que la tensión se palpaba con dos manos. Por ello, ese mismo 8 de julio, apenas un mes antes de que la 'Royal Navy' se personara con intereses aviesos sobre el Peñón, Salinas hizo un intento más. En este caso dirigió su petición hacia el gobernador de Málaga. Con tono educado, el gobernador de Gibraltar criticó la escasez de defensores que tenía a su mando y la falta de previsión demostrada por sus superiores: «Amigo y señor mío. […] A vista de la desprevención con que está la plaza y las demás de estas costas por la falta de guarnición, debemos añadir mayor cuidado y desvelo; sin que este baste para podernos prevenir aun en una moderada forma de defensa». Era realista, pues apenas contaba con un centenar de hombres y una treintena de jinetes. El político insistía también en que, según sus noticias, los ingleses que navegaban por el Mediterráneo pasaban de «noventa velas», unos «sesenta bajeles en total». Cantidad imposible de detener si Rooke se atrevía a poner un pie en tierra. «Debemos esperar por este medio preservarnos de las hostilidades y atentados que nos puedan causar estos enemigos. Si V. E. tuviese alguna noticia de la venida de la armada, espero me la comunique sin la menor dilación», añadió. Salinas acertó en el número y en las intenciones de la armada del bando aliado. Para su desgracia, comprobó que atesoraba toda la razón cuando vio los navíos de la 'Royal Navy' ubicarse desafiantes frente a la bahía gibraltareña a principios de agosto. 'Bad news'. Lo que jamás se podrá reprochar a los ingleses son sus formas. Lo primero que hicieron al llegar a la costa fue redactar una misiva educada en la que instaban a Salinas a rendirse. Porque se puede ser pendenciero, pero siempre con modales. El gobernador se la devolvió: «Fieles de Felipe V y leales vasallos, sacrificarán las vidas en su defensa así esta ciudad como sus vasallos». A la par, volvió a pedir ayuda a sus superiores por enésima vez: «Parecen llegar de tres mil a cuatro mil hombres, los cuales se han acampado a distancia de tiro de escopeta. Echan al mismo tiempo algunas bombas con frecuencia. […] Suplico se pongan las noticias en manos de S. M.». La última frase de Salinas denotaba que estaba dispuesto a sacrificarse ante la gran armada de Rooke: «Manifieste a S. M. el rendido afecto con que esta ciudad pronta en sacrificarse. Sus vecinos se ejecutarán hasta el último trance en el servicio de su Rey y Señor». Las buenas palabras no le sirvieron de nada. En las jornadas siguientes, los ingleses superaron a golpe de fusilería y cañonazos las defensas de la ciudad. Del medio millar de defensores presentes, un centenar –la mayoría, milicianos– huyeron y se escondieron en las montañas. El resto, por su parte, sudó hasta la última gota de sangre. Al final, las capitulaciones llegaron el 4 de agosto. El 6 de agosto, Diego de Salinas, el hombre altivo que había afirmado que defendería Gibraltar hasta la muerte, el héroe dispuesto –o eso había confirmado en sus misivas– a dejarse la vida en favor de los Borbones, escribió su última carta al frente de la ciudad. En ella explicó, de forma pormenorizada, las causas que le habían llevado a ser derrotado por los ingleses. Huelga decir que el objetivo último del texto era esquivar la responsabilidad por la rendición. De hecho, el gobernador no dudó en recordar a sus superiores que ya había avisado del peligro que se cernía sobre el Peñón : «Bien sabe cuan repetidas veces he puesto en la consideración el estado al que estaba reducido esta plaza. Para empezar, por la total falta de guarnición, pero también por la de pertrechos, artillería, provisiones de boca y de guerra. Con motivo de los continuos pasajes de las armadas enemigas, continué estas mismas representaciones, así a V. E. como a S. M., por manos del Sr. Marqués de Canales. De resulta solo se me dio la esperanza de que se procuraría dar estas providencias en la forma que lo permitiese la ocurrencia presente, sin haber podido conseguir, por diferentes causas, que el Gobernador de Cádiz me enviase la recluta de don Sebastián de Oloris, que se halla de guarnición en aquella plaza; la que, junto con la de D. Diego de Leis, se habían mandado que viniesen aquí». Solo estaba calentado. A continuación, Salinas remarcó que apenas había contado con soldados –«no habiendo en estos dos cuerpos que residen más que 56 hombres, de los cuales no había 30 de servicio»– y que no le quedó más remedio que valerse de las milicias para poder aunar una fuerza capaz de plantear alguna defensa: «Al final, pude abocar a esta plaza el número de 150 hombres . Y de estos, de tan mala calidad que, así que llegaban, empezaban a hacer fugas». Se refería a que la mayor parte de los mismos habían escapado en cuanto los buques empezaron a escupir fuego sobre la urbe.

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