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'Palabras, palabras, palabras', por Paula Távara


                                 'Palabras, palabras, palabras', por Paula Távara

“Decir muchas palabras no significa transmitir un mensaje con más eficacia”. 

“Palabras, palabras, palabras” es posiblemente la mejor forma de resumir lo que la señora Boluarte nos ‘regaló’ por Fiestas Patrias el 28 de julio, en un mensaje que estuvo dirigido quizá a sus aliados en el Parlamento, pero en absoluto a la nación de ciudadanos y ciudadanas.

Empecemos entendiendo que el mensaje a la nación es una tradición política vinculada a que el jefe o jefa de Estado rinda cuentas a la ciudadanía respecto de los principales resultados o situaciones que han marcado del proceder del Gobierno en el periodo legislativo que termina y anunciar los principales objetivos para el que inicia. En algunas ocasiones puntuales puede también ocurrir que se realicen mensajes a la nación respecto de medidas extraordinarias.

Es por este sentido de rendición de cuentas que se espera que el mensaje permita a la ciudadanía realmente escuchar, comprender, analizar y evaluar lo expuesto.
Así, es posible aseverar que las más de cinco horas de lectura pública que llevó a cabo Boluarte se alejan absolutamente del sentido y objetivo de esta tradición.

Es importante tener en consideración, además, que la redacción de discursos no es un mero acto de sumar palabras. El buen discurso político es cosa de expertos, es una ciencia y un arte, es la mezcla de la eficacia comunicativa y la capacidad de emocionar.

Fran Carrillo, profesor de análisis del discurso en la Universidad Carlos III de Madrid, señalaba en clase que “te mueven las emociones, te mantienen las razones”. Es decir, que para construir un mensaje político que calara en la ciudadanía era importante poder transmitir ideas y argumentos (razones) contundentes, pero que era central transmitirlas de forma tal que generaran empatía, interés, simpatía por aquello que se estaba manifestando. Solo así el auditorio podría engancharse a aquello que se planteaba.

¿Puede alguien, aun los académicos, periodistas o más agudos servidores públicos, decir con honestidad que estuvo atento, y en su máxima comprensión y análisis durante las cinco horas en que Boluarte se atornilló al estrado?, ¿podemos destacar algún fragmento que nos emocionase o resultase de particular interés entre tanta palabrería?

Diría que este discurso es una muestra del nulo liderazgo y capacidad de la PCM y los asesores de Palacio –a cargo de la preparación del discurso– que se limitaron a copiar y pegar los informes que desde cada una de las oficinas y direcciones de cada uno de los viceministerios de cada ministerio se envían por estas fechas para aportar a la construcción del mensaje a la nación. Cientos de fragmentos escritos por distintas manos, y muchas veces con distintos criterios, pegados sin ton ni son terminaron componiendo las 79 páginas que leyó Boluarte.

Ninguna priorización, ningún esfuerzo de síntesis y coordinación. De hecho, quizá el único esfuerzo consciente de redacción fue buscar evitarse críticas al mencionar “dos pares de ministerios que serán fusionados”, en lugar de anunciarlos y dar las explicaciones y escuchar los comentarios que semejante decisión requiere.

Como bien me señalaba un lingüista en estos días: “Decir muchas palabras no quiere decir transmitir un mensaje con más eficacia”. Como suelo decir yo a mis alumnos, la calidad no se mide al peso, y aquel ladrillo de papeles sobre el atril no tuvo ninguna eficacia.

Desde otro ángulo, es posible ver un intento por seguir evitando reconocer la crisis política y de la pésima gestión del Estado que se está llevando a cabo. De las 79 páginas de discurso, tan solo cuatro refirieron a los logros de este año de gestión del Estado, y esas empezaron responsabilizando por todos los males de la patria al Gobierno de Castillo, del que por cierto la señora Boluarte no solo fue vicepresidenta, sino que fue ministra desde el primer día. Las 75 páginas siguientes fueron palabras, palabras, palabras y promesas de obras, compras y proyectos sin gran sustento de su relevancia o factibilidad.

Finalmente, creo también que tanta palabrería se trataba de un acto de beligerancia y una nueva forma de faltar el respeto a la ciudadanía por parte de quien ocupa hoy Palacio de Gobierno.
Alejada de la realidad, la ‘reina Dina’ y su corte decidieron que, si tanto queríamos recibir respuestas y explicaciones sobre su gestión, si tanto reclamaban sus largos silencios ante la prensa, nos tocaría oír una recatafila de cifras, nombres de distritos y siglas, las que para colmo no fueron tan siquiera explicadas a la oradora.

Una vez más, confirmamos que no pretende siquiera hacer un amago de ejercicio democrático del poder tratando con respeto a sus interlocutores, los ciudadanos y ciudadanas. Por el contrario, en su forma absolutista y autoritaria de ejercer el poder (o de creer que lo ejerce) obliga a los súbditos a tolerarle por fuerza, a verla brillar con sus bordados de pan de plata sobre satín.

En una muestra más de su desinterés por el correcto ejercicio de su cargo y por la respetabilidad que debiese tener su investidura, a lo largo de las cinco horas de discurso va quedando claro que ni tan siquiera lo ensayó (“aquí dice, no sé qué es”).

Lo que no necesitó ensayar, claro está, son sus guiños a los reales dueños del poder político, sus benefactores a quienes llamó demócratas e ilustres. Ni ellos pudieron tolerar tantas horas de desborde verbal. “Palabras, palabras, palabras” que no importaban a nadie, porque no importa gobernar bien o cumplir las promesas, sino aprovechar para saquear al Estado y atornillarse al poder.

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