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Esa ciudad querida llamada Oswaldo Trejo

Por LOURDES C. SIFONTES GRECO Esto es algo parecido a una carta, Oswaldo. Una carta en la que te recuerdo, te lloro, te releo, te comento, te escribo. Una carta que tengo en la cabeza casi a diario y que hoy quiso pasar al papel, porque cumples o cumplirías un siglo, y eso no es […]

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Por LOURDES C. SIFONTES GRECO

Esto es algo parecido a una carta, Oswaldo. Una carta en la que te recuerdo, te lloro, te releo, te comento, te escribo. Una carta que tengo en la cabeza casi a diario y que hoy quiso pasar al papel, porque cumples o cumplirías un siglo, y eso no es cosa de todos los días.

Empiezo por contarte algo reciente.

Hace algunos meses pasó junto a mí una motocicleta de alguna de esas empresas de delivery que salpican nuestras calles. Parpadeé más de una vez: entre la velocidad y la tipografía que podía verse en el morralón térmico del conductor, creí leer dos palabras, una sobre otra:

Traje 

trejo

La continuidad aparente de una línea vertical me condujo a esa ilusión óptica que hizo que mi corazón diera un brinco. Mi escepticismo urbano me decía: “No puede ser”. Pero ese bloque rápido de texto no abandonaba mi memoria. Pasó otra moto. Otro traje trejo imaginario que tampoco me dio tiempo de constatar lo que presumí haber leído. Y como siempre creo que estás por ahí, no me costó nada pensar que me estabas jugando una broma de las tuyas. Un par de días más tarde, vi una de esas motocicletas, detenida. Por supuesto, nada de traje trejo: me vi burlada por ese trompe l´œil que, entre otras diferencias, me metía ele por jota, por no decir gato por liebre. En ese espejismo pasajero, aunque ya sé de qué se trata, siento que cada día esa especie de recuerdo tuyo pasa a mi lado, como tantos de tus guiños.

Tus guiños maravillosos, Oswaldo. Esos gestos cómplices. Esa forma de decir las cosas para dejar al interlocutor en tierra de nadie, pensando si hablarías en serio o en broma, si decías la verdad o si tramabas una ficción. Comentabas que dudabas mucho y constantemente, y tal vez ese decir ambiguo, con semejante aplomo, ante los otros, era una manera traviesa de pasarle a quien te escuchaba la pelota de la duda. Extraño tus guiños personales, compañeros del mundo de tus otros guiños: los textuales.

Te vi por primera vez en Calicanto, hogar de la también querida y recordada Antonia Palacios, en alguna de mis primeras sesiones en el taller. Yo no reunía dos décadas de vida. Nunca había imaginado que te conocería y por un buen rato pensé que todo eso era un sueño. Tu elegancia, tu sencillez, tu agudeza, tu Volkswagen, tu trato gentil y cercano. En la conversación eras tan risueño como serio, tan cándido como malicioso. Ibas de lo transparente a lo enigmático en cuestión de segundos (y a veces en una desconcertante simultaneidad), con una naturalidad nada corriente. Después hubo otros encuentros, otras casas (también la tuya), otros rostros queridos (varios de ellos, como tú, ya ausentes). Y esas mesas de Sabana Grande en las que todavía, al pasar, busco tu mirada.

Fuiste hombre de montaña, de letras y de artes. En tus gustos convivían lo austero y lo exquisito, dándose la mano como amigos de siempre. Cuando comenzó a operar el Metro de Caracas, hablabas de una deliciosa sopa de alverjas (yo te decía que me gustaba más decir arvejas) que preparaban en un rinconcito del oeste al que se podía llegar en minutos gracias a aquel prodigio subterráneo.

Decías que eso de dar a una calle, o a una escuela, el nombre de alguien vivo, era, sin ir más lejos, pavosísimo. Y lo decías con la picardía de quien prefiere no decir nombres, pero los tiene en la punta de la lengua. Acercar la sutileza a la cuerda floja, siempre de la mano del humor y el donaire, parecía divertirte.

De mis impresiones rescato siempre tu enorme fidelidad a ti mismo y tu mano extendida. Te recuerdo en la antigua sede del CELARG, cómodo y feliz al conversar con escritores jóvenes y acercarles algunas páginas de lo que después sería  Metástasis del verbo, como si fueras un tallerista más. Como aquel muchacho que alguna vez dirigió el tránsito, después puso su distinción y su inteligencia al servicio de la carrera diplomática y pasó por el mundo de los seguros, pero jamás dejó de ser el niño que, en la atmósfera de También los hombres son ciudades,  tanta atención prestaba a formas y colores; el que deshojaba las palabras compuestas, desglosando las fantasías literales imposibles de algo que se llamara casa-cuna o jardín de infantes. Seguías siendo ese muchachito deslumbrado por el diccionario y sus ilustraciones (la imagen, siempre la imagen). Decías haber escrito esa novela para librarte de las interferencias de la infancia, pero ya te dibujabas en la imaginación y en la escritura: “A cualquier persona podía reemplazarla por otra que no fuera la que vivía en el mundo real”; “usaba mi vocabulario nuevo y, por carecer de sentido, muchas palabras eran como cosas muertas en las frases” (1).

Allí estabas, escritor, trazando rasgos de personajes de mundos alternos, indagando en las palabras, escondido en ellas, como algún personaje de tus cuentos. Con tu capacidad (¿la diplomacia?) de venirte a este mundo que llamamos real y moverte solvente, minucioso, profesional y, también, desenfadado. Parecías pasearte por la cotidianidad como pez en el agua, cumpliendo con tu rol en el CELARG, en Biblioteca Ayacucho, en Monte Ávila, en el Museo de Bellas Artes,  sin dejar de ser tú, de volver a tus líneas, a tus ironías, a tus palimpsestos y lluvias de palabras y signos, de plasticidad, de instantes. Dedicado, delicado y solidario, recuerdo el día que me ofreciste los jardines del museo para presentar una recién nacida revista (la ya olvidada Cuaderna, con la que no pudimos continuar). Siempre la mano, el gesto, la sonrisa. Y es que con todo y tu otro mundo, creías en el intercambio, en la cordialidad en todo su sentido, sí, de corazón, y en la oralidad llana y honesta. Afirmabas, convencido, que lo que se podía contar de viva voz no tenía lugar, al menos para ti, en la escritura, ese ejercicio inaugural, arduo, en el que hacías estallar la angustia, el dolor, la pérdida, la inocencia, la sátira, el gozo y el lenguaje  ―y tomo prestado el término de Elvira Macht de Vera― en fulguraciones (2).

Si en algo parecen coincidir quienes te leen, Oswaldo, es en el protagonismo de la palabra en tus cuentos, en tus libros. Solías insistir (sueles, debo decir, pues ahí estás, en ellos, implacable y sonriente) en que tu foco era el lenguaje, no la lengua. Más de uno se pregunta ante tus páginas, esas que son distintas a la linealidad aparente de la infancia de tus hombres ciudades, cosas como ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que esto me cuenta?

En los días de tu Premio Nacional, en aquella entrevista con Maritza Jiménez en la que decías “Dejo el museo para seguir escribiendo” (3), hablabas, ante una de sus preguntas, de una crisis del lector, no del libro. Dabas a entender que la exposición de los lectores a los hechos de la cultura puede estimular la capacidad de navegar con mayor soltura por textos y obras de arte, sin miedo a lo diferente. Nunca te alejaste de tus queridas artes plásticas. El movimiento de tus relatos (sobre todo de los que llaman “difíciles”) es el del instante, el del reto que empieza por los ojos, el de las palabras como náufragos (como las de las cartas de Andén lejano), el de las lloviznas de vocablos, de comas, de síes y de noes, de Teresas y Cristos en Textos de un texto con Teresas, la página dividida de “Con el marrano atrás” de Al trajo trejo troja trujo treja traje trejo, la escisión de  los In Memoriam, o los arcanos y las sílabas resonantes y reiteradas de Metástasis del verbo. Tu guiño es ese simulado “no querer decir” que dice tanto, que es mostrarle a quien se encuentre con las páginas que también le toca trabajar, jugar, descubrir. Ver qué hay por dentro de ese instante. Porque, además, no se trata de distribuir o despedazar palabras, sino de darles el lugar de la voz, del sujeto, para que sean eso que se narra, que va desde los roces, los encuentros, las soledades, el arte, la orfandad, la política, la fantasía, la ironía:   “Para cada forma debe haber una mirada”, apunta el narrador de “Volver a nacer” (4).  Y así es como todo cuenta: “Nunca he creído en la ausencia de lo anecdótico (…). La presencia de lo anecdótico está siempre en mayor o menor grado. Quienes piensen lo contrario es porque tienen graves problemas de lectura o se rigen por viciosas costumbres no superadas” (5).  Lo que defendías, metáfora ecuestre de por medio, era que la anécdota no tenía por qué cabalgar sobre las palabras.

Al abordar Andén lejano, Ítalo Tedesco observa que “asistimos a una novela-palabra” que hace pensar en las búsquedas de Huidobro “para organizar con lo obtenido otra dimensión más pura del lenguaje” (6), y no por ello prescinde de una intensidad afectiva, sostenida con, en (y habrá quienes digan que a pesar de) la disposición gráfica y la fragmentariedad sintáctica. No dejan de ser contundentes la madre, las cartas, las esperas, la búsqueda, el desdoblamiento del personaje, esos Ecce Homo especulares que recorren y pluralizan la figura que recorre las escenas y desaparece:

y cuando el vaivén llega contigo al país de tu madre, todo en él está vacío, deshabitado, sin ella, y sumada tu angustia a tu aflicción entera eres bajado definitivamente por el vaivén a tus días, a tus días de siempre, empañados, con uno más en el que ya no está Ecce Homo sino tú mismo más solo que nunca, ya no está Ecce Homo toda vez que se halla en el carruaje y va también, va escoltado ahora por tu madre que te abandona en pago de abandono para que sea mayor tu soledad (7).

La imagen de Ecce Homo y Ecce Homo junto a la mesa ovalada, esa identidad que se presenta simultáneamente como oscuridad y transparencia, tiene sus ecos en otras páginas: sin pretensiones de exhaustividad, porque no es esa la intención de estas líneas, pienso en más de uno de tus relatos de Una sola rosa y una mandarina, incluido el que da su nombre al conjunto: “En donde de cada ser dos, de cada cosa de exactas, una para sí y otra para alguien”; “[t]ocar una puerta y abrirse dos”… (8).

Asegurabas no premeditar, no planificar tu escritura. Más de una vez comentaste que los temas de tus textos entraban a ellos por mandato de las mismísimas palabras, a veces a partir de una idea, de una frase, de algo que constituía un punto de partida que ibas deletreando, esa expresión que sugiere un irse desgranando del propio texto en desarrollo (9). Preferías referirte a tu trabajo como “exploratorio” en vez de “experimental” (10), quitarle el aura planificada y estructurada del experimento para abrirle la puerta al recorrido de algo por conocer, a la vivencia de escudriñar, tocar, mirar y deambular.

¿Qué cuentas, Oswaldo? ¿Qué y cómo son tus cuentos, tus novelas, tus trejos? ¿Ilegibles? ¿Difíciles? Siempre me preguntaba, y alguna vez lo conversamos, cómo era posible que las mismas personas (jóvenes, estudiantes, por ejemplo) se atascaran ante textos que se despegaban de ciertos hábitos referenciales y aceptaran, con toda la naturalidad del mundo, videoclips de escenas inconexas y cuadros sin un vestigio de hilo conductor. Se imponía lo visual, la magia de esas pantallas en movimiento que no dan tiempo de exigir lo que creemos que es el sentido y nos ponen en la situación de quedarnos con impactos, atmósferas, velocidades, restos que parecen salidos de dibujos animados o de sueños. Ah, pero para las palabras tenemos otros requerimientos. Entender las palabras es parte de la rutina. La palabra debe decir sin distanciarse demasiado de la manera “acostumbrada”, y algunas audacias de la literatura no siempre obtienen el permiso de todos. Por eso también arremetías contra las clasificaciones literarias y las taxonomías genéricas.

No puedo evitar detenerme un momento en Metástasis del verbo. Ahí (ya lo he dicho alguna vez) te luces, si tomo la palabra de Libertella, como patógrafo, al transitar la “pendiente etimológica que va del pathos a la pasión, al padecimiento y por último a la patología y a la enfermedad o morbo de la letra” (11).  Podemos pensar en el rizoma, en el caos, en el vértigo: la ausencia de verbos conjugados interrumpe nuestra aproximación habitual, que busca tiempos, espacios y acciones. ¿Qué vemos? Participios, sí; gerundios, algo; algún imperativo suelto. Pero nada de palabras que indiquen la acción del sujeto adheridas a aquello de tiempo, número, persona. Eso ha sido erradicado de la construcción de esa torre de barajas del Tarot (personajes) y se enmaraña en una invitación, un banquete, un universo de nombres que esconden, o exhiben, alusiones a personalidades del arte, la literatura, la política, dispuestas de siete en siete, vestidas tras un Robert, o Robert Rob-, donde incluyes una representación tuya (Robert Robrejo). Secciones definitivamente poéticas que despliegan luces, sombras y colores, fragmentos que se detienen en las célebres cafeteras de Otero (Robtero, por supuesto)…  Los verbos ausentes, en la tensión y la paradoja, precipitan una invasión del verbo hecho instante, palabra por todas partes, proliferando, sin transcurrir: “Sin aspecto, sin tiempo, sin estado. Ninguna acción, ninguna esencia, solamente suposiciones, sospechas, atrevimientos desencadenados”, “hechos sin aconteceres” (12). Vacío lleno en los nombres, en los arcanos, en el festín de la mirada que se mueve en las páginas: mirada paródica, estética, crítica. En el desarrollo de la Metástasis…, de  Al trajo…, y de otros libros que dejaste para la historia, cuestionas lo que quizás veías como “zonas de confort” de lo literario, dibujando un recorrido irónico a partir de los medios y el sistema de la propia literatura, como comenta Barrera Linares al cierre de su detallado examen de tu traje narrativo (13).

En la ruta del patógrafo, te paseaste también por otros pactos de lectura. Pero seguiste  abriendo camino a la metástasis general de tu obra, hacia ese ir desnudando la invasión de las palabras. Creo que si el lector está dispuesto a acompañarte en esa pendiente, podrá encontrar las claves para conectarse con tus mundos de ficción.

Y ahora, a tus cien años, hablemos por un momento de tu partida.

Con un nudo en la garganta, invito a quienes recorren estas líneas a revisitar  “Entre la cuna y el dinosaurio”, de José Napoleón Oropeza (premio  del Concurso de cuentos de El Nacional, 2002), quien dejó el  mundo de los vivos este año: allí la ficción, la memoria, el homenaje y el ensueño trazan el relato-retrato de un adiós que siempre me estremece.

Y es que lo habías anunciado de mil maneras, Oswaldo. Los que acudimos aquel día a despedirte lo comentamos entre las lágrimas y la desazón (o el desconcierto) de entender que para el texto de tu vida sí tenías un plan. Te fuiste como Aspasia, la que tenía nombre de corneta: “Oswaldo compró en la quincalla una corneta y la toca para gastarme bromas”, conjetura el narrador de “Entre la cuna…” (14). Tu ausencia nos llevó por delante con navidad y todo, y tu texto vital se cerró como el de Aspasia, de quien escribiste: “Todos la lloraron porque en el viaje, para seguirla, diciembre se desprendió del año” (15).

***

Hace casi diez años, en una revisión del prólogo a Tres textos tres para una posible nueva edición, di forma a un apéndice que quisiera compartir, palabras más, palabras menos.  A partir de aquí, salvo por un paréntesis, Oswaldo, estarás en tercera persona:

De los gratísimos momentos con Oswaldo, recuerdo con especial cariño ese trato tan suyo que unía exquisitez y llaneza, sus sutiles y afectuosas ironías y tres instantes que aún revivo con nitidez.

El primero, su sorpresa en 1982, después de revelarse el resultado del Concurso de cuentos de El Nacional, cuando me dijo: “¡Pero yo sólo te conocía como poeta…!”.  El segundo, aquella tarde de 1983, en Sabana Grande, cuando pasé por el café a saludarlo en mi nueva bicicleta amarilla (que todavía conservo). Después de decir varias veces que esa bicicleta le parecía bellísima, me la pidió prestada para dar una vuelta. Nada más parecido a un muchachito feliz con su propia travesura, mientras otros intelectuales que frecuentaban el bulevar y compartían mesa con él sonreían y sacudían la cabeza.  El tercero, tiempo después, fue el día en el que me propuso la escritura del prólogo para el conjunto de tres novelas que publicaría Monte Ávila. Sentí un vuelco de alegría, de honor, de temor…  Oswaldo puso en mí una confianza inesperada y preciosa, abrió la ventana de un diálogo (uno más) que todavía me emociona y que extraño.

(Hoy, en tu centenario, agrego un cuarto instante. Ya no estabas. Violeta Rojo me hizo llegar copia de un par de páginas de esos cuadernos en los que anotabas, reflexionabas, ironizabas: en ellas incluías unos párrafos sobre mi escritura. No sabes cuánto les agradezco, a ti por escribirlos y a ella por revelármelos. Y ahora vuelvo a aquel apéndice, y te abrazo)

Hoy releo sus trejos y veo, junto a sus eternos cuestionamientos y autocuestionamientos literarios, la anticipación de una hipertextualidad visual, la página que me muestra una pantalla táctil de palabras, enlaces múltiples e imágenes que se pueden mover, rearmar, saltar…   Su oficio estaba y sigue estando más allá de las líneas continuas, de las páginas ordenadas. Trejo deja rastros de distinto signo: recónditos, luminosos, rotos… En el país no es nuestro único explorador de las palabras y debo decirlo para no faltar a la justicia, pero sí fue un explorador único. Un cartógrafo del rizoma y del zapping verbal, un artista visual del lenguaje, un maestro de la fragmentariedad y del afecto que veo venir hacia mí, pedaleando en amarillo con una enorme sonrisa, sobre un bulevar de Sabana Grande que nunca será igual, jugando a los espejos, con “[u]na sola rosa y una mandarina. Con una y otra para sí y una y otra para él, despidiéndose” (16).

Referencias

1 Trejo, Oswaldo. 1981 (3ª. Ed). También los hombres son ciudades. Caracas: Monte Ávila. Las citas proceden de las páginas 21 y 111, respectivamente.

2 v. Macht de Vera, Elvira. 1982. Indagaciones en el universo narrativo de Oswaldo Trejo. Caracas: Fundarte.

3 Jiménez, Maritza. 1988. “Dejo el museo para seguir escribiendo” (entrevista a Oswaldo Trejo). Caracas: El Nacional, 9-10-88, C-1.

4 Trejo, Oswaldo. 1969. Escuchando al idiota y otros cuentos. Caracas: Monte Ávila, p. 42.

5 Barrera Linares, Luis. 1994. “Los trajines de Trejo” (entrevista), en El traje narrativo de Trejo. Caracas: La Casa de Bello, p. 134.

6 Tedesco, Ítalo. 1981. “La narrativa de Oswaldo Trejo” (ponencia mecanografiada). II Congreso de escritores de lengua española. Caracas: La Casa de Bello, p. 1.

7 Trejo, Oswaldo. 1968. Andén lejano. Caracas: Monte Ávila, p. 193.

8 1985. Una sola rosa y una mandarina. Caracas: La Draga y el Dragón, s. p.

9 v. Barrera Linares, op. cit., p. 132.

10 v. Ortega, Julio (2000). “Oswaldo Trejo: Exploraciones”. Taller de la escritura (conversaciones, encuentros, entrevistas). México: Siglo XXI, p. 144.

11 Libertella, Héctor (manuscrito, s. f.). Utopías del lenguaje, p. 34.

12 Trejo, Oswaldo. 1992. Metástasis del verbo, en Tres textos tres. Caracas: Monte Ávila, p. 307.

13 Barrera Linares, Luis. 1994. El traje narrativo de Trejo, pp. 116-7.

14 Oropeza, José Napoleón. 2005. “Entre la cuna y el dinosaurio”, en VVAA. Cuentos que hicieron historia. Caracas: Los libros de El Nacional, p. 454.

15 “Aspasia tenía nombre de corneta”, en Escuchando al idiota y otros cuentos, p. 87.

16 “Una sola rosa y una mandarina”, s. p. (v. nota 8). 

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