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El hombre del tiempo

Opinar en la frenética narrativa pública actual es exponerse al anatema de unos o de otros.

Habrá quien recuerde la frase que cantaba Bob Dylan: “No tienes que ser el hombre del tiempo para saber de dónde sopla el viento”. Un reputado periodista explica que transmite la idea de que la gente puede actuar aunque no haya una autoridad que se lo proponga.

La frase se usó durante la presidencia Trump en que había quienes dudaban de la cordura mental del presidente y sostenían que un hombre probablemente perturbado y que había violado repetidamente la confianza de la gente no era apto para el cargo. Con ese motivo, la frase de Dylan sirvió de preámbulo para agregar que no tenías que ser un profesional de la salud mental para ver que algo no funcionaba bien en la cabeza del presidente.

Pero esa línea, que uno sospecha que estaba inspirada por la sabiduría popular, puede emplearse ahora para otros propósitos. Un poco forzada, alerta sobre el peligro de meter las narices en ciertas discusiones que ocupan actualmente los encabezamientos de la prensa, los espacios de opinión de otros medios y el ambiente público: en el estado frenético por el que atraviesa la narrativa pública hay que estar advertidos de que opinar, aunque sea con las mejores intenciones, es exponerse al anatema de unos o de otros. ¿Será que en estos tiempos la libertad de expresión es un privilegio menguante?

Una de esas vivas discusiones gira en torno al régimen jurídico de la contratación pública. En la Constitución, sin ir más lejos, hay unas cuantas normas pivote que servirían como pautas prudentes en las que apoyar el diseño inteligente de un ordenamiento donde en equilibrada convivencia tengan cabida pulcritud, contención y adecuado y oportuno control, pero también la gestión esclarecida y juiciosa, permeada de eficiencia, flexibilidad y comedimiento, adicta prioritariamente a la consecución igualmente oportuna de fines socialmente valiosos. Si todos les hiciéramos caso, nos ahorraríamos un referéndum.

En buena hora, los funcionarios están sometidos a los deberes que impone la ley. Pero, debido a eso, ¿están además obligados a actuar como si la ley fuera un fin en sí misma?

Tiene la Constitución una disposición luminosa, tras la que debiéramos marchar con más ahínco e ilusión, como antes lo hacíamos tras un papalote. Es la que impone a los órganos del Estado la persecución del mayor bienestar general, y dice cómo conseguirlo.

arguedasr@dpilegal.com

Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.

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