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Ayacucho: vida y resistencia contra los embates de la muerte, por Pedro Llosa Vélez


                                 Ayacucho: vida y resistencia contra los embates de la muerte, por Pedro Llosa Vélez

 Afortunadamente Ayacucho no se rinde ni se paraliza. Como antes lo hizo, se resiste a seguir presa de la desatención y el abuso. Hay una vida insumisa que bulle en todo el espacio público. 

Por Pedro Llosa Vélez

El azar me lleva a transitar por la Vía Los Libertadores en dirección a Huamanga el mismo día en que un ómnibus de la empresa Molina Unión S.A.C. ha caído al fondo de un despeñadero con un saldo de veinticinco muertos. Aquella imagen de horror es solo la instantánea más reciente de una tragedia que no es nueva para el Perú. Basta entablar conversación con algún lugareño, estar alerta a las voces en calles y comercios, o leer los diarios locales que dedican ediciones enteras a cubrir el tema y a honrar a sus caídos, para percibir que la escena es recurrente. 

Un bus que arrastra doce papeletas graves -la mayoría por exceso de velocidad- y que parte con retraso por problemas técnicos, es conducido por un chofer que, según testimonios de sobrevivientes, se quedó dormido mientras manejaba por una carretera semiabandonada a juzgar por la presencia de huecos, de badenes y curvas mal señalizadas, además de la ausencia de peajes y, en su mayor parte, de señal telefónica y de internet. El resultado: un despiste más; un nuevo vehículo dando vueltas de campana por el abismo mientras los pasajeros que no salían disparados por las ventanas quedaban atrapados por el amasijo de fierros o asientos destruidos. A esta última imagen hay que sumarle los testimonios de familiares que acusan un maltrato inaceptable de una empresa que incumple sus ofrecimientos de llevarlos al lugar de los hechos para los respectivos reconocimientos, que informa con deficiencia y traslada cadáveres en condiciones vergonzosas. Y no suficiente con lo anterior, está la indiferencia de autoridades que se lavan las manos como pueden, que no ejecutan sus presupuestos de mantenimiento de estas vías o que prometen lo que no cumplirán. Solo en lo que va de 2024 se han registrado 72 accidentes con 138 fallecidos en esta vía (251 en 2023). 

La empresa en cuestión lleva un prontuario de accidentes mortales que se extiende a otras vías, pero en este trayecto tampoco cuenta con el monopolio de la tragedia, ya que hace apenas dos meses se despistó otro bus de la empresa Civa con un saldo de 17 muertos. Al momento de identificar a los culpables suelen despertarse contrapuntos entre los responsables directos del evento puntual y las falencias sistémicas, estructurales, que permiten la recurrencia de la tragedia y la convierte en flagelos endémicos. La primera es una responsabilidad inmediata cuya identificación compete a la fiscalía, pero la segunda es una responsabilidad política. El mantenimiento periódico de las vías, las barandas de protección vehicular, la prohibición de venta de turnos de manejo, la penalización por rebasar aforos y límites de velocidad, la exigencia de contar con copilotos y detectores de cansancio para choferes entre tantas otras medidas, pertenecen al campo de la regulación estatal eficiente, algo que solo puede existir cuando la autoridad responsable no está desbordada o sumida en la indiferencia y la corrupción. 

Una de las sobrevivientes de este último accidente cuenta que al final de la volcadura y por cuestión de minutos se oyó un cúmulo de gritos desgarradores que pronto cesaron para dar paso a un silencio donde los sobrevivientes, devastados y agotados, terminan enmudeciendo igual que los fallecidos. ¿Remite esta escena de muerte y sufrimiento a algún episodio de la historia contemporánea de una sociedad que lleva a la muerte en su nombre como el más duro de sus destinos?

Pues hace apenas año y medio, el 15 de diciembre de 2022, en el marco de las protestas desatadas por la caída de Castillo y el ascenso de Boluarte al poder, un grupo de manifestantes se dirigieron al aeropuerto de Ayacucho para hacer oír allí su voz de protesta. La historia oficial del gobierno, avalada por imágenes de una prensa parcializada, nos quiso hacer creer que se trataba de delincuentes armados y con la intención y capacidad de tomar el aeropuerto, una disrupción del orden de tal magnitud que el fuego cruzado con las autoridades resultaba inevitable y necesario para preservar la paz. Esa fue la narrativa que buscaba justificar la matanza de diez manifestantes y los más de 70 heridos. 

La historia a la que he podido acceder gracias a testimonios de primera mano y a algunos otros de investigadores que en la actualidad siguen buscando esclarecer el tema, es que los manifestantes, desprovistos de armas de fuego, fueron baleados por efectivos del Ejército en las inmediaciones del aeropuerto, y que casi la mitad de los asesinados fueron transeúntes inocentes o vecinos del lugar que salieron de sus casas a asistir a los heridos que caían por las balas. A los pocos días de escuchar esos testimonios, como si se tratara de una contrastación coordinada para confirmarlos, aparece el informe de Amnistía Internacional -una de las ONGs de mayor reputación global- donde se concluye, tras un año y medio de investigaciones, que “no se han encontrado indicios de armas u otros medios violentos por parte de los manifestantes que hubieran podido constituir una amenaza para la vida de policías o militares en los hechos de Ayacucho”, y lo que sí se ha encontrado es el uso de 1,200 balas por parte del Ejército, hecho que fue ocultado en los registros que exigen tanto la normativa local como internacional cuando se disparan armas de fuego. Más grave aún es que la fuerza letal haya sido utilizada en una situación que probadamente no lo ameritaba, y para ello se han amparado en una de las dos situaciones posibles que permite el reglamento para el despliegue de las Fuerzas Armadas: aquella reservada para contextos de conflictos armados. Es decir, en castellano simple, el prejuicio y el “terruqueo” desde el poder oficial permitieron que se violaran todos los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad, lo que causó que actos que en el peor de los casos debieron terminar en una detención, acabaran en ejecuciones extrajudiciales.

En el Centro de la ciudad de Huamanga, en un local de activismo político donde se recolectan firmas para revocar al gobernador regional Wilfredo Oscorima, el “Wayki” que provee de relojes Rolex a la presidenta Boluarte, yace una enorme infografía con los rostros de las víctimas de las protestas del 15D, y recostada sobre ésta, una pancarta con la inscripción “No más muertes en la Vía Los Libertadores”, un clamor desesperado que viaja por la ciudad y llevó al paro del pasado 18 y 19 de julio. 

No es extraño que las fotos de los fallecidos por la represión militar y la disposición del reclamo remitan a aquellas demandas de familiares de víctimas del Conflicto Armado Interno y que hoy se pueden encontrar en el Museo de la Memoria de ANFASEP en Huamanga o en la Casa de la Memoria Yayanawasi de Huanta. Sabemos que estas muertes y desapariciones fueron el producto de la desenfrenada violencia revolucionaria y contra revolucionaria de los diferentes actores del conflicto, pero a menudo se olvida que el prejuicio, el racismo y la indiferencia fueron el plasma de ese torrente que coadyuvó, prolongó y agudizó la mayor sangría de nuestra historia republicana. Las mismas taras sociales que hacen que los deudos de hoy, como los de hace año y medio, revivan el dolor y la impotencia que sufrieron ellos o sus antecesores hace 30 o 40 años. Y hoy, como entonces, son las instituciones internacionales de defensa de derechos humanos las únicas que pueden penetrar el cerco de impunidad y apañamiento que nuestros gobernantes tejen con la excusa de la soberanía nacional, pues es poco lo que las asociaciones locales, a menudo amedrentadas por ese poder, pueden hacer en este respecto. 

No es coincidencia, entonces, que una pancarta que pide el cese de las muertes en las carreteras se recueste sobre las fotos de las víctimas del 15D, ni que los frentes de defensa que convocan a movilizarse para los días de Fiestas Patrias demanden la renuncia de Boluarte y de los policías y militares violadores de derechos humanos y el cierre del Congreso, al mismo tiempo que exigen que no haya más muertes en la Vía Los Libertadores. En ambos casos, aunque de maneras distintas, se tiene por denominador común a la indiferencia y al desprecio que el poder oficial de turno y los poderes permanentes de facto muestran por estas zonas del Perú. ¿Cómo es posible que después de todo lo vivido a fines del siglo pasado y sabiendo que la falta de comunicación y el aislamiento geográfico fue un enorme agravante del Conflicto Armado Interno, no haya una carretera en condiciones mínimas de transitabilidad? El que buena parte de esos 300 kilómetros que van de Pisco a Huamanga sean un mar de crátereres, ¿es un símbolo del perpetuo estado de incomunicación entre el poder centralizado de la capital y los ciudadanos de los Andes? ¿Es coincidencia que nuestros últimos presidentes y algunos aspirantes al cargo estén hoy día en procesos judiciales vinculados a la gran transnacional de la coima asociada a la construcción de carreteras, y que no tengamos las vías que deberíamos tener o en el estado en el que deberíamos tenerlas? ¿Merece el Perú este dejavú de gobiernos corruptos, indiferentes a las urgencias de sus ciudadanos y violadores de derechos humanos en las mismas geografías de siempre? 

   Afortunadamente Ayacucho no se rinde ni se paraliza. Como antes lo hizo, se resiste a seguir presa de la desatención y el abuso. Hay una vida insumisa que bulle en todo el espacio público. Se ve en las celebraciones y desfiles por múltiples eventos que se celebran en distintos puntos de sus ciudades, en su comida, en sus cuantiosos espacios de música en vivo donde suena su amplio repertorio de composiciones locales, en sus comercios y ferias, en su arte excepcional y en su prodigiosa textilería, en su entusiasmo por ser la próxima sede de los Juegos Bolivarianos y en orgullo de celebrar el Bicentenario de la batalla de Ayacucho este 9 de diciembre. Pero se ve, sobre todo, en sus numerosas asociaciones civiles como los frentes de defensa, las asociaciones comunales, las organizaciones de mujeres, los sindicatos, las asociaciones de familiares de víctimas, los diferentes colectivos sociales y tantos otros formatos de participación cívica que, a pesar de las fragmentación, la estigmatización, y en ocasiones la injustificada criminalización de las que son objeto, trabajan todos los días para alcanzar una sociedad más justa y más vivible.

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